La masacre de la calle del Correo en septiembre de 1974, perpetrada por ETA en pleno corazón de Madrid, a unos metros de la Puerta del Sol, ha pasado a la historia de la capital como un atentado maldito que nadie reivindicó en su momento. La bomba, que colocó una pareja de jóvenes etarras en la cafetería Rolando un viernes 13 –considerado un día aciago en la tradición anglosajona– acabó con la vida de trece personas e hirió a otras 70. Un reguero de terror y sangre que podían intuir los asesinos, ya que el artefacto explosivo que los etarras habían fabricado contenía 30 kilos de dinamita y tuercas de unos dos centímetros para que la metralla provocara un mayor estrago.
Cincuenta años después, las víctimas de la masacre se quejan del olvido y la falta de justicia en el ataque terrorista con más muertos que ETA perpetró en Madrid. Además, ocupa el tercer lugar de los atentados cometidos en España con más víctimas mortales (13) después del 11-M (192) e Hipercor (21), sin contar las bombas anarquistas contra el Liceo barcelonés (20), en 1893, y contra Alfonso XII en Madrid (25), en 1906.
En 2013, en medio de mis investigaciones para escribir el libro Matar a Carrero: la conspiración, magnicidio perpetrado por ETA también en Madrid en 1973, aproveché la oportunidad que me brindó una magistrada de la Audiencia Provincial de Madrid para acceder en su totalidad al sumario del asesinato del delfín de Franco. La sorpresa fue que, junto a sus carpetas, se mezclaban unos legajos, muy pocos, del atentado de la Puerta del Sol. Allí figuraban los datos de los autores de la masacre: Begnar (Bernad o Beñat) Oyarzábal (Oihartzabal y Oyharçabal) Bidegorri y Maria Lourdes Cristóbal Elhorga.
El primero era un francés de 25 años, nacido en Paris, de ascendencia vasca, que militaba en la organización separatista Mendi-Berri. Era un joven de 1,70, delgado, pelo castaño, cara redonda y usaba gafas graduadas, según los informes policiales.
La chica, a la que conocían como La Pompadour, era un par de años más joven que él, baja de estatura, pelo corto y tez clara y parecía que estaba embarazada, según los investigadores. También señalaban que ambos mantenían una relación de pareja. María Lourdes Cristóbal era hija de un matrimonio español que vivía en el exilio francés desde 1936, cuando comenzó la Guerra Civil.
Pero lo más revelador era que ambos habían sido recibidos en Madrid y se habían movido libremente por la capital con la ayuda de Genoveva Forest, la esposa del escritor Alfonso Sastre, y de la célula comunista que había participado en el atentado contra Carrero Blanco.
Unos años antes, gracias al director general de la Policía, Díaz de Mera –eso sí era transparencia informativa– tuve la oportunidad de que la Comisaría General de Documentación me permitiera revisar las declaraciones policiales de dos generales de ETA –José Ignacio Múgica Arregui Ezkerra y Iñaki Pérez Beotegui Wilson– que fueron detenidos durante la Operación Lobo en Madrid y Barcelona en el verano de 1975.
Ambos, sin ser sometidos a ningún tipo de tortura, desvelaron la identidad de los autores de la masacre de la calle del Correo. No había ninguna duda. Todos coincidían: Begnar o Bernad Oyarzabal –como figura su nombre en el sumario– y María Lourdes Cristóbal Elhorga eran los dos jóvenes que habían colocado la bomba en la cafetería Rolando.
Tampoco mentía Lidia Falcón, que por culpa de Forest permaneció más de un año en la cárcel sin que nada tuviera que ver con el atentado. La abogada feminista había escrito en 1981 el libro Viernes 13 en la calle del Correo, en el que denunciaba a Forest como la inductora y la cómplice del aquelarre terrorista en la puerta del Sol.
Falcón tuvo los redaños, a pesar de poner en peligro su vida, de denunciar a Eva Forest, a los jóvenes franceses que se desplazaron a Madrid y a la dirección de ETA, que no se había atrevido a reivindicar el atentado, de ser los culpables de la masacre.
Lo mismo le sucedió a Eduardo Sánchez Gatell, que también pasó por la cárcel de Carabanchel, y ahora aporta su valioso testimonio en el libro El huevo de la serpiente. En él señala a Forest como autora intelectual del atentado y califica su vivienda como "el nido de ETA en Madrid".
Con todos esos antecedentes y la mochila llena de datos me impuse la aventura periodística de localizar a los dos jóvenes que, según la policía y la propia ETA, eran los autores del derramamiento de sangre. Habían conseguido huir de Madrid en dirección a Bayona, donde residían, y nunca se habían ejecutado las órdenes de detención y busca y captura, que figuran en el sumario.
El principal cometido era recobrar la memoria mitigada de las víctimas y comprobar cómo reaccionarían quienes habían sido señalados como los responsables de sus desgracias. O si respondían con la más mínima decencia de proclamar su arrepentimiento y pedir perdón a los damnificados por la masacre, algo que nunca habían hecho.
Sobre todo, porque los procesados, incluidos quienes estaban acusados de ser los autores del atentado, habían sido amnistiados en enero de 1978, tras la Ley de Amnistía aprobada por el Gobierno de Adolfo Suárez unos meses antes. Los jóvenes franceses jamás se sentaron en el banquillo de los acusados ni declararon ante un juez, a pesar de no renunciar a la lucha armada. Uno podía entender y admitir la Amnistía centrista como una concesión durante un proceloso cambio democrático, tras la larga noche de la dictadura franquista, pero se resistía a que la masacre quedara en el olvido y se convirtiera en otro caso maldito de la Transición.
Mi obligación era dar con el paradero de Begnar y María Lourdes en Francia. La tarea no era fácil porque habían transcurrido cuarenta años y me enfrentaba al inconveniente de que el nombre –Begnar y Bernad en el sumario– y primer apellido del joven de 25 años aparecía escrito de diferentes maneras: Beñat, Bernard, Begnard… Además, no existía rastro de ellos en ningún listín telefónico o archivo público.
Una vez aclarado el problema de la identidad, se presentaba el dilema de encontrar su dirección. Llegué a ubicar su paradero en la zona de Bayona y, gracias a la información que me facilitó un policía galo que conocía desde mis investigaciones sobre los GAL, pude obtener su dirección familiar. El dato figuraba en el recibo de la luz de 2010: un espacioso chalé con jardín en una de las urbanizaciones más caras de Ustaritz, una población próxima a Bayona, del que me reservo las señas.
Begnar/Beñat, además, había logrado convertirse en un prestigioso lingüista, aclamado internacionalmente, y un profesor universitario con decenas de publicaciones. Asímismo, como erudito del vascuence a ambos lados de la frontera, era miembro de la Academia de la Lengua Vasca. El joven terrorista había logrado reconstruir su vida, progresando profesionalmente, mientras las víctimas del atentado se consumían en la tristeza.
De la joven del comando no pude obtener ningún dato. No figuraba en ningún documento ni rastro en las páginas de Internet, pero sí sospechaba que también residía en Bayona. En su breve estancia en Madrid, acompañada por Forest, había cambiado en un banco 500 francos en pesetas, identificándose con un pasaporte francés que había sido expedido en la ciudad de los Pirineos Atlánticos.
Una vez lograda la localización de Beñat, tras varios días de seguimientos y vigilancia en la Universidad de Bayona y en la zona de su domicilio, opté por presentarme en su casa para hablar con él. Atravesé el portón de la parcela, que estaba abierto, y lo llamé por su nombre. Ante mí, se presentó una persona temerosa, que se parecía al retrato robot que elaboró la policía en 1974. Se plantó firme ante la entrada de la vivienda, apoyado en una barandilla, y balbuceando las palabras le costó reconocer su identidad.
La imagen de Beñat era la más alejada a la idea que uno tiene de un exterrorista. El profesor de euskera, cuyo nombre traducido al español es Bernardo, que en alemán significa 'oso fuerte', se comportaba ante el periodista más como un hámster que un plantígrado. Esta fue la breve conversación que mantuve con él, mientras se mostraba muy escurridizo, y que fue grabada por las cámaras de Telemadrid.
– ¿Buenos días, es el señor Beñat Oyarzabal? Soy periodista de Madrid. ¿Podríamos hablar un minuto?
– ¿Gabriel?
El exetarra pretende confundir al periodista.
– No, Beñat.
– No, Gabriel.
– ¿Gabriel que más? ¿Oyarzabal? ¿No es usted el lingüista?
– Sí.
– ¿Pero se llama Gabriel?
– Gabriel Beñat.
– Venimos de Madrid. Somos periodistas españoles y queríamos hablar con usted de la huelga de hambre de Bayona y de otros asuntos de esa época.
– No quiero hablar de eso. He dejado la política.
– ¿Y del tema de Madrid, que a usted lo señalaron como autor de la calle del Correo?
– No quiero hablar.
– ¿Lo recuerda?
– No quiero hablar.
– ¿No quiere comentar nada?
– Márchense.
– ¿Pero para usted eso es política?
Era la última pregunta sin respuesta. El profesor de euskera abrió los brazos y nos indicó el camino de la puerta de la salida. Insistir era innecesario. Había dejado muy claro que ni iba a pedir perdón ni se iba a arrepentir. No quería recordar el pasado. El trabajo estaba hecho.
Pero la sorpresa saltó al día siguiente cuando regresamos a la vivienda y nos encontramos con que allí también vivía María Lourdes Cristóbal Elhorga. Los supuestos autores de la masacre se mantenían unidos después de 40 años y habían tenido un hijo de esa edad. Como se suele afirmar popularmente, ese sí era un vínculo sellado con sangre.
Para localizar a la pareja, además del interés periodístico, me movía el compromiso que había contraído con dos víctimas del atentado. Se trataba de las hermanas de 14 y 6 años –Emelina y Dolores Aguado– que fueron rescatadas con vida entre los escombros del local del que se habían desplomado el techo y las paredes. Su madre que las acompañaba también salió ilesa de la matanza. Las tres vivían en el pueblo toledano de Cedillo del Condado y habían viajado a Madrid para hacer unas compras.
En el momento de la explosión se hallaban comiendo en el restaurante Rolando. Las hermanas todavía recuerdan la imagen de la pareja de jóvenes que entraron al comedor de la cafetería con una bolsa y salieron del local de manera precipitada antes de la explosión. Ellas y el resto de las víctimas se merecían un homenaje.
En medio del sufrimiento, ETA se negó a reconocer su indignidad durante 43 años. Sólo en abril de 2018, a través de su órgano de expresión Zutabe, reivindicó la masacre de la calle del Correo como una más de las 2606 acciones terroristas y el asesinato de 758 personas. Aquel comunicado oficial de la banda coincidía con otro en el que anunciaba su disolución.
Hasta entonces la banda se aferró a la falsedad de que los autores pertenecían a grupos ultraderechistas que se oponían a Arias Navarro. En la propagación de esa falacia contó con la complicidad de la extrema izquierda española, que ayudó a ETA a propagar internacionalmente el bulo. A la campaña de embustes se sumó toda la intelectualidad francesa, entre quienes destacaban Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, François Sagan y Maurice Clavel. A ese baile de confusión también se apuntaron Ionesco, Angela Davis y Peter Weiss, que señalaban a los fascistas como los autores del atentado.
Con aquella acción violenta contra la cafetería Rolando, que se hallaba frente a la Dirección General de Seguridad, la finalidad de ETA era masacrar al mayor número de policías y funcionarios. El plan partió de Eva Forest, que convenció a la dirección de la banda en uno de sus muchos viajes al sur de Francia. Sin embargo, tras el atentado, en el saldo de muertos sólo figuraban dos funcionarios: Concepción Pérez Paino, de 65 años, que trabajaba como administrativa, y el policía Félix Ayuso Pinel, que resultó herido de gravedad y permaneció con vida casi dos años hasta su fallecimiento en 1977.