El 27 de agosto de 1962 moría, de repente (¿acaso no se muere, siempre, de repente?), el poeta Leopoldo Panero. Uno de los grandes literatos vinculados al régimen del general Franco fallecía a los 52 años de edad. Demasiado temprano para morir, aunque siempre llega la muerte antes de tiempo y, en este caso, en 1962, lo hizo en un año en el que no se permitían todavía, en España, excesivos replanteamientos sobre posicionamientos y ubicaciones ideológico-políticas.
Tras una fase de purgatorio vertebrada en torno a un reconocimiento limitado y a la general indiferencia hacia una obra poética notable, llegaba como un terremoto la película de Jaime Chávarri El desencanto, lo que cambiaba totalmente la historia. Que se cumplan sesenta años de la muerte de Leopoldo Panero ofrece una buena oportunidad para reflexionar sobre su figura y obra; para valorar al Poeta, en mayúscula, con algo menos de visceralidad a como habitualmente se viene haciendo.
Franquista. Bebedor. Mal esposo. Mal padre. Todos estos términos sobrevuelan el imaginario colectivo cuando se piensa en Leopoldo Panero. Todo un batiburrillo de ideas que, convenientemente aliñadas, pone sobre la mesa un menú de restaurante de cocina rápida para comensales sin excesivo interés en paladear platos más elaborados. Pero cuando se profundiza en la vida del poeta astorgano el relato se hace más profundo y complejo.
La cara oculta del poeta canónico
Leopoldo Panero tiene una “cara oculta”, unas facetas y andanzas menos conocidas por el gran público, aunque perfectamente documentadas, que no siempre se ponen de manifiesto, dolosa o culposamente. Esto provoca que la imagen que de él se transmite (y en la que El desencanto tiene mucho que ver) no sea inocente y esté teñida de claroscuros perfectamente calculados. “No es esto, no es esto”, podemos decir, como Ortega, cuando repasamos su imagen canónica. No: existe también una cara menos publicitada, que se debe conocer para formar una opinión más ilustrada y completa.
El inquieto joven de provincias, intelectual y curioso de lo que sucede en el mundo, nacido en una familia acomodada de Astorga y que había cursado estudios preuniversitarios entre San Sebastián y León, estudió Derecho en la Universidad de Valladolid y en la de Madrid y al terminar se integró en la vida cultural de la capital. Su vida, en esos años, será la de un poeta que está naciendo, que se mueve con la intelectualidad progresista del momento y que terminará celebrando la llegada de la Segunda República en España.
La carta (para ser exactos era un continental) que Vicente Aleixandre le dirige el miércoles 15 de abril de 1931, y cuyo contenido íntegro es el que sigue, es bastante clarificadora: “Leopoldo, amigo: Esta tarde, si puedes, te esperamos Cernuda y yo en Miami a las 8. Si tienes que ir a la Pta. del Sol o adyacentes a vitorear a la tierna República, iremos los tres. No faltes. Ya nos contarás. En honor tuyo daré en este continental mi primer viva a la República. ¡Viva la República! Sí, chico, por mí que viva la joven doncella. ¿Te atreves a violarla? Hasta luego. Tu amigo y casi correligionario, Vicente Aleixandre”.
Con independencia de que la forma sufren el desgaste del paso del tiempo en lo relativo a la sensibilidad lectora –nadie ha puesto el grito en el cielo por estas palabras de Aleixandre–, se debe ubicar el texto en su contexto y concluir que, a pesar de que hoy el tono no agrada, el escrito no se remite a un enemigo de la República.
Durante esos años, Leopoldo amplía estudios en Inglaterra y Francia, y se encuentra integrado en la vida cultural republicana española. Podemos seguir encontrando andanzas de su vida que confirman esa cercanía con la intelectualidad republicana de izquierdas, y que no suelen explicitarse en las semblanzas que se hacen del poeta astorgano.
Por ejemplo, el romance en honor de Fermín Galán y Ángel García Hernández (militares que protagonizaron la Sublevación de Jaca y que fueron fusilados y elevados a los altares republicanos), publicado en El Faro Astorgano el día 4 de mayo de 1931. O su asistencia a la intelectual tertulia del Café Universal, en Astorga, cuando está en su ciudad natal, y su amistad con César Vallejo, quien pasa las Navidades de 1931 en su localidad (en octubre de ese año había publicado Leopoldo una reseña del libro pro bolchevique Rusia y la imparcialidad” de Vallejo).
Su relación con Luis Cernuda durante la II República, como se puede deducir de la nota de Aleixandre y, sobre todo, después de la guerra, en Londres (que tantos chismes provocaría por las palabras de su esposa, Felicidad Blanc, acerca de su relación con el poeta sevillano), desvela que Leopoldo tiene contacto con importantes elementos republicanos exiliados.
Así como su publicación en el primer número de Caballo Verde para la poesía, revista de su amigo Pablo Neruda, del poema Por el centro del día, en los últimos años de la República (con el tiempo volverá Neruda a aparecer en estas líneas, aunque con otro tono). Su conexión con el Socorro Rojo Internacional y todo lo anteriormente expuesto le ponen en el punto de mira de las derechas más conservadoras (tema grave, en su Astorga natal), y al comienzo de la guerra es detenido por los sublevados, encarcelado en San Marcos y casi es fusilado como lo fue el novio de su hermana, detenido junto a Leopoldo.
[Pablo Neruda, 50 años del Premio Nobel de Literatura]
Del libro de Ricardo Gullón La juventud de Leopoldo Panero (Diputación de León, 1985) podemos extraer anécdotas significativas de la formación de Leopoldo, como que se orientó en su juventud hacia los poetas de la Generación del 27 y hacia el marxismo, que no acudió a prostíbulos como rito de iniciación en su vida sexual (costumbre que hoy nos resulta repugnante desde todas las perspectivas, pero que en aquella época no era tan infrecuente) o que paseaba por Madrid con una insignia de plata con la hoz y el martillo comunistas.
Los ejemplos citados pueden sembrar la duda razonable: ¿Es Leopoldo Panero el personaje que generalmente se exhibe? Debe ponerse en duda, e incluso en el plano personal, tan cacareado tras la película El desencanto, debe ser rebatido y/o matizado con testimonios de familiares, vecinos y paisanos, que hablan de un padre cariñoso y generoso, de alguien que trataba con ternura y madurez a los niños que se le acercaban, de un marido muy enamorado de su esposa (aunque hijo de su tiempo y de sus circunstancias, que no perdonaba la tertulia intelectual con sus amigos en noches masculinas plenas de alcohol y letras) y de una persona machadianamente buena.
Es la imagen que ofrece el poeta malagueño José María Souvirón en sus diarios, que actualmente se encuentra en proceso de publicación por el Centro Cultural Generación del 27, en Málaga, a cargo de Javier La Beira y Daniel Ramos López. Estos datos, es evidente, venden menos, y si el discurso opuesto se vehicula a través de una genial película, tienen una dura competencia para salir adelante. Por desgracia para los que las amamos, una imagen sigue valiendo más que mil palabras, y si la imagen es El desencanto, no hay palabras que puedan modificar fácilmente la imagen que se construyó del poeta.
El "Canto Personal"... ¿Del Cisne?
Leopoldo Panero era, además de un intelectual, un poeta. Para conocer su trayectoria poética con detalle uno debe remitirse, por el valor pedagógico de la misma, a la excelente introducción que realizó Javier Huerta Calvo a la Antología de Panero, En lo oscuro (Ed. Cátedra; 2011).
En ella se describe con detalle el itinerario poético de Leopoldo, que va desde la época de aprendizaje y descubrimiento de los años 30 al estallido de madurez de los 40, culminando con la importancia de la política de los años 50, hasta su muerte. Su poesía completa fue recogida en 1973 por su hijo Juan Luis (Obras completas; Editora Nacional) y en 2007 por dos volúmenes publicados por el Ayuntamiento de Astorga a cargo de Huerta Calvo.
El perfil de su poesía y la filosofía poética que la inspira se puede definir haciendo alusión a la concepción del poema como un modo de encontrar un sereno equilibrio en la vida, pues es imposible separar la poesía del poeta (“ser poeta es ser hombre”, aseguraba Leopoldo). La poesía de Leopoldo está, además, traspasada de religiosidad y del paisaje campestre de su tierra (J. A. Maravall aludía a su “fondo telúrico y campestre”). Diversos estudiosos de su obra han hablado de “poesía de la esperanza” (E. Connolly), “poesía arraigada” (Dámaso Alonso) e “idealismo” (C. Aller).
En sus versos de los años 30 pueden encontrarse ecos de Federico García Lorca, Nicolás Guillén, Antonio Machado o Miguel Hernández, así como en aquellos tiempos se producirá el descubrimiento (y trato) de Pablo Neruda o de quien será el gran amigo de su vida, Luis Rosales. La Guerra Civil española supondrá la gran tragedia que trastocará su vida y la de tantos otros y de ser casi fusilado por los sublevados, pasará a integrarse en el bando luego vencedor para intentar redimir penas por trabajo, como se decía hasta el anterior Código Penal.
Cuando uno mira a los ojos a la muerte cambia la perspectiva de su existencia, algo que muchos de los críticos con Leopoldo Panero no han valorado o no han querido valorar. Aunque, pese a ello, durante la guerra fue anglófilo y así se lo hizo ver al Agregado Cultural Alemán Sifauer, algo que no es poco valiente.
En los años 40 llegarán sus versos más maduros: la autobiografía espiritual de La estancia vacía, publicada por la Revista Escorial en 1944; los machadianos Versos al Guadarrama (Revista Fantasía, 1945) y, ante todo, su libro más sólido, Escrito a cada instante (1949), obra que lo consagrará como poeta.
[Dos horas de claroscuros con Jorge Luis Borges]
Pero llegó la Política, con mayúsculas, a su poesía. En 1950 su antiguo amigo Pablo Neruda publica Canto General, que entre otras cuestiones encierra un recorrido muy personal por la historia de los pueblos iberoamericanos que pasa por lanzar una dura crítica de la conquista española (unida a la crítica a la España oficial que salió de la contienda civil).
Allí Neruda, en la elegía dedicada a Miguel Hernández, menciona a “los Dámasos, los Gerardos, los hijos / de perra, silenciosos cómplices del verdugo”, y Leopoldo reacciona, ante la visión unilateral de la situación y los insultos a sus amigos, con un libro que merece una investigación propia: Canto personal (1953).
“Lo escribí porque me sentí moralmente obligado a hacerlo”, confesaba Panero, y pese al Premio Nacional de Poesía que se le concedió y al prólogo redactado por Dionisio Ridruejo en su primera edición, el silencio de sus amigos más estrechos (Dámaso Alonso, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco) fue clamoroso y doloroso para él. Curiosamente, Gerald Brenan defendió esta obra en el New York Times Book Review del 11 de octubre de 1953.
Pese a su innegable carga política, estamos ante un libro nada desdeñable, vertebrado en torno a terceros encadenados y con forma epistolar que entronca con el ejemplo clásico y que, literariamente, no merece el ninguneo a que fue sometido. Ninguneo que amargó a Panero, que lo indujo a aislarse e hizo que se replanteara, incluso, su política de publicaciones.
El Leopoldo Panero poeta es más que el amigo que reacciona, dolido, con el Canto Personal y al que se le da de lado en esta batalla por considerarla políticamente incorrecta. Él es el poeta de textos inolvidables como Cántico, dedicado a felicidad (“Es verdad tu hermosura. Es verdad”); Por cónde van las águilas, Laderas del Teleno, En la catedral de Astorga, El que no sirve para nada (sobre Cervantes), Pequeño canto a la Sequeda o su inolvidable Epitafio.
La alargada sombra de El Desencanto
Y en eso llegó El desencanto, la magistral película dirigida por Jaime Chávarri y producida por Elías Querejeta, gestada años después de la muerte de Leopoldo. Fallecía el "centinela de Occidente" y, desde unos meses antes, se rodaba en Astorga algo que no se sabía a dónde podía llegar. Entonces, en 1976, nació esta película. Una obra maestra del cine documental que, gracias al buen hacer de sus responsables y a la brillantez de sus protagonistas, jamás podrá ser olvidada. Mientras Leopoldo Panero vivía tranquilamente, después de muerto, en todos los sentidos, el cine provocó el cataclismo. Y llegó el escándalo.
Leopoldo Panero volvió a ser actualidad, pero como personaje a batir. Leopoldo, en la película, no es solamente Leopoldo Panero. En primer lugar, es el “Leopoldo-Panero-Poeta-Oficial-del-Franquismo”, según esa imagen inexacta, extendida y ya relativizada. Pero no se queda ahí. Leopoldo era bastante más en esta película, y basta repasar las inquietudes y trayectorias profesionales de Chávarri y Querejeta para saberlo: Panero es también la imagen de la familia tradicional, que debe ser puesta en tela de juicio en esos tiempos de cambio, así como una metáfora del propio franquismo, inevitablemente cuestionado en todas sus facetas, al comienzo de la transición.
Leopoldo como metáfora, por tanto: el enemigo a batir por partida triple. Es imposible salir bien parado de esta batalla, sobre todo si se desarrolla de modo magistral en la pantalla y si se acepta como acta notarial lo recogido en una obra de arte de gran nivel, como es la mítica película de Chávarri.
Además, no hay que olvidar que Leopoldo no puede defenderse de los severos ataques que se realizan en la película, pues había fallecido bastantes años antes. Es cosificado: todos hablan de él, pero él no puede contestar. Leopoldo es, claro, esa estatua embalada en medio de Astorga que se ve en la pantalla, sin voz ni voto. Chávarri lo refleja magistralmente. A Leopoldo Panero le sucede, por tanto, lo que a los personajes de Huis Clos del genial Sartre. El infierno serán los otros y Leopoldo caerá acribillado no por los besos de sus hijos, sino por cuatro atractivos demiurgos que cargan las tintas en los aspectos más negativos de su personalidad.
Toda España vio aquel espectáculo brillante y desconcertante. Por tanto, tras El desencanto Leopoldo Panero vuelve a estar de actualidad como personaje, pero sufre cómo su figura será todavía más simplificada y tratada de modo injusto, con bastante responsabilidad por parte de su propio círculo íntimo, en el que participó su propia familia. Ese círculo hizo lo que hace cada noche cualquier círculo de “lletraferits” e intelectuales brillantes que se precie: hacer de la conversación un arte mediante el don de la palabra, enhebrar diálogos sugerentes cargados de cultura y dardos impactantes.
Pero con dos peculiaridades que provocarán un daño irreparable: lo hacen con una cámara delante (y con grandes profesionales detrás de ella, capaces de elaborar un gran producto cinematográfico) y regalan a sus enemigos los argumentos más elaborados para criticar al padre, en ejercicio freudiano ejecutado en el altar de la maledicencia ante todo un país que es tierra de muchas envidias y de pocas endivias. Se mascaba la tragedia para la imagen de Leopoldo Panero.
Y no sólo se puede encontrar esa simplificación destructiva en El desencanto, sino también en textos posteriores de su viuda (Espejo de sombras, libro de memorias dialogadas que se publicará poco después, inaugurando de alguna manera el interés por las memorias de escritoras hasta entonces poco valoradas) y textos de sus hijos, como el mítico poema de Juan Luis, Frente a la estatua del poeta Leopoldo Panero (poema de su libro Desapariciones y fracasos, ya leído en El desencanto). O incluso con el lucimiento malévolo de algún texto propio (como su no menos mítico poema Epitafio, también utilizado magistralmente en la obra de Chávarri).
Juan Luis, en “Frente a la estatua del poeta Leopoldo Panero”, hace un exhaustivo repaso por los tópicos que se suelen asociar a su padre, solidificando más ese imaginario: incide en su faceta alcohólica (“Poeta húmedo como Darío”, “el asunto de tu bebida ha dado ya mucho que hablar”); sus hazañas prostibularias (“También se han comentado tus proezas en los burdeles”); su mal genio (“En cuanto a los arranques violentos de tu genio / para qué mencionar lo que todos sabemos”) e incluso en cómo era considerado rojo por unos (“Amigo de Vallejo, condenado en San Marcos”) y azul por otros (“Amigo de Foxá, poeta del franquismo”), aunque esta última dicotomía calara menos en el imaginario colectivo, que se quedaba únicamente con el azul como color predominante.
El desencanto, por tanto, y pese a ser una obra creativa que debería ser interpretada como tal, fija definitivamente los clavos del ataúd de Leopoldo. No cabe duda: una imagen seguirá valiendo más que mil palabras.
Leopoldo, su sillón y la Historia
Leopoldo Panero, por tanto, es un excelente poeta que ha tenido que abrirse paso, después de muerto, como un Cid Campeador de los versos para luchar contra esa imagen unilateral e inexacta que se divulga de él y que tanto agrada a los más aficionados a la política, con minúsculas.
La vida fue implacable con él, pues morir tan temprano no le permitió realizar de modo directo ese rentable “descargo de conciencia” político que tantos de sus amigos y allegados sí hicieron, con mayor o menos profundidad y credibilidad, con el tiempo, y que lograron que sus imágenes públicas acabaran siendo muy diferentes al sambenito eterno que arrastra el sartreano Leopoldo Panero.
Es fácil tirar de tópicos con el poeta, y es casi comprensible que el ciudadano medio lo haga, pues digiere lo que consume. Pero es criticable, y muy descorazonador, que desde las universidades y centros de estudio no se pongan en duda, en general, los límites de tales tópicos. Ahora, con motivo de este aniversario, puede ser buen momento para ir un poco más lejos de los tópicos, en las reflexiones sobre Leopoldo Panero y su genial familia.
Los Panero han tenido siempre más espectadores que lectores, apuntaba Huerta Calvo. Si convertimos al poeta en esa metáfora o cruce de metáforas antes repasada, jamás será adecuadamente valorado como poeta y como persona. Recordemos aquella mítica frase de Albert Camus en la que aludía a censores que nunca hicieron otra cosa que colocar sus sillones en el sentido de la historia, pensando en su admirado amigo-enemigo Sartre. Visto lo visto, parece que Leopoldo Panero no orientó adecuadamente su sillón. Leopoldo Panero tenía el sillón desorientado.
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