Luchó una vez por regresar de la muerte y otra vez, tiempo después, por volver a la vida. A sus 68 años, Carlos Páez Rodríguez, conocido por todos como Carlitos, sabe bien que una tragedia no inmuniza para otra y que sobrevivir es un trabajo constante. Hace ahora 50 años salió entero de la inclemente cordillera de los Andes, a 3.570 metros de altitud y con temperaturas por debajo de los 30 grados; posteriormente, le dio a la muerte un segundo esquinazo en un entorno mucho más amable: la cálida capital uruguaya, Montevideo, y las glamurosas playas de Punta del Este, donde atravesó esa “otra cordillera” de las adicciones (alcohol, drogas, psicofármacos…) que, asegura, le supuso más penalidades que la gran espina dorsal de Sudamérica.
De ambas experiencias en el límite se trajo un rosario de gruesas cuentas con el que rezaban los supervivientes en un mísero y frío fuselaje de avión en mitad de la nada, y una frase de San Francisco de Asís: “Empieza por hacer lo necesario, luego haz lo posible y te encontrarás al final haciendo lo imposible”. En videollamada con EL ESPAÑOL | Porfolio desde Montevideo, mira al rosario y añade: “Eso es exactamente lo que hicimos: lo necesario, luego lo posible y terminamos con lo imposible. Y es también lo que hice después yo solo con las drogas”.
De la tragedia de los Andes de 1972 se han hecho tres películas (Juan Antonio Bayona ultima una nueva para Netflix), nueve documentales y 26 libros, entre ellos “La sociedad de la nieve”, de Pablo Vierci, publicado ahora en España por la editorial Alrevès y que fue la réplica de los supervivientes al controvertido clásico “¡Viven!” de Piers Paul Read.
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La de los Andes está considerada la historia de supervivencia más grande del siglo. La protagonizaron 16 jóvenes de entre 18 y 36 años, en su mayoría exalumnos del colegio católico Stella Maris de Montevideo y varios de ellos jugadores de rugby; los únicos que regresaron de un pasaje de 45 personas que, por un error de cálculo del piloto, acabaron estrellados el 13 de octubre de 1972 en un punto inaccesible y rodeado de nieve en la frontera entre Chile y Argentina.
Dados por muertos excepto por algunos familiares, sobrevivieron 72 días alimentándose de la carne de sus compañeros fallecidos (a quien pregunta, Carlitos responde: “No, no sabe a nada”), forjando una sociedad basada en la colaboración y lanzándose a lo desconocido una vez asumieron que el mundo los había olvidado. El 23 de diciembre de aquel año, tras diez días de épica caminata por la cordillera, Nando Parrado y Roberto Canessa llegaron a la 'civilización'. Parrado aún tuvo que subir a los helicópteros de la Fuerza Área Chilena, cuyos pilotos no daban crédito a la ruta que les indicaba; desde los cielos lo vieron aparecer sus compañeros del fuselaje como al mismísimo redentor.
"Pobre niño rico"
Al momento del accidente del Fairchild FH-227D llegó Carlitos con muy malas cartas; muchos no hubieran dado un duro por su supervivencia. Con 18 años era el puro estereotipo de “pobre niño rico”: “Era un chico bastante malcriado y consentido -explica-. Yo no servía para nada, desayunaba en la cama y tomaba tres antidepresivos al día; tenía todavía niñera, que fue la que me hizo la maleta antes del viaje. No sabía absolutamente nada de la vida. Mi abuela me malcriaba y mi padre era famoso, algo que tampoco es fácil a esa edad”.
Carlos Páez Vilaró, pintor, amigo de Picasso y de personalidad arrolladora, se dejó la piel en la búsqueda de su hijo, pateándose toda la precordillera andina con una fe que todos alrededor tildaban de vesania. Pero entonces, antes de la catástrofe, la situación familiar no era la ideal: el divorcio de sus padres cuando Carlitos tenía 13 años le marcó profundamente en el ambiente conservador del exclusivo barrio de Carrasco. “En aquella época el divorcio era muy condenado, sobre todo para nosotros, que veníamos de un colegio católico. De 400 alumnos, sólo cuatro teníamos padres divorciados. Nos decían que nuestros padres irían al infierno y hasta te sentías condenado por los otros chicos”, añade.
Sin embargo, la hipocondría del adolescente, sus problemas de adaptación familiar y las pastillas desaparecieron durante los 72 días en los Andes: la enorme tarea de seguir con vida hizo que todo palideciera. “Para mí fue un renacer -remarca Carlitos-, me di cuenta de que tenía recursos, servía para algo útil”. El benjamín del grupo lideró el rezó del rosario, se encargó de la pelota de rugby que servía de orinal, cosió los sacos de dormir para la expedición de Parrado y Canessa y, ante todo, mantuvo alta la moral con sus dotes de relaciones públicas y su bonhomía: “Yo era un poco como aquel personaje de ‘La vida es bella’ que tenía esa inconsciencia y buen humor en el campo de concentración”.
Mientras otros daban por perdida la suerte del grupo, Carlitos seguía bronceándose al sol de los Andes en la esperanza de estar pronto inaugurando la temporada de balneario en Punta del Este. “Puede parecer un acto frívolo, pero era también un acto de esperanza y de ilusión”.
El verano arranca en Punta del Este, la Marbella uruguaya, el 22 de diciembre. Y, efectivamente, en la temporada del 72/73 ahí estuvo Carlitos, bronceado, muy delgado, de regreso de la muerte, agasajado por todos y con un vaso de whisky en la mano cada día, cada noche. Había cumplido 19 años en la cordillera y se jactaba como joven que era de no haber pasado un día sin su trago. ¡Bien se lo merecía tras las recientes penurias! Pero a aquel verano de desparrame siguieron muchos otros y al alcohol (“la madre de todas las drogas”, añade) le siguió la cocaína y el abuso constante de psicofármacos. Durante años, especialmente en los 80, Carlitos fue el perfecto adicto.
“No tiene que ver con la cordillera; quizás yo era adicto ya de antes y lo hubiera sido de todos modos. Lo que pasa es que la cordillera fue un pasaporte que me permitió hacer cualquier cosa. Si en ese momento agarro y mato a una monja, hubieran dicho que, pobrecito, con lo que pasó allá tiene derecho a hacerlo. Todo se me permitía”. Dicharachero y atractivo, la celebridad sobrevenida por el accidente le convirtió en un exponente de la noche de Punta del Este.
“Para mí fue un renacer, me di cuenta de que tenía recursos, servía para algo útil”
“Yo era un crío y evidentemente creía que podía con todo. La gente estaba pendiente de mí y en cierta manera yo competía con la fama de mi padre. Todo hijo quiere emular o competir con su padre y yo tenía una historia que me daba esa oportunidad. Me creía el dueño del mundo, así que tuve que volver a aprender una vez más lo que, al parecer, no había aprendido en la cordillera”.
Vivir para las drogas
En los 80, Carlitos era un poco de todo: empresario, publicista, marchante de arte… Luego, en verano, de diciembre a marzo “me la pasaba como un pijo, como dicen en España, en Punta del Este”. Ya entonces, dice, “vivía por y para las drogas”. Las adicciones lo alejaron de su familia, de su hija María Elena y hasta de los otros supervivientes. “Las drogas te alejan del mundo civilizado, empiezas a juntarte con gente que está en otra cosa y eso te va alejando del resto. Uruguay, además, es un sitio muy pequeño, donde todos se conocen. Uno de los supervivientes, no diré quién, me vino a condenar porque yo estaba dejando el nombre del grupo en mal lugar. Años después me pidió perdón”.
En su peor etapa lo único importante era no perder de vista la coca. La llegó a portar metida en el pasaporte, bien a la vista, en los aeropuertos, por pura inconsciencia. En otra ocasión, un amigo suyo, “por hacerme una broma, me llamó al teléfono y me dijo: Carlitos, somos de la Policía, te vamos a buscar; y yo, en vez de tirar la cocaína, puse la cama frente a la puerta, agarré una escopeta que tenía de mi abuelo y dos pistolas, y me puse a tomar cocaína apuntando hacia la puerta”. Todos esos recuerdos, confiesa, son “bastante dolorosos”, mucho más que las tristes y largas noches a 3.500 metros en la inmensa soledad de los Andes.
Poco a poco, al filo de los años 90, fue abriendo los ojos y se vio en medio de esta nueva y negra cordillera, sin Parrado ni Canessa, sin compañeros que salieran a caminar por él. “Mirando hacia atrás, a nuestra historia en los Andes, que fue una historia de lucha por la vida, pensé ‘no puede ser que me esté metiendo en un proyecto de muerte’”, rememora.
En aquel entonces, en un sótano de una oscura calle de Montevideo, el sacerdote español Lucas Alberto del Valle, coordinaba los grupos de Alcohólicos y Narcóticos Anónimos. Allí fue a recalar Carlitos. “Me dijeron que sólo uno de cada cien cumplía un año sin consumir y recuerdo que me agarré de esa frase y me dije: yo voy a ser ese uno de cada cien. De la droga es muy difícil salir, por eso yo escribí luego un libro titulado ‘Mi segunda cordillera’. Si puedes ahorrarte ese trabajo, no entrar en las drogas, mejor, porque después de ellas tienes que volver a aprender a vivir”.
Un año después, Carlitos era ese uno entre cien. Y un 19 de enero puso rumbo a Punta del Este, el epicentro de su desparrame personal, la ciudad de vacaciones donde había reinado entre sus antiguos amigos de la droga. Apenas llegó, con un día espléndido, tomó el auto de vuelta a Montevideo.
“Son sólo 100 kilómetros, pero sentí que estaba cruzando el desierto. Llegué a tiempo para la hora en que abría el grupo de Narcóticos Anónimos, y allí, y no en Punta del Este, que para mí era mi vida, encontré a la gente que me entendía, en ese lugar que es el más gris de Montevideo, en un sótano donde ese cura nos daba la oportunidad de reunirnos. Nos colocábamos alrededor de una mesa ping-pong y yo recuerdo que comparaba esa mesa con las aspas del helicóptero que nos había rescatado en los Andes, porque para mí esa mesa era el camino de la libertad. En ese sitio entendí lo que era realmente el amor y lo que era darse al otro”.
Abandonar la adicción, opina Carlitos, es como quitarse el salvavidas en medio del océano. Aprender a sobrevivir de nuevo. En torno a su primer año “limpio”, se embarcó en la gira de promoción de la película “¡Viven!” (Frank Marshall, 1993), que supuso un nuevo 'boom' de celebridad para todos los supervivientes. “Como yo tengo esa facilidad para las relaciones públicas, me pidieron que yo fuera uno de los que tuviera contacto con la prensa y así viajé por distintos sitios. Y la primera cosa que me vino a la cabeza fue: bueno, voy a ir en primera clase tomando champán. Así que fue duro transitar por eso estando limpio”.
"La cordillera fue un pasaporte que me permitió hacer cualquier cosa"
A esa gira le acompañó su hija María Elena, recuperada tras los años ciegos de la droga. Luego vendría otra esposa y otro hijo. Ahora, además, vive rodeado de sus tres nietos “y medio”, pues una está en camino. “Nunca más recaí y ya llevo 32 años limpio de alcohol y drogas; el 29 de octubre cumplo 33”, precisa. La película “¡Viven!”, como a muchos de sus compañeros de fatigas andinas, le proporcionó la oportunidad de ser conferenciante por todo el mundo.
En esas charlas, Carlitos habla de una y otra cordillera. A los supervivientes se les ha acusado en alguna ocasión de lucrarse de aquel drama, pero, replica el uruguayo, “yo no peleaba por Hollywood, porque me interpretara John Malkovich, ni por escribir libros, ni porque ahora me estuvieras entrevistando, sino por una cosa muy simple: teníamos que cumplir con el más sagrado de los derechos, que era el derecho a la vida y el derecho a volver a casa”.
50 años del milagro
En la cordillera aprendió, además y sobre todo, que la salvación venía de la humildad. “Se nos ha comparado con el caso de los mineros de Chile, pero a nosotros nos dieron por muertos, no nos rescataron los helicópteros, fuimos nosotros a buscarlos -relata-. Yo aprendí que en la vida hay gente que deja que las cosas pasen y hay gente que hace que las cosas pasen. Y nosotros hicimos que pasara. Uno es tan arrogante que piensa que el mundo se detiene cuando te sucede algo, pero el mundo sigue y entenderlo requiere humildad. Nosotros supimos que no existíamos para nadie y eso en el fondo fue una buena noticia, porque nos dimos cuenta de que la historia dependía de nosotros”.
¿Y de Dios? “A mí me gusta mucho el titular de la prensa chilena de entonces: ‘Dios era el copiloto’. Sin duda fue parte de esta historia, pero no fue quien la resolvió; él nos dio las herramientas para que la resolviéramos nosotros”.
El día 13, a los 50 años del accidente, los 15 supervivientes vivos (Javier Methol murió en 2015) celebrarán el ‘milagro de los Andes’ con el clásico partido de rugby de los Old Christians y un asado. La expectación es enorme, con medios gráficos de todo el mundo. Por ahí se cruzarán Nando Parrado, que durante años siguió jugándose la vida como piloto de carreras, y Roberto Canessa, que lleva décadas ayudando a alumbrar vida como cardiólogo pediatra.
Estarán también, entre otros, el simpático Zerbino, los carismáticos primos Strauch, el rocoso Vizintín y el espigado Roy Harley, que estaba ya al borde de la muerte cuando las aspas del helicóptero de la Fuerza Aérea resonaron como música celestial sobre el valle glaciar en el que todavía hoy una cruz recuerda a los fallecidos.
Para Carlitos, la efeméride no es motivo de tristeza y sí, en cambio, una buena ocasión para reforzar su mensaje: “Cada uno tiene su propia cordillera, yo la mía, tú la tuya. Quizás la nuestra tiene más marketing que las otras, pero todo estamos permanentemente viviendo y sorteando obstáculos. Ahora se habla mucho de incertidumbre: por la pandemia, la guerra, la vida misma. Yo he dado miles de conferencias sobre la incertidumbre, porque nosotros vivimos en la incertidumbre peleando un día a la vez; en la medida en que vos hagas mucho en el día de hoy, estás generando la esperanza del mañana. Se trata de vivir con pasión el día de hoy, de vivir lo mejor que se pueda, de vivir sin alcohol, de vivir sobriamente, de amar lo más que se pueda, de trabajar lo más que se pueda, de reír lo más que se pueda. Es de lo que se trata y es lo que yo aprendí”.
Eso y la frase de San Francisco de Asís que lo acompaña desde entonces: “Empieza por hacer lo necesario, luego haz lo posible y te encontrarás al final haciendo lo imposible”.
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