El señor Cruyff
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De algún modo, Cruyff fue nuestra sueca. Me refiero a los niños que no habíamos cumplido los diez cuando el futbolista llegó a España. Demasiado pequeños para padecer los retortijones de Landa o Sacristán con las turistas en bikini, la primera persona rubia y extranjera que nos atrajo fue Johan Cruyff. Y por hacer algo que nosotros hacíamos: jugar, jugar al fútbol.
Caigo ahora en que fue también la primera vez que oímos hablar de muchos “millones de pesetas”, en aquel tiempo en que lo máximo que daban en el concurso estrella, el Un, dos, tres, era uno solo; que además se desvanecía al lado del gran premio: “el coche”. Con Cruyff empezamos a pensar en el dinero en metálico, y pagado –aunque no sin cierto capricho, lo que nos lo mantenía inalcanzable– por algo relacionado con la excelencia.
Recuerdo al dueño de la zapatería del barrio, que a la vez que empezaba a vender botas de futbolista como rosquillas se quejaba de la poca hombría de los jugadores en comparación con los toreros. Era comerciante y aún se daba en su cabeza un conflicto entre los viejos valores y el mercado. Cruyff, con sus millones y su figura de ídolo pop, seductor, irresistible, aceleró el proceso.
Yo sé lo que es jugar en un equipo en el que jugaba Cruyff. Al colegio llegó un niño de melenita rubia al que le pusimos ese mote, porque además era muy bueno, y había una convicción mágica de que estábamos seguros. No conozco en aquella época otro contagio de la tele en la realidad. Lo demás eran remedos, pero nuestro “Cruyff” funcionaba. Nos gustaba estar en el campo, con aquel sol moviéndose.
El Cruyff de verdad supo hacerse mayor, envejecer (lo poco que ha envejecido). Mantuvo la elegancia, y cada vez fueron más palpables su personalidad, su inteligencia, ya en el formato prosaico de un señor con traje. Quienes al final no hemos sido aficionados al fútbol ni tenemos conocimiento pudimos hacernos la idea –por las crónicas, por lo que atisbábamos– de que, como entrenador del Barcelona, era una especie de director de orquesta: dirigía y aparecía música en el césped. O un ballet que acababa en goles.
Gracias a El Mundo hemos podido leer un artículo de Josep Pla de 1974, formidable. A Cruyff lo llama “el señor Cruyff” y alaba en él su “decisión de no hacer cosas inútiles, geniales o descabelladas”; y la “mezcla de observación, de inteligencia, de habilidad, y de decisión” que tiene el ser humano “cuando hace una cosa en serio”. Me he acordado otra vez de lo que para Nietzsche es la madurez del adulto: “haber reencontrado la seriedad que teníamos de niños al jugar”. Cuando lo sabíamos llegó, y ahora nos deja.