Aún queda algo de esa curiosidad infantil en las personas. El asombro en los ojos al descubrir algo, de manera solitaria, un tesoro magnífico que parecía estar esperando. Toda una vida allí esperando a ser hallado por alguien. Un pequeño placer que se esconde en los pequeños destellos de belleza cotidiana, pero también cuando en un camino voluntariamente errático aparece un extraño brillo extraordinario. Como buscar conchas en la playa, escuchar una melodía de alguna forma biográfica en la lejanía o deambular por las calles de Venecia tras el anochecer cuando todo es silencio salvo el murmullo del agua en los canales. Sorpresas diminutas y brillantes, sin público, que constituyen un pequeño placer justificadamente egoísta. De esa mirada llena de ilusión infantil, aunque se refleje en los ojos de un anciano, nace la enorme emoción que agita el cuerpo provocando ese sentimiento que definimos como ilusión.
En este mundo contemporáneo de modernidad líquida y sociedades globales fluidas, parece que todo está descubierto, y como consecuencia no hay ya lugar para la ilusión, menos aún si esta tiene cualquier atisbo de alegría infantil. Jugar y descubrir, como Jack Lemmon en El apartamento escurriendo los spaghetti con una raqueta de tenis, sonriendo con las pequeñas cosas que parece que ya no producen sorpresa.
Sorpresas en A Coruña
La ciudad pocas veces sorprende. Una ciudad opera cambios lentos y circunstanciales, lo que los convierte es previsibles. No es fácil sentir ilusión por la ciudad ya conocida, la que se recorre de manera automática, en la que todo parece estar en su sitio. O no. Puede que un día, al pasear por un lugar conocido, aparezca un ligero indicio de algo diferente, algo que aunque siempre ha estado ahí pero por alguna extraña razón había pasado desapercibido. Esta es la historia de un edificio oculto en la ciudad de A Coruña.
Los cuentos requieren una cierta mirada de ingenuidad, un ejercicio de confianza infantil para dejarse sorprender. Un día consultando información en GoogleMaps, apareció algo extraño, una forma singular dentro de una manzana, una mancha oscura. Las calles que lo rodeaban no mostraban nada excepcional, sin embargo, había una extraña construcción en forma de ataúd, con unas dimensiones gigantescas.
Este edificio, situado en Los Castros en la Calle Vales Villamarín, es tan sólo un bloque de viviendas, con una anomalía en su patio: esa mancha en forma de ataúd. La tipología arquitectónica con planta en forma de ataúd es sólo habitual en un uso muy concreto: teatros. En parcelas alargadas, en las que no es posible una distribución clásica en hemicírculo o hemi-elipse, la forma de ataúd permite organizar un espacio direccional en el que los espectadores puedan ver el escenario desde cualquier punto con facilidad. Este es el caso del teatro Real de Madrid, que no presenta una morfología de un teatro clásico, sino una adaptación a las circunstancias.
Un proyecto complejo
El extraño edificio de la Calle Vales Villamarín, es un bloque de viviendas encargado por Claudio San Martín al arquitecto Jacobo Rodríguez Losada. Se trata de un proyecto que tuvo dos versiones debido a varios factores como la topografía, el cambio de planeamiento y de las necesidades del promotor. Sin embargo en ambas se mantuvo una cierta organización en corralón, una tipología para bloques de vivienda de la que existieron algunos ejemplos en la ciudad y que, sin embargo, eran muy comunes en otras ciudades con más inmigración del rural durante las décadas de los años 40 o 50.
El primer proyecto era una propuesta con menor altura y menos aprovechamiento urbanístico, mientras que la segunda, de mayor entidad, se trata de un bloque más moderno, una promoción inmobiliaria que bien podría ser contemporánea. La segunda opción, que fue finalmente construida, es un conjunto de viviendas sencillo, sin más pretensión que resultar funcionales, cómodas e higiénicas. Se trata de viviendas de renta limitada, casi mínimas y correctas. Mirando la planimetría del proyecto, se podría apuntar que no hay mayor análisis posible que el meramente sociológico que se pueda corresponder a 1960, y sin embargo hay una discordancia que rompe la homogeneidad, que transforma lo cotidiano y neutro en fenomenológico.
Quizás como en aquel otoño de 2006 cuando Bansky decidió jugar con los museos de Manhattan, el visitante observaría un espléndido óleo costumbrista inglés, una delicada pieza del flamenco más exquisito, un magnífico retrato clásico mostrando el naturalismo del claroscuro y una mujer de maravillosa vestimenta sobre un fondo marmóleo con ¿una máscara de gas?
Viviendas, viviendas y un objeto extraño en la sección. Un objeto en forma de pequeño edificio de sección apuntada típica de una iglesia o de un equipamiento deportivo. Y sin embargo es un cine. Conocido como el Cine de los Castros esta pieza se inserta forzadamente en el patio de manzana del edificio como parte del programa de la promoción inmobiliaria.
Imágenes del proyecto de viviendas de Claudio San Martín. Archivo Rodríguez-Losada
La pieza del cine constituye una estructura muy singular en cuanto a morfología y estructura. Su sección en forma de arco apuntado destaca respecto de la homogeneidad que presenta el resto del edificio. La singular estructura fue diseñada por Juan María Martínez-Barbeito, y ejecutada en hormigón armado. Se trata de una construcción que, descontextualizada, no provocaría mayor interés. Pero es precisamente su ubicación, modesta en un patio de manzana, la que convierte esta pieza en absolutamente singular. Si bien es cierto que según el testimonio de los vecinos fue escasamente utilizado como cine, sí lo fue como sala de baile y para algunos eventos festivos.
Desde hace unos años ésta permanece cerrada. Resulta sorprendente no sólo la aparición de esta pieza, casi asfixiada en medio de las viviendas, sino por el hecho de incorporar un uso como el cine dentro de un edificio contemporáneo, algo más típico de las actuales promotoras agresivas con objetivos completamente diferentes. El cine de barrio era una práctica común en las décadas de los sesenta y setenta como evento colectivo. El cine de barrio, aunque bajo el yugo de una dictadura censuradora y opresora, permitía ampliar la cultura social a través del cine creando un nexo común a toda una generación y educando de alguna manera la mirada sensible al séptimo arte.
La construcción de la ciudad
Los paseos por la ciudad aún pueden ser una aventura de lo cotidiano. Es cierto que se puede descartar que detrás de una fotocopiadora aparezca un camino secreto a la mente de John Malkovich como en cómo ser John Malkovich, pero siempre quedan pequeñas sorpresas ocultas. Quizás porque están ahí y pasan desapercibidas, como situarse en los focos de la elipse de la plaza de San Pedro en el Vaticano y ver qué le ocurre a las columnatas o porque alguien hace que lo sean, como Cristo que crea caminos sobre el agua o nuevos paradigmas perceptivos dentro de una realidad monótona.
La ciudad no es un escenario funcional, sino que se compone de numerosas capas que son capaces de generar relaciones transversales ente sí, de forma constante e involuntaria. Cualquier lugar puede estar revestido no sólo de su estructura formal y funcional sino de un momento emocional: ahí vivieron tus abuelos justo después de casarse, en esta cafetería me dejó aquel novio aburrido, de pequeño te parabas siempre delante de esta estatua porque te daba miedo… y una colección larga de pequeñas historias que podrían ser casi un conjunto de polaroids. Estas convierten la ciudad en una construcción emocional de historias individuales y colectivas, un lugar como otro que siempre tiene espacio para las ilusiones.