La experiencia de pasear por la ciudad es una actividad sensorial, especialmente cuando en ella la presencia de la naturaleza es intensa, como en A Coruña, donde el mar define hasta los colores del equipo de fútbol local. Hacía calor, y el paseo al borde del mar era un lujo sincero, con una melodía difusa de fondo, tan contemporánea que se convertía casi en ruido blanco, aunque en algunas ocasiones en una segunda capa, alguna melodía parecía tener unos años de antigüedad.
Los sonidos parecían aquellos de la Gata Cenerentola (Roberto de Simone, 1976), en el que el Secondo Coro delle Lavandaie (segundo coro de lavanderas) comenzaba con una intensa percusión provocada por el golpeo de la ropa seguido de las voces de las lavanderas en una desincronización armónica entre sí con un peculiar dialecto napolitano: ‘stu vul’o e ‘stu ssunna’. Una melodía que viajaba en el tiempo y reaparecía en trabajos como los del grupo japonés OOIOO de post punk rock electrónico.
Esta estrategia de viaje en el tiempo que en la música es especialmente dinámica, resulta aplicable a la arquitectura, aunque con ciertos matices propios de la disciplina. La actividad sensorial al experimentar una arquitectura está llena de esas interferencias viscerales, y de las lecturas e influencias que se entretejen a través del tiempo. Quizás no tan intensa como John Cage, Roberto de Simone o OOIOO, la experiencia de la arquitectura y el lugar son la base de la memoria sobre la que se construye la ciudad.
La red de lavaderos de A Coruña
En el siglo XIX era común que en las ciudades existiese una red de lavaderos populares. Cada barrio solía contar con uno, ya que se trataba de una necesidad básica, y formaba parte de los equipamientos que por demanda popular o por iniciativa del ayuntamiento terminaban formalizándose. Los lavaderos solían ubicarse en un espacio público, generalmente en una esquina de una manzana o una plaza pública en la que la traída o evacuación del agua fuese posible.
En A Coruña existía una amplia red de esta tipología de construcciones: calle del Lagar (1903), Elviña (1951), Mesoiro (1951), Braña de Someso (1961), Pedralonga (1953), Monelos (1914), Falperra (1912), Corgo (1913), Corrales de Monelos (1912), Moura-La Silva (1918), Nelle (1910), Peruleiro (1910), Navarra (1915), Castiñeiras de arriba (1901), San Roque de Afuera (1912), Santa Margarita (1912), Suxán (1914), San Dego (1914), Adelaida Muro (1935), Maestranza (1948), Boliños de San Amaro (1915), Xubias (1911), Bens (1954), O Portiño, Someso, Puente Pasaje y dos más en Palavea (estos últimos sin fecha exacta de construcción). Con el paso de los años, estas construcciones han ido desapareciendo del ámbito urbano al resultar obsoletas. En algunos casos han dejado su hueco y en otras éstas han sido reemplazadas por otras construcciones. Al tratarse de piezas casi instantáneas y cuya actividad era realizada por un colectivo muy concreto (mujeres de clase baja y media), con la llegada de la tecnología se convirtieron en piezas funcionalmente frágiles, con un valor arquitectónico o espacial trasladado al segundo plano del olvido.
De entre todos ellos hay uno que destaca especialmente por ser una pieza arquitectónica singular, y con un proyecto de lenguaje extranjero para una Coruña virtualmente decimonónica. Aunque su referencia lingüística quizás no estaba tan lejos, pero la historia comienza unos años antes de que la llamativa construcción ecléctica fuese terminada. En 1864, la fuente del Caramanchón se acomoda a las nuevas necesidades del barrio, realizando una profunda reforma (aspecto que el ayuntamiento ya había registrado en 1851) de sus instalaciones que se encontraban en la parcela que ocupa actualmente el conjunto de las escuelas Eusebio da Guarda. Tras la reforma de consolidación, Juan de Ciórraga redacta un proyecto en 1865 que culmina con su inauguración en 1866. La construcción de esta pieza, responde a una reestructuración de los lavaderos de algunas áreas de la ciudad, definiendo un organigrama que apenas estaba comenzando, ya que el periodo de mayor construcción de esta tipología llegará en la segunda década del siglo XX.
Un lavadero en el Orzán
El lavadero del Caramanchón inaugurado en 1866 tendrá una vida corta, ya que resultará derribado como consecuencia de la renovación de la zona, el desmantelamiento de la fortificación preexistente y la construcción de las escuelas. A pesar el poco tiempo activo, estaba sólidamente construido con piedra de Chans (Meicende, Pocomaco), la pila era de mármol blanco italiano y el suelo de betún. Su capacidad era de casi 30.000 litros, lo que permitía que fuese utilizado de manera ininterrumpida a cualquier hora del día.
En la primera década del siglo XX se realiza el proyecto de sustitución del lavadero de Caramanchón, proponiendo una nueva ubicación en el Arenal de Orzán. El proyecto, redactado por el arquitecto municipal Pedro Mariño (autor entre otros del Palacio Municipal de María Pita, el Cementerio de San amaro o la Casa del Sol), es un obra de estilo ecléctico. El eclecticismo es un estilo de mezcla lingüística, pero de estructura sólida, una forma de hacer arquitectura sin adaptar el lenguaje al contexto, sino transformándolo desde una interpretación simplificada de la identidad tipologica. Es decir, si el objeto de diseño es un palacio, éste incorporará elementos lingüísticos arquitectónicos que se asocian a la arquitectura palaciega, si se trata de una construcción vinculada al lugar se la dotará de ornamentación o composición regionalista.
Es un estilo mutable pero que vincula de mediante una lectura somera la estética a la tipología, produciendo en muchos casos interpretaciones erróneas o malentendidos identitarios, que en muchos casos tiene que ver con su antigüedad o con lo que subjetivamente un individuo puede entender por lenguaje arquitectónico regionalista o lenguaje arquitectónico aristocrático.
El lavadero de Orzán se situaba en la Calle Cordelería en el actual número 46. Su superficie era mayor que su predecesor llegando casi a los 300 metros cuadrados, e incorporando secadero. Lo curioso de esta pieza es que dada su posición urbana en una zona emergente, y de futura modernización: se acababan de derribar las murallas que ocupa la actual calle Juana de Vega y la fortificación del Caramanchón. El volumen diseñado por Pedro Mariño, está construido en fábrica de ladrillo y estructura de madera pinotea, formando un edificio de planta casi cuadrada culminado con cuatro torres en cada una de las esquinas. Es reseñable su definición estética y su composición. En un primer vistazo parece un edificio de referencias lingüísticas nazaríes, pero probablemente no sea necesario viajar demasiado, ya que en Betanzos, el Matadero diseñado por Juan Álvarez Mesa en 1902 y reformado por Julio Galán Carvajal en 1904 presenta una portada con una composición similar.
Es natural que, de alguna forma, los elementos de estructura ligera y los arcos de herradura, se asocien al regionalismo arquitectónico, puesto que se encuentran dentro de la herencia cultural española. La transgresión lingüística del eclecticismo frente a la composición arquitectónica más dogmática, permite una libertad estética e interpretativa de las que este edificio es ejemplo. Se trata de un edificio destinado a equipamiento, con una tipología de actividad doméstica por lo que se asocia a un eclecticismo regionalista. Se utilizan arcos de herradura para la fachada principal permitiendo así que se resalte, paralelamente se dispone una composición partida compuesta por un zócalo y un cuerpo superior que se articula con las torres en esquina. La composición volumétrica tiene un carácter castellano que, sin embargo, se remata con una estructura de madera independiente a cuatro aguas en cada una de sus torres, que recuerdan la forma de construir este elemento arquitectónico en el sur de España y más específicamente un cierto gesto evocador de las cubiertas del Patio de los Leones de la Alhambra.
La complicada estética de este edificio resulta sorprendente por tratarse de un volumen cuya tipología no suele envolverse de una expresión arquitectónica tan detallada. Los lavaderos tradicionales, eran una construcción popular muy común en cualquier municipio. Era tal el número de éstos (habitualmente uno por cada barrio de la población) que su definición arquitectónica era de una materialidad honesta respondiendo a una estética que ahora puede interpretarse como vernácula, pero entonces no era más que la consecuencia de las técnicas constructivas tradicionales de la zona. Por esta razón resulta destacable que en algunas poblaciones los lavaderos situados en determinadas áreas de la ciudad estén dotados de una identidad propia, con un lenguaje arquitectónico que deriva en una cualidad estética propia de otras tipologías arquitectónicas municipales como los mercados o las escuelas.
El lavadero estuvo en uso durante varias décadas. Las pilas de lavado se habían trasladado desde el lavadero antiguo, eran de mármol blanco, una piedra muy resiliente para este uso. Además las instalaciones eran muy modernas para la época, permitiendo secar la ropa en el interior del edificio, a diferencia de otros lavaderos de la ciudad como el de la Falperra en que la ropa se extendía ‘al clareo’ fuera del mismo. Si bien es cierto que su modernidad no era tan avanzada como el lavadero Higiénico de Fernández Latorre (1905), se trata de una pieza de gran singularidad en la ciudad.
En su guía del abandono, Smiljan Radic explicaba que "La construcción del abandono está sujeta a una obsesión constructiva demoledora: hacer aparecer para hacer desaparecer". Las tipologías frágiles, utilitaristas que responden a las necesidades puntuales terminan por convertirse en arquitecturas efímeras, cuya desaparición puede estar o no justificada por determinadas coyunturas. El lavadero fue demolido en 1966 debido a un estado calamitoso y a la necesidad de expansión de la ciudad. La ausencia de mantenimiento que llevó el edificio a ese estado es el resultado de una deriva tipológica que camina hacia la obsolescencia, quedando únicamente su envolvente estética. Una envolvente de rasgos singulares, ajenos pero adoptados por la ciudad.
"Los otros, me decía un pordiosero, encuentran placer en avanzar; yo en retroceder" Emil Cioran, La Tentation d’exister. Así pensaba este personaje en sus paseos por la ciudad, errante y rutinario, definiendo una construcción abstracta del paisaje urbano. Una herramienta, la de la experimentación de la ciudad a través de las interferencias, que como en la música de Cage permiten una lectura no sólo en términos arquitectónicos o históricos, sino también sociales o sensitivos. Quizás el coro de lavanderas aún sigue dibujando con sus percusiones y sus cantos, una arquitectura que fue.