El 7 de octubre de 1991 moría en Barcelona José María Fonollosa (1922-1991), un poeta de la posguerra, un autor oculto. Ese día sobre la mesa de su escritorio había varios borradores, un pequeño texto a lápiz de lo que parecía ser un testamento y un poema. Críptico y revelador escribía:
“No a la transmigración en otra especie.
No a la post vida, ni en cielo ni en infierno.
No a que me absorba cualquier divinidad.
[…]
Porque esos son los juegos para ingenuos
en que mi agnosticismo nunca apuesta.
Mi envite es al no ser. A lo seguro.
Rechaza otro existir, tras consumida
mi ración de este guiso indigerible.
Otra vez, no. Una vez ya es demasiado.”
Fonollosa es uno de esos poetas secretos como lo fueron Cavafis o Pessoa, ya que su obra se publicó relativamente tarde con respeto a su producción. Sus poemas permiten profundas reflexiones y guardan una cierta relación con su idea de la ciudad como en el poemario “Ciudad del hombre: New York” que popularizarían años después Joan Manuel Serrat y Albert Pla con
Robe Iniesta (Extremoduro) en sus respectivos trabajos musicales. Su condición secreta u oculta, la presencia del urbanismo de Nueva York o Barcelona, y la voluntad que se desprende de su último poema por ausentarse como soslayo de un existir intransigente, describen una posición muy cercana a la arquitectura de la ciudad.
La estructura de la ciudad es el soporte de la vida a lo largo de los años. Una construcción colectiva con espacios para la convivencia de sus ciudadanos, lugares próximos y lugares que desaparecen sin voluntad de volver porque como en el poema de Fonollosa rechazan otro existir. Un “no ser” que se justifica en una presencia consumida que no es capaz de digerir su destino urbano y que por lo tanto se la condena a desaparecer en favor de poner fin a una existencia doliente. Sólo en esa circunstancia, sin razonar las motivaciones que la provocan, se crea la narrativa que compone la vida urbana.
Arquitecturas en proceso de transformación
El paseo por cualquier ciudad puede convertirse en una contemplación de pequeñas desapariciones o miradas sobre edificios que se encuentran en ese proceso de deseo hacia el “no ser”. Arquitecturas en pleno proceso de transformación y otras que se ocultan bajo edificios contemporáneos, aunque la memoria de su traza permanece. En A Coruña, como en el resto de ciudades, suceden procesos de transformación, de consolidación y de desaparición, etapas orgánicas incrustadas en la cronología de la vida
urbana.
Es sencillo detener ese paseo en cualquier punto de la ciudad, mirar una fachada y reflexionar sobre el lugar. Uno de estos puntos interesantes es el principio de la calle San Andrés de A Coruña: una zona ensanchada, soportales hacia un lado y convergencia de un abanico de calles estrechas cuya escala y estética contrastan con respecto a la continuidad de la calle principal. Extraño. O quizás sospechoso como para provocar un pensamiento reflexivo que busque dar explicación a la morfología de ese fragmento urbano.
En la convergencia de la Calle San Andrés y la Calle Torreiro, había un edificio singular que justifica ciertas anomalías.
El Palacio del Marqués de Almeiras
En la convergencia de ambas calles se encontraba el Palacio del Marqués de Almeiras (número 2 de la estrecha de San Andrés), un edificio monumental construido como residencia personal de Antonio Vicente Zuazo de Mondragón y Ron que era capitán de artillería y Primer Marqués de Almeiras. El edificio fue construido a finales del siglo XVIII (en torno a 1715), con los criterios estéticos y constructivos de la época. Arquitectónicamente era una pieza diseñada a la forma de los palacetes tardobarrocos que anticipaban el neoclasicismo como estilo representante de la monumentalidad.
Construido hacia el interior, con una distribución
sencilla y tradicional de dos plantas en las que primaba el patio y el jardín interior (de unos 800m2), el exterior se percibía como un volumen compacto de piedra de aspecto impenetrable. La fachada era, en términos compositivos muy plana, simétrica, con huecos recercados y ventanas a haces exteriores para propiciar la mayor entrada de luz natural. Además, su fachada principal hacia la calle San Andrés se abría mediante un balcón de forja sobre la entrada principal. El vestíbulo de acceso estaba caracterizado por una escalera imperial central que organizaba el punto de partida de la distribución de los espacios interiores.
La condición de monumentalidad propiciada por su estética, es decir, por la suma de composición y simbolismo material (el palacio estaba construido en cantería no revocada), marca una diferencia en la trama urbana. Una pieza que constituye un resalte en la continuidad constructiva de las fachadas, y por lo tanto provoca una hendidura en el espacio público frente a su fachada. Frente al monumento la ciudad se oxigena abriendo su trama frente a la escala de una construcción destacada. La calle Torreiro
funcionaba como vía auxiliar para acceso de carruajes, con la dimensión habitual de las calles del barrio de la Pescadería.
Cambios en el Palacio
En 1798, el edificio cambia de uso, y se convierte en fábrica de sombreros al ser adquirido por Juan Francisco Barrié d’Abadie, un empresario de origen francés que había conseguido su fortuna de diversas formas, comerciando con grano de Holanda, bacalao de Terranova y ya asentado en A Coruña en el comercio de las Antillas (eufemismo de “tráfico de esclavos” como indica el historiador Gil Novales).
Barrié invierte sus ganancias en la compra de la fábrica de sombreros Salabert que ubica en el “Palacio de Almeiras”. La posición del palacio era excelente para esta actividad ya que se encontraba dentro de un área que comenzaba a ser espacio industrial de la ciudad, pero al mismo tiempo tenía la morfología adecuada para ubicar una tienda próxima a los espacios comerciales como la calle Real o la calle San Andrés. La fábrica de sombreros Barrié, conocida popularmente como “fábrica de sombreros finos” transforma la fabricación de sombreros con mano de obra especializada de Lyon y la importación de materias primas de calidad especialmente piel de Rusia, llegando a producir hasta 22.000 sombreros al año. Esta fábrica, junto a la Real Maestranza de Mantelería constituían las primeras grandes fábricas de la ciudad, que además propiciaban el crecimiento industrial ya que se servían de otros comercios menores como la cordelería de Pedro Marzal.
La fábrica ocupó el edificio hasta 1840, con la excepción del año 1809 en que la guerra de independencia española trajo consigo la ocupación francesa y el Mariscal Jean de Dieu Soult (1769-1851) fijó este palacio como su residencia durante un breve periodo de tiempo, trasladándose posteriormente al Palacio de Capitanía en la Ciudad Vieja. Entre 1850 y 1855 el Palacio fue alquilado por la Diputación de A Coruña con una renta mensual inicial de 938 reales sufriendo una transformación interior profunda para readaptarlo como oficinas y sede de Gobierno Civil. Las obras son en parte impulsadas por la necesidad de sanear las inmediaciones del palacio e higienizar los espacios interiores. A pesar de la nueva morfología interior que transforma el uso residencial en administrativo, la adaptación no es suficiente y la diputación alquila en
1852 más superficie del palacio para ubicar la Academia de Maestros y el archivo del Gobierno. La desorganización administrativa y la posibilidad de utilizar otras edificaciones como el edificio anexo al Teatro Rosalía de Castro perteneciente a la Junta Municipal y provincial de beneficencia.
Un palacio destinado a desaparecer
La monumentalidad es una característica que no se pierde ni siquiera con el paso del tiempo y el Palacio de Almeiras mantenía la suya como aspecto identitario básico. A mediados del siglo XIX su fachada fue objeto de ensayos de iluminación eléctrica, especialmente durante los festejos por la vuelta al mundo de Casto Méndez Núñez, quien en 1867 completó la vuelta al mundo en la fragata blindada Numancia tras varias batallas como la de Callao.
Tras ser sede de algunas instituciones públicas como El Casino o el Liceo Brigantio, el Palacio fue adquirido en 1891 por la Cooperativa Militar y Civil. Esta institución conocida años después como la Cívico Militar permaneció en el Palacio hasta 1959 año de su definitivo abandono y derribo. La desaparición del edificio era inminente en 1958 y el alcalde Alfonso Molina propone el traslado de su fachada a la plaza de Azcárraga, pero su fallecimiento impide que se esta se lleve a cabo. El Palacio es adquirido por una empresa que derriba el palacio y edifica un bloque de viviendas en su lugar.
El urbanismo del silencio
Los edificios que desaparecen dejan su huella en la trama urbana como memoria de una voluntad a veces ajena a ellos mismos. El Palacio de Almeiras fue una pieza arquitectónica referencial durante dos siglos, creando una morfología urbana que se condenó a la transformación. Una arquitectura como tantas otras que rechazaron esa ‘transmigración en otra especie’, en una reconversión ajena a su propio ser en su propio lugar, a una existencia hueca, y como consecuencia se obró un derribo que transformó la ciudad. Al margen de la crítica previsible, la posición cíclica de la construcción de la ciudad que conlleva desapariciones, transformaciones y reconstrucciones abre un interesante debate sobre la memoria y la construcción de la ciudad. Un debate cargado de argumentos que en realidad tienen más capas que la edad del edificio o incluso sus características estéticas, porque a veces la forma de la ciudad explica su identidad a través de los silencios y las ausencias.