La mañana del 15 de agosto de 2020, los habitantes del pintoresco pueblo de Olten en Suiza se despertaron con un paisaje diferente. Algo extraño había ocurrido durante la noche. Todo el pueblo olía a chocolate, algo que no sorprendía a nadie ya que este albergaba la fábrica de chocolate Lindt, sin embargo, el olor era más intenso de lo normal. Y es que todas las calles, plazas y casas estaban cubiertas por una fina capa de chocolate. Un fallo en una de las máquinas de la fábrica había provocado este increíble fenómeno.
Las fábricas de chocolate siempre han sido objeto de historias fantásticas. Roald Dahl, quien vivió en un internado frente a la conocida fábrica Cadbury, comenzó esa tradición con Willy Wonka, Charlie y sus Oompa Loompas, pero nadie hubiese imaginado algo tan sorprendente como descubrir su pueblo bañado en chocolate. La popularización del chocolate, visto inicialmente como un producto exclusivo de las clases altas (debido a los aranceles de importación desde América), se produjo a mediados del siglo XIX. La venta de chocolate en polvo, así como su versión más moderna en formato sólido comienza a proliferar en todas las ciudades. Personajes como Henri Nestlé (quien crea con Daniel Peter el chocolate con leche en 1875), Frank Mars (quien presenta en 1923 la barra de chocolate), Van Hauten (que comercializa el cacao en polvo en 1923) o Rudolf Lindt (quien en 1940 mezcla la manteca de cacao con pasta de cacao, obteniendo la fórmula de chocolate dulce actual) transforman la industria acercándola a la población.
El chocolate esconde un poder evocador imprevisible, su olor y sabor, alertan a la memoria creando una atmósfera de recuerdos. Quizás la presencia del cacao desde la infancia y su asociación con momentos compartidos llenos de felicidad tenga mucho que ver, como decía el eslógan de una fábrica de chocolates catalana: “Chocolates Amatller, para los niños de hoy y los de ayer”.
Hay ciudades que ostentan una cierta tradición chocolatera, un aspecto que lejos de ser popular globalmente, es más bien conocido localmente. Pero ese aparente localismo, es muy intenso, tanto que casi es imposible visitar alguna de esas ciudades sin llevarse un par de onzas. Y es que este dulce alcanza una dimensión que influye culturalmente en la morfología de otras disciplinas, como la arquitectura.
La arquitectura del chocolate
Las tipologías arquitectónicas suelen sustentarse en el funcionalismo requerido, pero también en la coyuntura del momento en que se construyen. La tipología fabril suele ser específicamente funcional, dada la presencia de maquinaria o de espacios de trabajo en los que no puede interferir ningún elemento que entorpezcan las labores, así como constituirse en un lugar seguro e higiénico. Pero el lenguaje fabril responde a una cuestión estética, que se convierte en reflejo de su relación con los usuarios y con el resto de ciudadanos, es decir, tiene la capacidad de transformar la percepción. La popularización del chocolate, tiene lugar al mismo tiempo que el declive del romanticismo y el auge del modernismo. Esta posición encaja muy bien, ya que la materia prima del chocolate tiene un origen exótico desde el punto de vista decimonónico, un aspecto constantemente revisado por el romanticismo que permearía hacia el modernismo a través de la imaginación.
La vinculación del modernismo con el chocolate asocia la memoria y el recuerdo con la imaginación arquitectónica. La Casa Amatller (1898) fue proyectada por el arquitecto modernista Josep Puig i Cadafalch, y muy pronto se convirtió en un icono en que el edificio sobrepasó la tipología fabril creando una relación indisoluble entre la empresa y la casa. Igualmente, el edificio que alberga en la actualidad el Museo del chocolate de Astorga (circa 1905), obra del arquitecto Eduardo Sánchez Eznarriaga utiliza un lenguaje ecléctico próximo al modernismo. En A Coruña las fábricas de chocolate comenzaron a multiplicarse a finales del siglo XIX, debido a su condición portuaria y a la popularización de este dulce. Las fábricas más conocidas de la ciudad eran la Proveedora Gallega de Chocolates y Caramelos (1906) y La Española (1870), a las que se les sumaron años después El Fénix coruñés, La Flor o La Astorgana Coruñesa.
De entre ellas hay dos fábricas que se convirtieron en iconos urbanos populares de dos formas diferentes, la primera a través de su imagen, la segunda debido a su presencia urbana. La Proveedora Gallega de Chocolates y Caramelos, de Juan Vázquez Pereiro (estrecha de San Andrés 1906-1990) quedó inmortalizada en la portada del disco “Fábrica de Chocolate” de Elephant Band grupo del que formó parte Xoel López. La Española (Calle Rubine, 1870) era propiedad de Fernando Rubine, y su ubicación original pasa hoy desapercibida debido a un cambio de uso y a la incorporación de un “sombrero”, pero la estructura original se encuentra, al menos en su exterior intacta.
“¡No puedo soportar la fealdad en las fábricas!” Willy Wonka en Charlie y la Fábrica de Chocolate (Roald Dahl, 1964)
Eso debieron pensar muchos pequeños empresarios en aquel momento, ya que en el tejido industrial de la ciudad proliferaban las construcciones industriales modernistas, racionalista o eclécticas. Entre ellas, las chocolateras, destacaban por su ornamentación delicada y cuidada.
La fábrica de chocolates La Española se encontraba entre las calles Rubine y Modesta Goicuría, el nombre de la primera se debe a que esta fábrica era propiedad de Fernando Rubine, quien falleció durante el transcurso de un pleno de la diputación mientras defendía el lazareto de Oza. El edificio se construyó en 1890, en la misma parcela en la que diez años antes se situaba una primera fábrica más precaria. La obra, del arquitecto Domingo Rodríguez Sesmero, era una construcción de dos alturas al igual que otras edificaciones próximas en la plaza de Pontevedra, quien utilizó el lenguaje modernista para dotar de identidad e imagen popular a la fábrica.
Y sin embargo, entre las calles Rubine y Modesta Goicuría no hay edificios de tan poca altura, pero la estructura y envolvente de la fábrica aún siguen ahí tal y como los diseñó Rodríguez Sesmero. El truco de este extraño suceso, que está muy lejos, desafortunadamente, de ser una lluvia de chocolate, es que unas décadas después a la fábrica se le añadió un sombrero, pero de copa. En 1912 se produce una ampliación obra del arquitecto Antonio López Hernández, quien añade las plantas superiores formadas por galerías. La compacidad del edificio es tal que parece una obra concebida como conjunto, y es que la integración entre ambas piezas se percibe sólo a través de un pequeño detalle: en el chaflán donde se unen las dos fachadas principales puede apreciarse un cambio de material entre las dos primeras plantas (baja y primera) con respecto a las superiores. Se percibe también la incrustación de un refuerzo para poder realizar el voladizo de la esquina.
La fábrica de Fernando Rubine
La fábrica original, que contaba con sólo dos plantas, se organizaba de una forma sencilla en la que el almacén se situaba en la primera planta, y el comercio y zona de trabajo en la baja. Ambas se comunicaban a través de un pequeño montacargas y una escalera de caracol, esta última se encontraría en la posición que ahora ocupa la caja de escaleras del edificio. Con la reforma de López Hernández, todo el espacio se transforma, incluso las plantas bajas. El proyecto de 1912 reduce el espacio de la fábrica de chocolate a la planta baja, y desarrolla un uso residencial a partir de la primera y siguientes. La organización de cada planta es sencilla. La caja de escaleras del edificio se sitúa hacia la medianera izquierda. Cerca de estas se colocan los aseos de cada planta, y la cocina se lleva hacia la zona de la planta más próxima al mar. Cabe destacar que en el tiempo en que se realiza este proyecto, la playa y el mar eran orientaciones no deseadas debido a la exposición de los vientos. Todas las habitaciones son exteriores, por lo que la iluminación y ventilación propias de las teorías higienistas emergentes en aquel momento, dotan de vanguardia funcional a un aparentemente sencillo edificio de viviendas.
La planta baja que mantenía su uso como fábrica, no incorporaba uso comercial como se podría suponer, ya que la producción del cacao: molienda, refinado, mezcla, templado, envasado… requería tanto espacio (250m2) que Rubine vendía sus productos en la más céntrica Calle Real, en el número 81. En la actualidad, el bajo se ha transformado notablemente salvo un elemento: el portal. La pieza del portal es especialmente única, ya que se trata del único portal de la ciudad que cuenta con un magnífico artesonado modernista. Una pieza de gran valor arquitectónico, pero también artístico.
Exteriormente, el edificio muestra un lenguaje obviamente modernista, con el que se narra cada uno de los elementos de la fachada. Este es el caso de las galerías, un elemento constructivo propio de la arquitectura regionalista, que López Hernández traduce al modernismo de forma magistral. La percepción exterior de la fachada es la de un bloque pétreo del que se deslizan casi como gotas blancas las carpinterías que componen las galerías. El bloque pétreo, es ligeramente falso, ya que el volumen incluye una estructura de hierro muy propia de las primeras décadas del siglo XX. Urbanísticamente, la pieza se integra dentro del plan de ensanche, a pesar de que la fábrica original es previa a este. De alguna forma hay una cierta adaptación mutua entre ensanche y edificación.
La chocolatería de Fernando Rubine fue muy popular y exitosa, tanto que Hijos de Rubine abrió otra fábrica en Cuba años después. El empresario desarrollaba también otras actividades industriales y filántropas, convirtiéndose en una persona muy notable en la ciudad, tanto es así que la calle en la que se encontraba su fábrica de chocolate lleva hoy en día su nombre.
Una taza de chocolate
La Casa Salorio, forma parte del modernismo arquitectónico coruñés, pero es al mismo tiempo una pieza de posición urbana singular. Un edificio de planta irregular y fachada sorprendente. La percepción del mismo, sin embargo, evoca desde el exterior una imagen azucarada, dulce y frágil.
Podría tratarse de un edificio de cuento o de chocolate, o simplemente que el modernismo y el auge de este dulce tan popular coincidieron hasta el punto de crear una asociación simbiótica. El chocolate ha logrado en este caso, transformar la disciplina arquitectónica, uniendo dos conceptos aparentemente no relacionados a través de la imaginación y el exotismo.
En 2004, en España se consumía una media de 3,8 kg de chocolate por persona al año (la media europea era de 9 kg persona/año). El olor a chocolate recién hecho, su brillo, densidad y textura forman parte de una imagen que se configura casi como un ritual celebrativo. La memoria del sabor y olor de este dulce catalizan la imaginación creando historias sorprendentes como una lluvia de chocolate o un edificio con sombrero.