Habitar el agua, al igual que habitar el cielo es un sueño del ser humano. Quizás por seguridad, por curiosidad o a través de un sencillo ejercicio de imaginación, la idea de habitar en un lugar que parece inaccesible, exclusivo y que proporciona, consecuentemente, una perspectiva nueva, es un estímulo incitante. Cosimo, protagonista de la obra literaria El Barón Rampante (1957) de Italo Calvino (1923-1985) decide trasladarse a vivir a los árboles tras una discusión con su padre, allí vive sorprendentes aventuras que narra a su hermano Biaggio cuando se encuentran.
A mediados de los setenta, la popular revista de arquitectura "L’Architecture d’aujourd’hui" publicó un número sobre un tema entonces de gran actualidad: Habiter la mer, es decir, la forma en la que el ser humano colonizaría los mares y desarrollaría allí una vida cómoda y viable. La mirada hacia lo irrealizable expone al ser humano frente a su fragilidad, y sin embargo lo aproxima a la búsqueda de los límites del hábitat.
La arquitectura escenifica en muchas ocasiones la construcción en los límites de las formaciones naturales, buscando cobijo o la cercanía a los recursos. El desafío frente al medio, parece reducirse en favor de la ambición produciendo obras que causan sorpresa, aunque algunas veces se trate de intervenciones desafortunadas. Hay algunas, una selección de ellas, que dada su abrumadora elegancia consiguen resaltar la singularidad y belleza del lugar. Lugares especiales como la Fortaleza de Sirmione en el Lago di Garda, los Yali turcos, los Mudiff iraquíes, las construcciones de los uros, los monasterios de Meteora o la propia ciudad de Venecia, parecen irreales, utopías construidas que desafían cualquier criterio racional.
El paso del tiempo transformó la ambición de forma, buscando edificios cada vez más altos, más desafiantes en términos estructurales y visuales, racionalizando de forma apagada los logros conquistados en el pasado. Las arquitecturas al borde del mar se mundanizan desde el punto de vista urbano, con una estrategia similar a la que utiliza el cine para introducir la música dentro de la película sin que parezca narrativamente impostada. Intervenciones que siglos atrás hubiesen supuesto un despliegue de medios, ingenio y tecnología, pasan a formar parte de la cotidianidad sin que nadie repare en su carácter extraordinario. La construcción más allá de diez plantas, los puentes, las arquitecturas al borde del mar se han integrado de tal forma en el territorio y en el arco de posibilidades de la tecnología humana, que su audacia se desvanece con la naturalidad de un logro superado. Quizás la meta sobrepasada no sea haber conseguido lo improbable, sino normalizar lo extraordinario.
Racionalismo y borde marítimo
La racionalización de la arquitectura al borde del mar ha transformado la morfología y la estética de numerosas ciudades mediante intervenciones diversas destinadas a servir a un cambio de paradigma en la relación de los seres humanos con el mar. La idea de disfrutar del mar siembra un arco de posibilidades que permite pasear, navegar, bañarse o tomar el sol desde la perspectiva del ocio. Una mirada alejada del funcionalismo productivo que este había representado los siglos anteriores. Este acercamiento ha provocado la dignificación del borde marítimo especialmente en espacios urbanos, una estrategia en la que la arquitectura se convierte en parte en la herramienta para la transformación. Frente a las soluciones constructivas funcionales de escasa calidad que se deterioraban fácilmente, comienzan a realizarse piezas arquitectónicas de buena calidad que incorporan más capas que la mera función.
La arquitectura del borde marítimo de finales del siglo XIX, comienza a dotarse de una sensibilidad propia del entendimiento de la relación entre tejido urbano y naturaleza. Aunque no de forma extensiva, poco a poco, de manera puntual aparecen piezas singulares al borde del mar respondiendo a las necesidades del nuevo programa de necesidades del ocio. Los clubs náuticos, las cafeterías, las aduanas o las estaciones de pasajeros para cruceros o trasatlánticos se convierten en piezas fundamentales del tejido portuario de manera dual: por una parte, definen un límite del tejido urbano, por otra se constituyen como fachada de bienvenida de la ciudad desde el mar.
La arquitectura del Club Náutico
La arquitectura de las piezas de ocio marítimas como los Clubs náuticos se convirtieron, en la arquitectura de principios del siglo XX, en paradigmas de la modernidad ya que su cercanía a la disciplina naval les permitía una gran libertad formal asociada a la aerodinámica de la máquina. El Club náutico de San Sebastián (Aizpurúa y Labayén, 1929), Club Náutico de Santander (Gonzalo Bringas, 1927) o Club Náutico de Vigo (Castro Represas y Alonso Pérez, 1944-1945) son piezas de arquitectura que se incrustan en el borde marítimo produciendo un efecto catalizador del entorno que ya comenzaba a ser interpretado como un espacio de ocio. En A Coruña, el Club náutico, se había fundado en 1916, en un local de la calle Panaderas conocida como la Casa del Consulado, pero no es hasta 1926 que, debido al elevado número de afiliados, la dirección toma la decisión de construir un edificio nuevo, adquiriendo ya la categoría de club. La refundación, en términos administrativos tiene lugar en 1926, aunque el edificio no se construyó hasta 1929. El club contaba en ese momento con numerosos mecenas cuyos nombres se encontraban entre figuras reconocidas de la sociedad coruñesa del momento.
El primer edificio del Club Náutico se construye en 1929, obra del arquitecto Mario Páez Suárez (1883-1942). El proyecto, sin embargo, comenzó unos años antes. De las cinco propuestas recibidas por la junta social del Club Náutico, la de Páez fue la seleccionada al ser considerada la mejor de las presentadas. Tras el encargo, se comunicó al Ministerio de Fomento el lugar elegido para la ubicación del edificio, ya que este se encuentra en pleno puerto y podría presentar alguna incompatibilidad.
Dos proyectos y dos edificios
Tras un intercambio de documentación en la que el arquitecto agradece a la Junta la selección de su proyecto, aunque solicita el abono de sus gastos por el desarrollo del proyecto. La junta, por su parte abona dichos honorarios y felicita al arquitecto. A pesar de esta buena relación entre la junta social y el arquitecto, la dirección de obra no fue llevada a cabo por este sino por uno de los miembros de la junta (vocal en aquel momento) que, resultaba ser un profesional que comenzaba a ser reconocido: Antonio Tenreiro.
Tenreiro sigue los planos de Páez, por lo que el edificio final dista poco del proyecto, si bien se realizaron ajustes de mejora puntuales naturales a la labora de dirección de obra. Finalizadas las obras, el edificio se inaugura el 16 de Julio de 1929.
Este primer Club Náutico es una pieza pequeña, con aspecto lujosamente austero que se enmarcaba dentro de la elegancia pre racionalista. Y, sin embargo, se definía a través de una atmósfera y volumetría clasicista. La pieza, muy geométrica en términos compositivos, estaba formada por un paralelepípedo del que emergen dos pequeñas torres laterales. Sobre ella se abrieron huecos con un ritmo repetitivo y disposición simétrica. La fachada principal del edificio se desarrolla hacia el mar, con una doble simetría y un frontón central que denotan ese protagonismo. Dentro de las labores de dirección de obra, responsabilidad de Tenreiro, se produce un incremento del presupuesto debido a imprevistos en la cimentación del mismo, lo que provoca un aumento de 26.000 pesetas en el presupuesto original de 6.000 pesetas estimado en proyecto. La obra se desarrolló con cierta complejidad, aumentando progresivamente el coste que llegó a sobrepasar las doscientas mil pesetas. Una vez terminada la construcción llevada a cabo por la empresa Juan Martínez y Compañía, el edificio se inaugura el 16 de Julio de 1929.
El Club náutico funciona a la perfección las siguientes décadas, con diferentes relevos en la dirección desde Pedro Menéndez, Manuel María Puga o Pedro Barrié, quien se hace cargo de la presidencia durante treinta años tras la visita del dictador Francisco Franco. Bajo su mandato, la institución creció y por lo tanto fue necesario realizar una ampliación de las instalaciones. Así en el año 1948 comienzan las obras del nuevo proyecto que es desarrollado por un arquitecto a elección de Pedro Barrié, Jacobo Rodríguez-Losada Trulock, y construido por Rodolfo Lama Construcciones. Más que una ampliación, se trata de obra de nueva planta, ya que se toma la decisión de descartar el edificio preexistente por deficiencias irreparables.
Las obras de este segundo proyecto, no están exentas de complicaciones ya que un obrero fallece en el transcurso de las mismas. Tras dos años de trabajos el arzobispo de Santiago, Quiroga Palacios, inaugura el edificio. El volumen se aumentó considerablemente con respecto al pequeño palacete original, pero mantiene una volumetría austera y rotunda. Para adaptar el edificio a los criterios estéticos del momento, se abandona la elegante limpieza del clasicismo racionalista del proyecto anterior, en favor de la inclusión de un lenguaje ecléctico y ornamental. El nuevo edificio, también se compone de bajo y dos plantas, pero la superficie es mayor para albergar el programa de necesidades. La fachada que da hacia la ciudad es plana, y tan sólo destaca una cierta ornamentación que enmarca los huecos centrales coronándolo con un adorno compuesto por dos figuras que sostienen un medallón. Dicha pieza que albergaría aparentemente un reloj incluye, sin embargo, la grímpola del Club Náutico de A Coruña.
La parte posterior se fragmenta en altura creando una terraza abierta hacia el sur que permite disfrutar de la dársena del puerto. A pesar de la gran diferencia estética con respecto al proyecto anterior, se mantienen algunos aspectos lingüísticos como las líneas de cornisa, el zócalo (necesario por razones constructivas) y la austeridad volumétrica. En 1971, bajo la dirección de Demetrio Salorio tras el fallecimiento de Pedro Barrié, se realiza un pequeño trabajo de ampliación de este con una pieza próxima al dique de abrigo.
Estar navegando, un poco
Habitar el mar, o al menos cerca de él. Tanto que se pueda sentir la sensación de movimiento, en palabras de Paul Carvel “Quien mira fijamente al mar, ya está navegando un poco”. El mar forma parte del tejido urbano de A Coruña, diferente, salvaje, natural y con normas propias, constitutivo así de un sistema simbiótico, que puede definirse como un hábitat singular. El mar y la ciudad crean en sus pequeñas interferencias una multiplicidad de relaciones que recrean la utopía de habitar el mar. En ese límite, nacen un millón de preguntas, como enunciaba Pablo Neruda, tantas que el poeta decidió arrojarlas al agua cuando se trasladó a vivir a la orilla del mar.
La arquitectura al límite, en contacto con la naturaleza, formula muchas cuestiones. Y sólo cuando deshecha todas las propuestas basadas en valores económicos o funcionalistas, es capaz de optar por la solución más natural, la que simplemente se adapta a una realidad inconstante y orgánica.