El hábitat humano parece un lugar sometido, o amansado de forma que no resulte lesivo. Existe una estrategia inconsciente en la construcción del territorio, una mano que busca los límites del equilibrio o al menos, lo hacía. De la misma forma que en la construcción medieval la ejecución de un muro se realizaba empujando los límites del conocimiento desde la experimentación, encontrando la relación equilibrada entre altura, espesor y material, la ciudad o el territorio se colonizan a través de la misma estrategia conceptual. La diferencia radica en que el muro se caía si se sobrepasaba el límite, dejando una nota en el libro del maestro de obras. Pero si se supera el límite en la construcción del territorio, se produce una acción silenciosa que detona de forma progresiva una constelación de daños, dificultades y obstáculos que se perciben como una ruptura irreversible del hábitat. Quizás no sea sólo una interpretación sensitiva de aquello que modifica al territorio, sino el inicio de la transformación hacia un hábitat pseudoantropocéntrico universalista que olvida deliberadamente los procesos equilibrados de la relación del ser humano con la naturaleza que le rodea. La imposición del criterio humano sobre la naturaleza puede percibirse de formas diversas, la motivación que radica en el gesto de intervención sobre el hábitat es en realidad el axioma concluyente.
“Nuestro objetivo es ante todo y sobre todo ‘ver las cosas como son’ y, entonces, coordinarlas con otras cosas, hasta que alcancemos una imagen mental de cada una de nuestras regiones y comunidades con todas sus particularidades de lugar, trabajo y gente, a través del pasado y en el presente, en todo lo cual lo bueno y lo malo están curiosamente entremezclados. Así, nuestra ciencia sólo puede impulsarnos a actuar, nuestro diagnóstico a efectuar un tratamiento. Con un conocimiento más detallado que antes, la acción social tenderá a ser más certera y eficaz. Como consecuencia de esta visión más clara, podemos abrigar esperanzas y esforzarnos de nuevo por superar y desbaratar los males, a veces incluso transmutándolos en ideales.” Patrick Geddes, La sección del valle desde las colinas hasta el mar. 1923
El nuevo escalón en la sección del valle formulada por Patrick Geddes es una perspectiva contemporánea que se ha acelerado tras las sucesivas revoluciones industriales. Aunque quizás Geddes dejó a un lado el delirio desarrollista humano o las ambiciones totalitarias, en favor de una mirada progresista y positiva. El hábitat como entorno sometido, es también la lectura del lugar interpretado desde la mirada humana. Las derivas históricas se apoyan siempre en miles de parámetros que mutan en función de los eventos, pero son en realidad conceptos inherentes a la vida. Y la interpretación de la naturaleza es una de ellas.
Estar en el lugar, posicionarse en él, es el resultado de la interpretación de este, o quizás de un estado de fascinación. La posición del monumento o de la arquitectura sobre el paisaje en ocasiones muestra la intención de crear un diálogo entre ambos. La casa Malaparte (Adalberto Libera. Capri, 1937) o el Cristo de Corcovado (Paul Landowski, Heitor da Silva Costa, Gheorghe Leonida, Albert Caquot. Río de Janeiro, 1922-1931) se apoyan sobre el lugar desde la admiración al paisaje. En otras ocasiones los mecanismos de integración en el paisaje responden a condiciones de control territorial, protección o simbolismo como la Alhambra de Granada, el castillo de Avrorina, la Acrrópolis de Atenas o los monasterios de Meteora.
La colonización cultural del paisaje es una herramienta utilizada a lo largo de la historia para demostrar la hegemonía de un pueblo o la imposición de una doctrina política. Los imperios y los regímenes de inspiración imperialista, han jalonado el paisaje de monumentos a lo largo de la historia con mayor o menor fortuna o atrevimiento. La disposición de simbología sobre el paisaje representa, de alguna forma, la posesión y sometimiento no sólo de este, sino, también del territorio. La colonización simbólica del paisaje es un gesto deliberado, frente a otras construcciones que accidental y fortuitamente atravesaron el tiempo convirtiéndose en un símbolo como la Torre de Hércules.
Los monumentos de la ciudad
En A Coruña, como en todas las ciudades aparecen numerosos monumentos y actuaciones representativas de un tiempo. Algunas responden a la conmemoración de un evento como la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna (espacio urbano adyacente a la Domus), otras son estructuras que atravesaron el tiempo dejando testimonio cultural como la Torre de Hércules o el Castillo de San Antón que lo fueron en paralelo a una función defensiva o protectora, otras recuerdan la memoria de personajes ilustres o de lugares. Pero el monumento forma parte del hábitat humano, del carácter colectivo y de las sucesivas transformaciones sociales que modifican y adaptan el territorio. Delicada y polémica, la presencia del monumento es un gesto humano, con todo lo que ese adjetivo puede implicar.
La década de los años cuarenta fue muy dura en Europa, pero especialmente en España. La situación de pobreza originada por un país que intentaba recuperarse de una guerra civil provocada por un golpe de estado, dentro del marco de una dictadura era, en esas primeras décadas, opresora y autárquica. El catedrático de historia y e instituciones económicas resumía esa primera década tras la guerra como una etapa “caracterizada como la de la autarquía, cosechó un fracaso sin paliativos en su intento de convertir a España en una potencia imperial y militar”. Aislando la intención imperialista y militar del contexto político, cultural y social para mirarlo desde la perspectiva del hábitat de forma desapasionada, los parámetros dibujan una estrategia similar a la del fascismo italiano o el nacionalsocialismo alemán como ejemplos coetáneos (o la etapa napoleónica, el imperio romano, el imperialismo colonialista de las potencias occidentales en África, Asia o América en otros momentos históricos). El símbolo y su presencia en el tejido urbano como elemento determinante de la construcción de la ciudad crean un nodo allí donde se produce. En términos urbanos el nodo puede surgir de forma improvisada o puede imponerse (especialmente cuando una ideología lo determina, como en el caso de estrategias imperialistas): “Son los puntos estratégicos de la ciudad a los que puede acceder un observador y constituyen focos intensivos de los que parte o a los que se encamina = confluencias, sitios de una ruptura en el transporte, un cruce o una convergencia de sendas, momentos de paso de una estructura a otra o concentraciones/ condensaciones de determinado uso o carácter físico (esquina donde se reúne la gente, una plaza cercada, etc.) (…) Conceptualmente son puntos pequeños en la imagen de la ciudad, pero en realidad pueden ser grandes manzanas o incluso barrios centrales enteros, cuando se considera la ciudad en un nivel bastante amplio. La ciudad puede ser un nodo si se considera en una escala nacional o internacional. (…) La forma física vigorosa no es de mayor importancia para el reconocimiento de un nodo, sino la forma del espacio en proporción a la importancia de las funciones. Si cumple con estas condiciones, se convierte en un espacio memorable.” Kevin Lynch. La imagen de la ciudad, 1959.
En A Coruña, a finales de la complicada década de los cuarenta, el alcalde decide encargar al arquitecto Santiago Rey Pedreira el Proyecto para una Cruz de los Caídos que se situaría en un promontorio de la ciudad de tal forma que fuese visible desde todos los puntos de esta. Las condiciones del proyecto eran, sin embargo, una cuestión de estado como se reflejaba en el BOE de 2 de Abril de 1940, en el que se expresaba la tesis de poder y simbolismo diseñada por el régimen franquista.
“En la ferrolana plaza del Marqués de Amboage se inauguró el 18 de julio de 1940 una Cruz de los Caídos, obra del escultor Valentín Molinero, con una trivial solución consistente en una cruz sobre un pedestal. Conceptualmente más elaborada fue la del Monumento a los Caídos de F.E.T. y de las J.O.N.S. proyectado por Eloy Maquieira Fernández en agosto de 1942 y que se construyó en 1944 en la plaza Hermanos Pedrosa de Lugo, sirviendo de arranque a la Avenida de Ramón Ferreiro” Miguel Abelleira Doldán, La arquitectura en Galicia durante la autarquía 1939-1953.
Un nuevo plan y un proyecto de Rey Pedreira
En A Coruña, la construcción de este símbolo se retrasó unos años, y fue a finales de los cuarenta que, siguiendo el planeamiento proyectado por el arquitecto Jacobo Rodríguez-Losada Trulock y el Ingeniero de Caminos Pablo Iglesias Atocha en 1947, se encontrase lugar para ubicar el monumento. El lugar elegido fue el alto del Montiño, donde se ubicaría una iglesia frente a la cruz que incluiría un altar para celebraciones al aire libre.
Rey Pedreira comienza a desarrollar la propuesta, la cual entrega con cierto retraso a finales del año 1950. Rey Pedreira, arquitecto municipal entre 1932 y 1954 que había sufrido dos expedientes de depuración en los primeros años del franquismo (evento que casi le cuesta su trabajo), no manifestaba su ideología política, sin embargo, había sido afín a las ideas galleguistas y republicanas. Así, como índica el arquitecto Miguel Silva en su trabajo “Proyecto de Cruz de los Caídos para La Coruña de Santiago rey Pedreira” el arquitecto retrasó la entrega de forma deliberada hasta que fue presionado, además en la memoria indicaba que el monumento era la Cruz a los Caídos por España, omitiendo “por Dios” en contra de las indicaciones del BOE de 1940.
La pieza proyectada por Rey Pedreira sigue su forma de entender la arquitectura a pesar de las premisas programáticas, en las que el uso de la piedra y la imagen robusta del monumento debían ser claves. El arquitecto introduce la vanguardia en sus proyectos, desde el racionalismo al movimiento moderno. A pesar de ello, la composición volumétrica es clásica: una columna coronada por una cruz latina que se dispone sobre un plinto de 3,40m de altura compuesto por dos volúmenes de 1,10 m cada uno y una base accesible mediante escaleras. Rey Pedreira recurre a esta estrategia proyectando una columna en la que se destaca la construcción mediante tambores, a la forma clásica. Cada tambor de la columna está formado por seis bloques de piedra de Elviña y San Pedro, que incorporan salientes en las caras opuestas e hiladas distintas para insertar sobre ellos unas piezas en forma de cuchara (denominados hachones) que servirían para iluminar el monumento. El hachón aunque vinculado al mundo religioso, es una referencia militar, ya que este tipo de instrumentos se utilizaban para incendiar puentes, polvorines y otros objetivos de tamaño medio. La columna, se elevaba 21m desde la base a la cruz, de los cuales 13m formaban parte de la columna (cada hilada tenía una altura de 1m). La base del conjunto sería de 10x10m, mientras que en la columna sería de 2x2m.
A pesar de la insistencia del alcalde Alfonso Molina, y de la entrega del proyecto de Rey Pedreira, este nunca se llevó a cabo. Las costosas expropiaciones y la tardanza en ordenar de forma efectiva la zona, dispararon el presupuesto (que inicialmente, como indica Silva en su trabajo era de 654.711,62 pesetas). Paralelamente, el arquitecto convence al alcalde de utilizar dicho presupuesto en pavimentar las calles, algo esencial en la ciudad. Irónicamente, años después se construiría la torre de telecomunicaciones de O Montiño muy próxima a la ubicación prevista para la cruz, y con una estética cercana.
Los símbolos de la ciudad: la atmósfera del hábitat
Los símbolos del tejido urbano, con vocación imperialista, pueden resultar en modificaciones urbanísticamente traumáticas como la apertura de la vía de los Foros imperiales a iniciativa de Musolini o pueden resultar neutrales como la construcción entorno al Ara Pacis y el Mausoleo de Augusto, ambas en Roma. Quizás porque Roma fue el icono de un poder inalcanzable, el símbolo urbano intenta medirse sobre ella, como una figura blanca sobre un fondo negro.
"La humanidad se las ve constantemente con dos procesos contradictorios, uno de los cuales tiende a instaurar la unificación, en tanto que el otro se dirige mantener o restablecer la diversificación. (…) [Hay] necesidad de preservar la diversidad de las culturas (…) [Pero:] lo que debe ser salvado es el hecho de la diversidad, no el contenido histórico que cada época le dio, y que ninguna conseguiría prolongar más allá de sí misma. Hay pues (…) que estimular las potencialidades secretas, despertar todas las vocaciones de vivir juntos que la historia conserva" (Lévi-Strauss, 1973).
La ciudad muestra su cultura y su identidad a través de la memoria viva, pero también lo hace a través de su relación con el hábitat. Representa un compromiso con la naturaleza del lugar, y un acuerdo de convivencia comunitaria entre sus habitantes. Desde la comprensión del lugar, de la forma de situarse y actuar sobre él, nacen los símbolos, los nombres, los homenajes, y a veces lo hacen de forma inesperada o silenciosa.
El poder del símbolo, frente al poder por el símbolo, es una dicotomía presente en todas las ciudades que desencadena los más iracundos debates. Pero desde un punto de vista únicamente arquitectónico, este elemento define un nodo que transforma indefectiblemente a la ciudad. Aunque quizás, en realidad esa transformación a través del símbolo no sea otra cosa más que la creación de una atmósfera que, como un poema, transmite las emociones de un pueblo. Como relataba el filósofo Lévi-Strauss "Un humanismo bien ordenado no comienza por sí mismo, sino que coloca el mundo delante de la vida, la vida delante del hombre, el respeto por los demás delante del amor propio".