A Billy Wilder le decían que no encajaba en este mundo. Él contestaba que esos comentarios, que se repetían de forma periódica cada vez que su imagen ilustraba alguna portada de periódico, eran, en realidad, un halago porque, ¿quién diablos quiere encajar en estos tiempos? Wilder, con su mirada satíricamente reflexiva, permite observar de forma calmada una realidad diferente. Es una capa fina, que aplicada a la ciudad, matiza su morfología y sirve como apoyo catalizador de un análisis crítico minucioso. ¿Qué encaja en la ciudad? ¿Qué no encaja? Quizás no sea necesario encajar.
El arquitecto holandés Rem Koolhaas describía el crecimiento de Manhattan a principios del siglo XX como una ausencia de conceptos: “No hay manifiesto, no hay debate arquitectónico, no hay doctrina, no hay ley, no hay planificación, no hay ideología, no hay teoría; sólo hay rascacielos”. Y es que hay momentos de la historia en los cuales realizar un encaje en un marco disciplinario parece secundario en favor de una promesa de progreso aparentemente realista. En otras, siguiendo el enunciado de Koolhaas, no hay nada más. El vacío argumental aparente tras la construcción o derribo de un edificio o un ámbito urbano, es controvertido, ya que, si no existe un apoyo razonado, la cuestión se reduce a un intercambio económico, en ocasiones, polémico. Al margen de explicaciones, la realidad se hace tangible, y la ciudad contemporánea administra la herencia de la combinación de pensamientos que se han sucedido a lo largo de su biografía urbana. En otros momentos, hubo otras razones o simplemente no las hubo, generando un conjunto de elipsis narrativas que arrastramos como cicatrices en la ciudad contemporánea, ya que la ética que articula las conversaciones trufadas de opiniones se adapta al resultado del signo de los tiempos.
La ciudad y sus cicatrices, desde un punto de vista forense, permiten reconocer las pequeñas intervenciones, suturas o extirpaciones que ha sufrido el tejido urbano. Y a veces hay ausencias que se convierten en paradigma de una inercia, de un cambio orgánico que transforma de manera insoslayable.
“Estas construcciones irreparables nada tienen que ver con el lugar donde las pusieron o donde encallaron por destino después de un diluvio. No son necesarias para el lugar, siendo ellas todo el lugar. Él pende de ellas y ellas no lo miran: ellas nada tienen que ver. Por eso parecen ser construcciones antiguas de guerra, bastiones o máquinas, arcas de madera medias lunas…son opacas a todo figurativismo, siendo ellas una sola figura” Smiljan Radic, Guía del Abandono.
Mutaciones
En A Coruña, como en muchas ciudades, la desaparición de algunos edificios crea un trauma urbano que afecta especialmente a la memoria de quien la habita. La ausencia de una obra provoca un vacío o una transformación. El vacío crea un espacio cicatricial desafiante, en el que la presencia de la memoria se constituye como un arraigo emocional, en ocasiones, insuperable. En el caso de que se produzca una transformación, el contexto define un conjunto de parámetros que arrastran la memoria del lugar hacia una mirada más orgánica, que asume el cambio como una acción intrínseca al paso del tiempo, sea este juzgado como positivo o negativo. La ciudad muta, como un organismo vivo, y el proceso no es limpio, sino que arrastra mediante inercias locales, el conjunto de acciones que envuelven los primeros cambios. El ámbito del barrio de la Pescadería volcado a la bahía de Orzán y Riazor, es decir a las playas, se definía como una zona industrial que aprovechaba la presencia del mar de manera funcional obviando condiciones connaturales al mismo que hoy en día son consideradas esenciales.
El área industrial de A Coruña estaba compuesta por fábricas de producción diversa: lejía, losetas, gas, juguetes, licores, pero también otras construcciones de carácter productivo como el matadero o el secadero de pieles. El matadero municipal es una de las piezas más populares de todas aquellas que desaparecieron del tejido industrial situado ‘al otro lado’ de la ciudad, allí donde aún la ciudad no se había consolidado como espacio residencial.
Una industria de lenguaje ecléctico
El matadero municipal era un conjunto de carácter industrial compuesto por varios volúmenes o pabellones organizados de manera funcional para albergar las diferentes actividades que el matadero requería. El conjunto fue proyectado por el arquitecto municipal Pedro Mariño (1865-1931) a principios del siglo XX. Una de las primeras fotografías que se conserva del conjunto, fechada en 1903, pertenece aún a la etapa de construcción.
El conjunto, que se encontraba frente a la actual fuente de los surfistas, estaba formado por tres naves que se destinaban al degüello del ganado. Próximo a él, otro pabellón se utilizaba como secadero de pieles y tripas. A principios del siglo XX, la prensa recogía el número de cabezas sacrificadas mensualmente en el matadero: 35 de ganado bovino, 1000 de novillos y terneros, 60 de carneros y 350 de cerdos.
La arquitectura industrial o con fines productivos, suele primar el utilitarismo sobre la función estética, ya que el ornamento se considera superfluo cuando los ciudadanos no van a ser los usuarios finales del edificio. En cierto modo así es, pero es una mirada equívoca, ya que los trabajadores utilizarán este espacio (determinando en pate su ambiente de trabajo), al mismo tiempo, el edificio forma parte de la ciudad y como tal es parte del paisaje urbano del que los ciudadanos sí son usuarios.
Pedro Mariño, autor de edificios emblemáticos de la ciudad como el Palacio Municipal de María Pita o la Casa de Sol, proyecta un conjunto de lenguaje ecléctico que incluye ciertos estilemas modernistas, pero también motivos geométricos o regionalistas. La morfología de cada nave consistía en un volumen a dos aguas, del cual se resaltaban las cornisas, tanto en los muros laterales como en los testeros. La nave central se significa añadiendo una altura más y resaltando las cornisas con una composición más detallada. El ojo de buey aparece de manera seriada en los muros laterales y se coloca de forma significada en el centro de los testeros excepto en el cuerpo central donde se duplica para da notoriedad al acceso. Los recercados de los huecos, el remate de la clave central en los testeros o los apoyos impostados siguiendo la crujía repetida de la estructura en cada nave, son el argumento estético que transforma un edificio meramente utilitario en otro con vocación estética.
Bajo el matadero, un enorme desnivel servía como vertedero hacia el mar de los desechos. Con el paso de las décadas, el área se fue urbanizando, especialmente a medida que la industria abandonaba el área de las playas, la Pescadería y Montealto, creando una pequeña barrera física entre el matadero y la playa. El progresivo avance urbano en favor del tejido residencial, empujó a la industria fuera de, los entonces, límites de la ciudad. El complejo del matadero fue uno de los últimos en desaparecer. La eliminación del uso, se llevó consigo al conjunto de naves. El edificio, aunque sencillo, sería considerado hoy, al igual que la Casa de Sol, un testimonio del pasado arquitectónico de la ciudad.
La caída del tiempo
La arquitectura define a través del proyecto la construcción de la ciudad, pero esta no se circunscribe estrictamente a la función a la que sirve. La capacidad de adaptación al paso del tiempo de un edificio, es un debate abierto en el que los argumentos definen regeneraciones como el espacio Matadero Madrid o el Caixa Fórum de Barcelona, y palimpsestos completos como en Bilbao donde el área circundante al museo Guggenheim y Euskalduna representan la transformación de un área industrial en una cultural manteniendo algún referente de su pasado.
“Por muy convencidos que estemos de nuestros méritos, estamos roídos por la inquietud y, para convencerla, no pedimos otra cosa que ser engañados, recibiendo aprobaciones en cualquier lugar y de cualquiera. Un buen observador descubre siempre un matiz de súplica en la mirada de quien haya terminado una empresa o una obra, o simplemente, se dedique a una actividad cualquiera. La enfermedad es universal.” Emil Cioran, La Caída en el Tiempo
Las transformaciones urbanas, aunque buscan la mejora del hábitat se encuentran en el límite descrito por Cioran en La Caída del Tiempo, ya que incluso siendo el objeto y su consecución positivos, siempre existirá un matiz que ampare otras vías. Las cicatrices del tejido, en respuesta a ciertas elipsis de la narrativa urbana, revelan los matices del crecimiento y la identidad de la ciudad.