Hay formas diferentes de enfrentarse a una adversidad. El 27 de julio de 1972, el cineasta Luchino Visconti, comenzaba a encontrarse ligeramente débil tras una larga jornada de trabajo realizando la postproducción de su película Luis II de Baviera. Fumador compulsivo, nunca menos de setenta cigarrillos al día, compartía unas copas con amigos en la terraza de un hotel de Roma cuando al apoyar su copa de champán se desvaneció. A pesar de que su médico le había dado un bote con pastillas que debería llevar consigo siempre tras un pequeño aviso que había tenido meses antes, Visconti lo consideraba molesto o poco elegante: “Un buen día me harté y lo tiré” contaría más tarde. Apenas un año después un accidente cerebrovascular le paralizó medio cuerpo, lo cual no le impidió realizar una obra de teatro y una ópera así como seguir filmando. Su última película, “El inocente” reconstruye la clase social a la que pertenecía mediante una deconstrucción adaptativa, como decía Henry Bacon “un retorno a algo familia, recordado con amarga nostalgia y con desapego, con conciencia de su debilidad e incluso su depravación”.
“Antes que vivir sin poder trabajar, antes que ser una momia en una silla de ruedas, me pego un tiro, me mato” Luchino Visconti
Visconti se tomó su adversidad como una cuestión menor, una simple circunstancia que de alguna forma obviaba de la misma forma que había decidido tirar el bote con pastillas que el médico le había prescrito. A pesar de todo, decidió continuar con su vida tal y como la conocía en un ejercicio de deconstrucción y reconstrucción de su propia identidad a través de una magnífica y cuidada obra. Visconti no concebía despegar su propia vida del arte, con independencia de unas consecuencias funestas y costosas. La actitud alejada del hit-or-miss tan propio de la década de los ochenta y los años siguientes, establecía una gravedad en la producción de una obra quizás envuelta aún de la resaca cultural de la década de los treinta (en la que personajes como Visconti comenzaban a madurar culturalmente), una década en la que la sutileza no compensaba.
La efervescencia cultural produce artistas cuya valoración se apoya precisamente en su pronta desaparición como David Wojnarowicz. La gravedad casi labrada en piedra se apoya en su aura de permanencia. Y sin embargo, no es una cuestión meramente moral o perceptiva. La visión lampedusiana, que reflexiona sobre la fugacidad de las condiciones de la vida de cada individuo y por extensión de la sociedad, lo hace desde un aparente inmovilismo que se transforma en una dinámica elegantemente lenta y fluida. Esa extraña fluidez de la que Visconti se envolvía, más descarnada y existencialista que la Dolce Vita, es la clave que une la efervescencia del hit-or-miss y la gravedad de aquellos conceptos culturales capaces de atravesar el tiempo, la historia y la condición humana.
La arquitectura adolece a veces de una interpretación lampedusiana de su propia conceptualización, es decir, una vocación de permanencia que al mismo tiempo tiene que probar la capacidad de absorber las transformaciones y dinámicas indeleblemente solapadas de la realidad sin sutilezas. En sí misma, la propia formación arquitectónica, oscila entre los conceptos consolidados y tradicionales que permiten una solvencia cultural clásica y académica, pero que al mismo tiempo son diluidos a través de la crítica, del análisis o el ejercicio en diversos contextos contemporáneos. En ellos la tecnología, la información, la filosofía y todas las disciplinas con las que la arquitectura establece contacto, consiguen construir un aprendizaje espiral, formado por pequeñas constelaciones de ideas, conceptos y prácticas que recrean el cuerpo teórico y el conjunto de herramientas técnicas que se adaptan de forma solvente al ejercicio de la profesión en la realidad completa, sin sesgos tecnológicos, funcionales o líricos.
De forma sencilla, podría dibujarse esta postura ante el proyecto arquitectónico, como un edificio en un paisaje borroso garabateado, manchado (a veces a propósito, otras por accidente). La imagen, a pesar de una cierta apariencia punk, se muestra completamente contemporánea y los accidentes, las heridas, las manchas son apreciadas en tanto en cuanto forman parte del conjunto de la obra, una pieza que permanece inmóvil y perfectamente definida en el centro del dibujo. Este pequeño ejercicio permite establecer un marco de análisis para comprender un edificio, que de otra forma, se vería reducido a la superficialidad de interpretación de dos fotografías de época tomadas en dos momentos históricos muy separados entre sí. Algunos edificios han atravesado el paso del tiempo con cicatrices, heridas, otros han mutado y otros, por alguna razón aparentemente inexplicable, parecen, como algunas personas, no envejecer nunca.
La iglesia de San Juan Bautista de Eirís
La iglesia de Labaca (iglesia de San Juan Bautista de Eirís), es una de esas piezas que forman parte del imaginario popular de A Coruña, ya que su posición privilegiada sobre la ría del Burgo la hace visible desde muchos lugares alejados, al modo tradicional de las iglesias de las poblaciones pesqueras (mediterráneas y atlánticas) en las que esta debería poder verse desde el mar y recibir así a los pescadores a la llegada a su hogar. Esta obra forma parte del conjunto de acciones sociales promovidas por la Fundación Labaca constituida por los hermanos Ricardo y Ángela Labaca y posteriormente administrada por el magistrado Atanagildo Pardo de Andrade y Sánchez. Este edificio religioso, concebido como capilla formaría parte del conjunto compuesto por un Hospital y un centro de formación, ambos especializados en maternidad, ginecología y pediatría.
La iglesia de San Juan Bautista, fue proyectada y construida por el arquitecto Leoncio Bescansa en 1926, al igual que el resto del conjunto. Esta pequeña pieza destaca del conjunto proyectado por Bescansa, ya que en ella realiza una reflexión en torno a la cualidad de permanencia. El arquitecto y teórico Augustus Welby Pugin había establecido en 1841 una tesis en la que establecía el gótico como el estilo arquitectónico con mayor capacidad de reflejar la armonía entre espíritu y forma, y por tanto el mejor para la arquitectura religiosa.
“Un hombre que permanece cierto tiempo en una habitación gótica moderna y escapa sin ser herido por alguna de sus minucias, puede considerarse extremadamente afortunado.” Augustus Welby Pugin
El neogótico se establece en los años veinte como un estilo formado por un lenguaje capaz de provocar ciertas emociones. Bescansa ya había desarrollado este lenguaje y este estilo en la desaparecida iglesia de los jesuitas de la calle Juana de Vega entre 1899 y 1916 (sobre un proyecto original de Francisco Rabanal) o en el Colegio de la Compañía de María (1926). La iglesia, dentro del conjunto servía al propio centro hospitalario como acompañamiento espiritual.
Un campanario muy visible
La planta de la capilla es muy sencilla, y está compuesta por un único espacio rectangular sumado a una cabecera pentagonal. La estructura de la construcción se basa en la composición arquitectónica de las órdenes mendicantes. El volumen se divide en tres naves fragmentada en cinco tramos en la nave central y cuatro en las laterales. Las bóvedas que cierran la nave son ojivales como indica el estilo gótico, aunque quizás lo más interesante resulte la aplicación del mismo a la torre. La torre del campanario, de base octogonal y chapitel esbelto, en la que consigue una gran riqueza ornamental a través del uso de recursos propios de un gótico profuso e inexistente en la tradición coruñesa, en la que los edificios religiosos suelen adoptar lenguajes románicos o barrocos. La torre se perfora mediante huecos formados por arcos barrocos, y el chapitel se reviste con losa de pizarra hasta rematarse con una cubierta apuntada en la que los ocho nervios se resaltan de forma que se acusa la condición ‘esquelética’ tan propia del gótico y el neogótico.
El resto de la ornamentación es sencilla, apenas una balaustrada sobre la cornisa, un rosetón muy sencillo, y algunos pequeños adornos en los huecos laterales, en los cuales se produce una partición central del hueco siguiendo la composición tradicional gótica, lo cual permite percibir estos como elementos aún más esbeltos. El color de la fachada es homogéneo, salvo por leves resaltes de algunos elementos ornamentales y el chapitel de la torre del campanario.
La incapacidad de huir de las inevitables contradicciones
Leoncio Bescansa fue el principal representante en A Coruña de la corriente neogótica, utilizando este lenguaje en varios edificios. El uso de un lenguaje tan particular como el neogótico, crea una dialéctica nueva para la ciudad, con edificios que parecen mostrar una realidad alternativa y una extraña relación entre ellos. La vocación de permanencia frente a un estilo fugaz que tan sólo se encuentra presente en breves etapas de la historia, afronta una contradicción que genera una confesión obvia y es la condición ambigua de la obra de arquitectura.
“Si cada uno de nosotros confesara su deseo más secreto, aquel que inspira todos sus proyectos y todas sus acciones, diría: ‘Quiero ser elogiado’. Pero ninguno de nosotros se dejara llevar por esa confesión, ya que es menos deshonroso cometer una abominación que proclamar una debilidad tan miserable y humillante, nacida de un sentimiento de soledad e inseguridad del cual sufren los fracasados y los afortunados.” Emil Cioran, La Chute dans les temps, 1964
A pesar de las ambigüedades, de cierta pátina lampedusiana o de las contradicciones más elementales, en cierto modo la vocación de algunas obras de arquitectura es la de no proclamar las debilidades que podría encarnar, o los lamentos del tiempo en que se construyó. A veces las obras reflejan una mirada hacia el futuro a través de un lenguaje que parece mirar al pasado. Quizás porque la arquitectura como disciplina al servicio de la vida, es igual de incapaz que esta de huir de las inevitables contradicciones.