Las cartas al director, en cualquier medio de comunicación, son pequeñas ventanas abiertas a quien quiere, en pocas palabras, expresar una opinión relevante sobre la actualidad. Hace pocos días se publicó una, por error, ya que el texto iba dirigido en realidad a otra sección que consistía en un concurso de relatos, en la que su autora Carmen Alonso introducía una idea de sorpresa cómplice. En su breve narrativa, explicaba cómo una antigua pareja había pedido que lo enterrasen con una foto de ella, tras muchos años sin saber nada el uno del otro. Aunque ficción, quien escribía esas palabras bien podría ser el personaje interpretado por Meryl Streep en Los Puentes de Madison mientras recordaba su mano sobre la manilla de la camioneta aquella mañana de lluvia, o alguno de los protagonistas de ‘Los Amantes del círculo polar’ en forma de avión de papel.
“Cuando hace frío la mayoría de las cosas van más deprisa, o llegan antes. Me refiero a las casualidades. Me encanta que haga frío. Una tarde de mucho frío leí una pregunta de amor demasiado bonita para la letra de un niño. Aquel mensaje lo tenía que compartir, no sabía qué hacer con él” Los amantes del círculo polar. Julio Médem, 1988
Y es que hay recuerdos, creados por emociones, que nunca se van. Incluso con esfuerzo, sólo se convierten en testigos que pasan de una mano a otra a través del tiempo. No desaparecen, sólo “salen a dar un paseo” como explicaba Nicole Kidman encarnado a Virginia Woolf en Las Horas (Stephen Daldry, 2003), quizás porque añade “alguien tiene que morir para que los demás sepamos apreciar la vida”. Este concepto, es crudo al enunciarlo a través de una voz limpia y sin contexto, pero en el fondo es una de esas ideas enterradas en la profundidad de las emociones que no se quieren recordar, porque forman parte de la oscuridad de la naturaleza y no del constructo cultural que habita el ser humano.
En la arquitectura de la ciudad, este concepto crudo que pivota entre la memoria, la realidad y los recuerdos, crean un ecosistema natural que tiene que ver con el cambio y las diferentes adaptaciones que conlleva el progreso sociocultural de sus habitantes. Quizás la ciudad pueda percibirse como un cuerpo, orgánico, que está constantemente sometido a traumas físicos. Los cambios que conllevan estas transformaciones implican a veces borrados cercanos al palimpsesto, pero sus cicatrices o sus ausencias se convierten en el discreto relato de quien quiere conservar una foto para siempre.
Las grandes transformaciones que sufrió el tejido urbano de A Coruña tras varios procesos de modernización naturales al desarrollo sociocultural son hoy en día reconocibles: el derribo de las murallas, la introducción de nuevas infraestructuras de comunicación, el traslado del tejido industrial a las afueras o la relación de la ciudad con el mar. Uno de los más notables es el área que ocupa el actual barrio de Zalaeta, una zona de transición entre las áreas consolidadas de la ciudad vieja y la Pescadería. Su posición cercana a la parte menos urbanizada del mar, la playa, convertían esta zona en el lugar perfecto para la instalación de fábricas con actividad industrial como el matadero, la fábrica de gas o de lejía. Esta área industrial es una prolongación de todo el borde marítimo, sobre el que ya se encontraban otras pequeñas fábricas o instalaciones productivas como Maderas Cervigón o el garaje y taller de los tranvías hacia Riazor, o la cantera hacia Montealto. Este último barrio comenzaba a poblarse, como zona residencial de la mano de obra vinculada a la ciudad. Así el área de Zalaeta se convertía en el centro de gravedad que conectaba la ciudad consolidada, con las nuevas áreas de expansión y con el mar, entonces entendido como un recurso natural a explotar. Su posición limítrofe con la ciudad consolidada, y al mismo tiempo “área de trabajo u oficio” implica que en ella se ubique también otros usos más modestos que la ciudad tradicional no quiere incluir en su tejido como hospitales de caridad, sanatorios o viviendas de trabajadores. Pero no se trataba de una zona sin edificación, sino que antes de ser tejido industrial ya existía alguna construcción de gran envergadura que condicionó el desarrollo posterior. Y su posición no era un hecho aleatorio.
El barrio de Zalaeta
En 1763 en maestro de obras Francisco Antonio de Zalaeta proyecta y construye un Cuartel próximo a la playa de Orzán. La zona, amplia y sin construcciones significativas es adecuada para la nueva instalación militar y, además se encuentra en un punto medio de los principales puntos defensivos de la ciudad en caso de ser necesaria una movilización. Este cuartel se encuentra dentro de una concatenación de construcciones militares desarrolladas por Zalaeta durante su estancia en la ciudad como la Coraza del Orzán, el pretil de la Pescadería, la fortificación desde Puerta Real a Puerta de Aires o la Cárcel Real (que ocupa el actual Hotel Finisterre). Apenas unos años después entre 1885-1888 se da licencia para la construcción de un segundo cuartel para el regimiento de caballería, este es obra del arquitecto coronel comandante Enrique Manchón y el arquitecto municipal (entre 1863 y 1890) Juan de Ciórraga. Cuando se construye el segundo cuartel, el primero comienza a denominarse ‘el cuartel de Zalaeta’. El cuartel construido a finales del siglo XIX se denominaría popularmente como ‘el Corralón’ quizás porque su morfología recordaba a la tipología residencial de ‘corralón’ presente en la ciudad.
La arquitectura militar, suele presentar una tipología homogénea en todo el estado, ya que la organización de los espacios se basa en funciones que responden a la disciplina castrense. La dimensión de los espacios, la presencia de luz o ventilación y su ensamblaje entre áreas está basado en conceptos estrictamente funcionales, pero eso no significa que carezcan de estética. Es precisamente, la adecuada modulación del lenguaje la que produce una estética militar, mediante la sobriedad y es que “la información devora a su propio contenido” (Jean Baudrillard), es decir la presencia de elementos decorativos restaría aparentemente la percepción de severidad y rectitud que debe trasmitir un edificio perteneciente al ejército. Sin embargo, en estos acuartelamientos, la rigidez estética básica del edificio se ve revestida de una pátina regionalista por necesidad de adaptación a los recursos y la tecnología del lugar: piedra granítica y teja. Los edificios se ejecutan en muro de carga de piedra con forjados de madera, dejando los sillares para las aristas y franjas que estructuralmente son relevantes, y los paños centrales con mampuesto que se encala exteriormente para protegerlo. Este esquema constructivo era muy común en la arquitectura gallega, por lo que su adaptación no suponía un problema en los edificios públicos. La estética del edificio se completa tras la guerra civil, incorporando el mástil del buque Castillo de Olite (un barco carguero de origen neerlandés adquirido por la Unión Soviética y capturado en 1938 en el Estrecho de Gibraltar, que se rebautizó como Castillo de Olite. Fue hundido durante la sublevación de Cartagena ese mismo año por las baterías de la Parajola). El mástil presidía el acceso del cuartel del Corralón consolidando la estética severa y marcial del edificio.
Industrias y transformaciones
Dentro de su tipología, los cuarteles incorporan un patio central, necesario para la realización de ejercicios, y para las actividades propias de la actividad castrense. De ahí su paralelismo con el corralón, que consistía en una gran construcción residencial en torno a un patio. Además, su disposición sobre la parcela no responde a criterios de orientación o soleamiento, si no que su posición sigue las alineaciones aproximadas que pudieran parecer lógicas con respecto a construcciones colindantes. La escala de los cuarteles militares produciría un gran impacto dentro de la trama residencial consolidada de la ciudad, y sus actividades resultarían inadecuadas cerca de la vida cotidiana, por lo que esta posición periférica dentro de las áreas definidas como ciudad.
Pero poco a poco comenzó la transformación, y el área industrial fue desapareciendo, trasladándose a otras zonas de la ciudad, dejando espacio para el crecimiento de la ciudad. Pero algunas construcciones no vinculadas a estos ámbitos aún permanecían en el lugar como los cuarteles, el matadero y las casas de caridad. Los cuarteles además habían sido objeto de varias reestructuraciones internas fruto de cambios en la propia organización militar. A principios de la década de los sesenta un gran incendio destruye los cuarteles, y el ministerio de Defensa toma la decisión de subastar sus ruinas con un precio de salida de 240 millones de pesetas (aunque la cifra de venta alcanzaría los 800 millones) para la construcción de edificios residenciales en continuidad con el tejido próximo.
La desaparición de las dos construcciones militares dejó espacio para dos edificios de viviendas de gran escala. Ambos replican la morfología del cuartel, incluyendo espacios abiertos interiores que siguen la huella de los patios. Pero además de una huella morfológica en el barrio, los cuarteles le dejaron su nombre: Zalaeta, apellido del maestro de obras con el que se conocía al primero de ellos.
Nostalgia por la ciudad
En “Vida y muerte de las grandes ciudades” Jane Jacobs, la arquitecta introduce el concepto de ‘desdeificación’ de las ciudades, como parámetro de origen racionalista que, si bien, tuvo un cierto sentido desde un punto de vista reaccionario con respecto a la ciudad burguesa o aristocrática, hoy en día neutraliza la identidad del lugar, desmoronando la idea de ‘barrio’. Esta desdeificación democratizó el espacio urbano, pero, en ausencia de un equilibrio que colonice poco a poco el lugar algunas ciudades se vuelven grises, volumétricas y duras. Las grandes intervenciones de transformación urbana establecen un escenario que se configura como base para la vida, pero son sus habitantes los que definen el cambio real.
“Existe un nostálgico mito según el cual, si tuviéramos suficiente dinero-se suele hablar de cien mil millones de dólares-liquidaríamos en diez años todos nuestros barrios bajos, revertiríamos el declive de los grandes y tristes cinturones grises que ayer y anteayer eran nuestros barrios residenciales, anclaríamos a las errantes clases medias y a sus errantes obligaciones fiscales y, quizás, hasta resolveríamos el problema del tráfico.” Jane Jacobs
En el barrio de Zalaeta la desaparición de dos edificios de gran escala, suponen el fin de un proceso de cambio. Un área urbana de carácter auxiliar se transforma en una extensión del tejido residencial que, casi sin percibirlo se consolida con el paso del tiempo. Esta forma de hacer ciudad está precedida por un fuerte impulso sociocultural, en el que los propios ciudadanos empujan sus límites para crear un hábitat adaptado a sus necesidades. Los cambios forman parte de la inercia natural del crecimiento urbano y, a pesar de su progresiva consolidación siempre se producen nuevas mutaciones. Lejos de deificaciones, la ciudad es humana y como tal cambiante, impredecible e imperfecta.