Él era un hábil controlador de sus finanzas, y poseía cierta capacidad de previsión, destrezas ambas importantes para poder retirarse sin apuros. Incluso dejando a su esposa en una holgada posición, sin apreturas, y todo ello sin meter la mano en la caja. Tenía estudios contables que fue perfeccionando a través de un razonable éxito en una empresa de origen familiar durante años. En definitiva, era un tipo normal capaz de aunar habilidades prácticas, conocimiento teórico, experiencia, ética sostenida en el tiempo y en su entorno, perseverancia, amor a sus allegados -porque el amor también ocupa lugar-, hobies y alguna que otra manía. Imagínense pasado el tiempo lo que pudo haber leído. Sobre todo en sus años de juventud. Más tarde sería básicamente el periódico. Todo eso se almacenaría en su cerebro con el paso de los años: 91 para ser exactos.
Pero por su condición de nacimiento, si bien conoció la informática a nivel usuario -yo diría que más bien la ofimática-, no fue quien de llegar a tiempo de comprender el concepto de las redes sociales. Como la mayor parte de la gente de su edad.
Aconteció que un mal día, en los últimos años de su vida, a mi padre le fue diagnosticado Alzheimer. También sucedió que en sus postreros meses tuvo la oportunidad de conocer a “youtube”, y a André Rieu. Cierto que no consiguió nunca llegar a memorizar el nombre de ninguno de los dos. Ni siquiera era capaz de entender el fenómeno al que se enfrentaba. Me refiero a internet: estaba convencido de que los conciertos a los que tenía acceso, los echaban. Simplemente. Como el Telediario. Mientras eso sucedía, sus hijos se afanaban en ofertarle toda clase de prodigios tecnológicos del mundo de la comunicación digital para su disfrute y entretenimiento. En vano. Él solo preguntaba cuándo echaban esos conciertos de ese señor tan elegante.
Tendrían que ver la cara de felicidad y concentración que mi padre le ponía a esos conciertos de André Rieu: un ídolo de masas, galardonado en el mundo entero, al que yo mismo hasta la fecha apenas conocía y que a mis ojos y oídos se me antojaba una especie de grupo tributo del mundo de la música culta con una puesta en escena semejante a un superchute de modernidad si damos pábulo a las reflexiones de Alessandro Baricco.
Pues eso: finalmente mi pobre padre, al que seguramente le debo tanto de mi afición a la música, en la que en tan pocos aspectos coincidíamos, se fue vaciando de contenido. Ni bicicleta, ni cuchara, ni manzana. Nada. Solo la música. Tan solo eso. Y ni siquiera mi música, la de su bien querido hijo, a la que trató de seguir su estela todo lo que pudo mientras todavía le quedaban fuerzas para amar y apoyar. Al final tan solo André Rieu. La música de su tiempo. La que en algún momento de su vida lo marcó y colmó de gozo. La objetivación de la voluntad misma, según Schopenhauer: su voluntad emocional rezumando por los poros de su piel.
No obstante, todo lo contado anteriormente son solo detalles de color, cromatismos. Lo que al fin vengo a señalar es que finalmente solo nos quedará la música. Qué rellenará y ocupará hasta el último recoveco de nuestro cerebro. Lo único que la enfermedad no fue capaz de sepultar. Y que no importa si esa música es tal o cual. Esta vez ahí no entro. Basta que en algún momento puntual de nuestra vida nos deje su impronta primigenia, motor de arranque de la invasión bárbara emocional que va a acontecer al final de nuestros días.
¡Ay de aquellos que sufran de amusia!