En mayo, pero de hace la friolera de 30 años, comenzaba para los teenagers de mi generación la temporada Baroke, la mítica discoteca de Sada (A Coruña).
La ruta estaba claramente definida. Sábado, quedada a las 16:30h en la estación de autobuses, visita al supermercado más cercano para coger algo que beber y “pillar” el Calpita en un recorrido de 1 hora para menos de 20 kms. Menos mal que, a esa edad, el tiempo se pasa volando si mientras haces un recorrido entre los últimos cotilleos y aventuras amorosas de tus compañeros de clase.
Al llegar a la dársena de Sada, la gente de bien aún aprovechaba los últimos rayos de sol, pero en el merendero-bebedero ya estaban los primeros madrugadores, organizados por barrios o por colegios, chicos a un lado y chicas al otro, aún es temprano para desinhibirse y mezclarse.
La siguiente etapa incluye parada en el Moby Dick, el mítico bar con el aún más mítico brebaje de receta secreta servido en su correspondiente palangana, floreada y con un cucharón metálico, lista para compartir con otros tres compinches hasta encontrar las frutas confitadas en su fondo. Si había tiempo y aún resistías el empacho de licor de kiwi, podía caer otra hasta que todos, sobre las 7, empezábamos a caminar, como si el flautista de Hamelin nos guiase, hacia Baroke, la meta.
Ya en ese momento algunos atravesaban (o atravesábamos) el feirón sadense haciendo “eses”, otros apoyados en amigos. Eran 300 metros peligrosos porque podías encontrarte con tus padres o algún otro familiar y tendrías que pararte a mantener una conversación con sentido para la que seguramente no estabas preparado.
Al llegar al edificio modernista que albergaba la discoteca, la cola de entrada rebosaba los límites de la verja. La campaña de marketing era extremadamente efectiva, atraer a los chicos asegurando la presencia de chicas y, para incentivarlo, su entrada era 50 pesetas más económica. Simple y eficiente. Inspirada en la propia naturaleza humana.
Para atravesar la puerta, además del pago, tenías que poner cara de mayor o te pedirían el DNI y se darían cuenta de tu edad real y de que sólo necesitabas afeitarte una vez por semana.
Dentro, dos alturas, la pista de baile y los sofás, el cielo y el infierno o el infierno y el cielo, depende de cómo se te diese la noche. Por los altavoces podías escuchar de todo, desde Technotronic hasta Viceversa, desde Snap hasta TamTamGo. En la pista, cientos de adolescentes haciendo lo que su cerebro reptiliano ordenaba, mostrarse cual pavos reales para conseguir las únicas dos cosas que parecían importar allí, respeto social y flechazo hormonal.
Hay lugares donde “pasan cosas” y Baroke era uno de ellos. En tres horas se construían relaciones y se destruían otras a base de discusiones, malentendidos o infidelidades. Si tenías suerte y estabas en el primer grupo, sobre las 20:30 llegaría tu momento, el techno y el pop dejaban paso a “la hora de las lentas” y la pista de baile se llenaba de parejas intentando dar pasos combinados mientras escuchaban a Sergio Dalma y se susurraban cosas al oído. Los que no estaban allí, estaban en los sofás del primer o del segundo piso, más oscuro aún, dependiendo del nivel de la relación. El resto, apurábamos las últimas copas mientras hacíamos balance de la jornada entre risas.
A las 21:45, había que salir a toda velocidad para poder pillar el último bus de regreso a la ciudad. Era probable que te cruzases con alguna pelea o que incluso pudiesen mezclarte en alguna y corrías el peligro de quedarte allí y tener que coger un taxi para volver o, peor aún, llamar a tus padres para que fuesen a recogerte.
Una hora para los 20 kms de vuelta que sabían a poco para recapitular minuto y resultado haciendo balance de todo lo que había pasado. Con suerte, si tus padres eran permisivos, aún tenías un par de horas de noche por delante en Metro o Recreo y una nueva oportunidad para sacar de paseo a tu cerebro animal.
Así era, casi cada fin de semana, de mayo a septiembre, desde los 16 hasta los 18, cuando el ocio nocturno no sabía de pandemias y Sada era un pueblo marinero que durante tres meses se convertía en una especie de Ibiza para los adolescentes coruñeses.
Cuando cumplimos 30 años, mis amigos y yo decidimos comprobar si aún éramos lo suficientemente jóvenes para replicar la ruta tal cual, con el bus de las 17h, las obligadas paradas en el merendero, el Moby y el fin de fiesta en Baroke (por aquel entonces Sabarok). Efectivamente también ese fin de semana “pasaron cosas”, muchas, pero eso forma parte de otra historia que quizás algún día me atreva a contar…