Este artículo no será otra valoración más de la vacunación frente al coronavirus o no sólo o sí, ya ni yo mismo sé si existe algo que no se cruce al menos tangencialmente con los efectos y los defectos de esta pandemia que nos rodea en el último año y medio.
No opinaré de fútbol, política o religión o no sólo o sí, porque ya casi todo lo que pasa puede ordenarse en uno de esos tres ejes en un país donde, como dice el tweet (el nuevo refranero español) el fútbol es una religión, la religión es política y la política un partido de fútbol.
Este artículo trata, en realidad, sobre el desarrollo de nuestra capacidad colectiva para acostumbrarse a los sucesos y de cómo, poco a poco, dejamos de sorprendernos, de escandalizarnos o de protestar, empezando a dar por normal lo irregular de tan regular que se vuelve. Cómo, a partir de un determinado número de acontecimientos, somos capaces de elevar la barrera de la indignación y asumimos cifras o noticias que poco tiempo atrás nos punzaban el estómago o nos fruncían el ceño.
Quiero hablar de la otra inmunidad de rebaño, la social, la que avanza a velocidad exagerada y que nos va haciendo emocionalmente resistentes a la reacción frente a determinados acontecimientos ante el aumento de su incidencia, su nivel o su frecuencia.
A comienzos de año, el consejero de sanidad de Ceuta se vacunó frente al covid cuando aún comenzaban a llegar las primeras y exclusivas vacunas y aún no le correspondía. Argumentó, en una rueda de prensa que forma parte de mi banco de recursos didácticos sobre comunicación política, que lo hizo porque su equipo lo “chantajeó” para hacerlo pese a que él, no cree (creía supongo) en la vacunación. Tal personaje tardó semanas en dimitir, causando un doble daño y disminuyendo no solo la confianza de la ciudadanía en la vacunación sino asentando la sensación generalizada de que la pauta de inmunización no era ni sería igual para todos. Aún pasando por momentos tan icónicos como Fernando Simón pidiendo la colaboración de los influencers y tiktokers para mejorar la conciencia social sobre la vacunación, todos subimos el umbral de nuestra tolerancia ante la repetición de casos de políticos, religiosos o incluso ex-monarcas saltándose las reglas dispuestas para el resto de la sociedad.
Hace un mes, ante los problemas de suministro de la vacuna desarrollada por AstraZeneca, las administraciones sanitarias deciden que, previo consentimiento informado firmado de los potenciales efectos secundarios, cada ciudadano, independientemente de su formación o información sobre tan complejo asunto, pueda elegir que “marca” prefiere para su segunda dosis, repetir AstraZeneca o mezclar con Pfizer, como si se tratase de escoger carne o pescado en un “menú del día” en el que si tienes un corte de digestión al menos no protestes porque has elegido tú. Otro ascenso de nivel en la barrera de la resignación social, que bajo el argumento del empoderamiento ciudadano nos oculta la descoordinación y el desconocimiento de quienes deben liderar la resistencia pandémica.
Hace una semana y ya con una pauta establecida medianamente coherente basada en la edad, la exposición al virus y la letalidad de sus potenciales consecuencias, de repente, nos lo saltamos todo y vacunamos a la selección española para que puedan jugar un campeonato que nos entretenga lo suficiente para pensar que nuestra posición competitiva internacional depende de una pelota más que de nuestra competencia industrial, política o social. Y no sólo eso, sino que para que los jugadores no se encuentren mal al día siguiente de un segundo pinchazo que pueda coincidir con un partido clave, les administramos la dosis única de Janssen y así aseguramos que estarán en plenas facultades (sea lo que signifique eso) el día del combate final por el honor futbolístico del país. España “puede”. Así nos va.
El listón de la capacidad de generar vergüenza social ya está por las nubes. Nos hemos acostumbrado a casi todo y ya casi nada nos sorprende. Pero déjame seguir creyendo en nosotros, en tí, en mí, y en probablemente otros que cuando escuchamos las cifras de muertos y contagiados sabemos que, pese a su descenso y lejos de tratarse de una buena noticia, son nombres propios que perdemos cada día y que cuando leemos en los periódicos o vemos en los informativos noticias como las anteriores seguimos sintiendo indignación, la piel erizada con el escalofrío de la realidad y el rubor de la vergüenza.
Déjame creer en que aún no hemos alcanzado la inmunidad de rebaño emocional.