Dime lo que escuchas y te diré cómo eres. Múltiples estudios científicos han concluido la estrecha relación existente entre el desarrollo de nuestra identidad y la banda sonora original de nuestras vidas. Yo mismo he comprobado empíricamente que mi estado anímico depende, en cierta medida, de la música que llega a mis oídos a lo largo del día, pero… ¿Nos gusta un determinado estilo musical por cómo somos o es la música la que va dibujando o definiendo rasgos en nuestra personalidad? En otras palabras, ¿”escuchamos lo que somos” o “somos lo que escuchamos”?

Históricamente, la música, como la moda, ha contribuido a definir y caracterizar generaciones completas. De este modo, el rock inconformista de los 70 fue la expresión de la identidad generacional de los “Boomers” tras el fracaso del amor global y buenrollismo infinito de la música de la generación Hippie, el Punk de Los Ramones puso sintonía al discurso de desafío y desprecio hacia las normas y conductas sociales establecidas a finales de los 70, la movida madrileña de los 80 rompía los estereotipos y modelos de conducta establecidos durante más de 40 años de dictadura en España o el indie alternativo de Nirvana, Soundgarden o Pearl Jam en los 90 reflejaba el desencanto y pesimismo existencial de la denominada Generación X.

La influencia determinante de la música, a través de su ritmo y letras, sobre la definición del sentido de nuestra identidad se multiplica con la relación que tiene con que vistamos un tipo de ropa determinado, nos rodeemos de determinado tipo de gente, vayamos a ciertos bares o utilicemos determinada jerga; factores que no hacen más que acentuar la velocidad a la que se van desarrollando determinados modos de pensar y comportamientos asociados a cada estilo y armonía. Así, muchos estudios concluyen que, generalmente, los amantes del rock y el rap son rebeldes, los aficionados a la ópera son acomodados y educados o los adictos al jazz y la música clásica son creativos. 

Por todo ello, además de su evidente uso como modo de expresión, parece lógico pensar también en cierto “efecto socio-pedagógico” detrás de la música, pues a medida que nos acompaña, va intercalando en nuestro interior mensajes que, consciente o inconscientemente, acaban definiendo una determinada forma de pensar y de actuar, de modo que utilizamos la música para identificarnos con determinadas posturas vitales e incluso políticas que consideramos más compatibles con nuestra personalidad.

Ciertamente es algo mágico como la música tiene el poder de identificarnos y reunir individuos con inquietudes, objetivos o creencias homólogas, concentrándolos en “tribus” que dan respuesta a la eterna búsqueda humana del sentimiento de pertenencia a un grupo: los “rockabilly”, los “mod”, los “emo”, los “heavy”… 

Si has llegado a este punto y tras (espero) coincidir en que, en términos generales, la música no sólo es una cuestión de “gustos” sino que participa en la educación y determinación de la personalidad de los individuos de una sociedad, me gustaría compartir contigo la letra de una canción que, recientemente, la inteligencia artificial del modo aleatorio de mi Spotify decidió mostrarme:

“Te escupo la boca, te jalo el pelo

Te doy con el bicho y con el LELO

En el jet privado, un polvo en el cielo

Hoy quiero una puta, una modelo

(…)

Y ya le di a las dos

La amiga repitió

Wow, qué rico me lo mamó

En la boca de la otra se la echó”

La canción, de título “La Jumpa”, es el último gran éxito de un tal Arcángel en colaboración con Bad Bunny. Para componer este texto, lanzado en noviembre del pasado año, han hecho falta nada más y nada menos que 5 “poetas”: Austin Agustín Santos (aka Arcángel), Benito Antonio Martinez Ocasio (aka Bud Bunny), Marco Daniel Borrero, Benjamin Falik y Kamil Jacob Assad. 

Esta estrofa llegará a millones de personas por obra y gracia de Universal Music corp., la discográfica más grande y, por ende, con mayor poder de promoción y difusión del mundo. Por darte un par de datos que te pongan los pelos aún más de punta, la canción ha sido la más reproducida en Spotify en España el 24 de Diciembre de 2022 (bonita noche para este mensaje) y su video acumula, a día de hoy, más de 81 Millones de visualizaciones en Youtube. Los derechos de reproducción dejarán aproximadamente 0,09 € por descarga a sus autores, con lo que de momento ya han engrosado sus cuentas bancarias con más de 7 Millones de euros. Google clasifica la canción dentro de los géneros urbano latino, bachata, hip-hop, trap y música tropical aunque mi Spotify sólo en uno, reggaetón

Los consumidores principales de reggaetón son los denominados post-millenials o Gen-Z, nacidos entre 1997 y 2012 y que actualmente tienen, por tanto, entre 14 y 26 años, justamente la edad en la que el binomio correlacional entre la música y el desarrollo de la personalidad individual es máximo, según la mayoría de estudios psicológicos, moldeando las creencias, pensamientos y actuaciones de un cerebro que perderá gran parte de su plasticidad tras esta edad.

Llega ahora la gran pregunta: si efectivamente, la música y sus contenidos tienen un potencial efecto “educativo” sobre la conducta generacional… ¿Qué futuro nos espera del reggaetón?

Es cierto que se han creado canciones englobadas en este estilo y que transmiten grandes valores que giran alrededor del empoderamiento femenino (“las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan”) o el bullying (“soy aquella niña de la escuela”), pero no podemos negar que la tendencia general o al menos la de muchos de los grandes éxitos del género tienen letras denigrantes para la mujer, alardean del consumo de drogas o consideran el dinero como máximo anhelo; mensajes con efectos claramente adversos para cualquier persona que crea que esa realidad que describen sus letras es la realidad de nuestro mundo.

Podemos pensar que forma parte de la responsabilidad propia escuchar con suficiente criterio para distinguir la realidad de la mera licencia musical, cogiendo únicamente aquello que creemos enriquece nuestros valores y excretando los, perdón por la licencia estilística, “mensajes de mierda”. Más complicado es cuando tenemos que ejercer de filtro de los mensajes que pueden llegar a nuestros hijos y juzgar hasta que punto están preparados y cuentan con suficiente espíritu crítico para asimilar una letra digiriendo correctamente sus mensajes. Obviamente, ello pasa por la educación y nunca por la prohibición, pero es ciertamente complicado pues creo que un padre nunca es plenamente consciente de la capacidad de juicio que puede tener su hijo, tendiendo por inercia a la sobre-protección.

En un sentido amplio la música, pero sobre todo las letras de las canciones han sido con frecuencia una herramienta de relato sexual controvertido. Basta citar como ejemplos el “Je t’aime moi non plus” de Serge Gainsbourg y Jane Birkin (1969) o el “Like a Virgin” de Madonna (1984). Pero la polémica vende, lo sabemos nosotros, ellos y también los señores de Universal Music; y en un mercado en el que las plataformas digitales llevan la batuta económica, el nivel de evidencia que hay que sobrepasar para llegar al escándalo que provoque una nueva descarga aumenta exponencialmente (que se lo pregunten a Shakira que ha pasado también de cualquier tipo de sutileza para “despellejar” a Piqué en su rompedora y millonaria sesión 53 con Bizarrap).

Lo cierto es que la historia de la música ha tenido también muchos casos de mensajes incorrectos (política y éticamente). Sirva como ejemplo, la letra de “One in a Million”  de Guns ‘n’ Roses (1987): "Inmigrantes y maricones no tienen sentido para mí. Vienen a nuestro país y creen que harán lo que les plazca, como empezar un mini-Irán o propagar una puta enfermedad” o la de “Hoy voy a asesinarte” de Siniestro Total (1982): "Hoy voy a asesinarte, nena, te quiero pero no aguanto más. Voy a asesinarte, nena, no me volverás a engañar". Más recientemente, las consecuencias de una letra, llevaron al rapero Pablo Hasél a prisión (el primer músico encarcelado en España desde la transición) por un delito de enaltecimiento del terrorismo y otro de injurias a la Corona. Adicionalmente, otras figuras del rap patrio como Valtònyc y La Insurgencia, han abierto el debate paradójico sobre si es necesario silenciar ciertas manifestaciones artísticas en una sociedad cada vez más hipersensible ante determinados temas como la igualdad, la violencia, el terrorismo, etc. o si pueden ampararse en la necesaria, conveniente y enriquecedora “libertad de expresión” democrática para decir lo que les salga de, como diría Bad Bunny, “el bicho”.

Éstas y seguro que muchas de las canciones que yo escuchaba en mi adolescencia serían consideradas cuanto menos “políticamente incorrectas” en la actualidad, aunque es cierto que siento 2 diferencias sustanciales con el reggaetón actual por las que el efecto divulgativo que tuvieron en mí pudo ser claramente menor en la era de desarrollo que me tocó vivir: en primer lugar, mi nivel de inglés durante esa etapa no me permitía entender con claridad gran parte de los mensajes anglosajones y, además, nuestro escaso nivel tecnológico nos limitaba el acceso, con tanta facilidad como la actual, a recursos no adaptados a nuestra edad o grado de desarrollo. Es obvio decir que el manejo de idiomas o el desarrollo tecnológico actual tiene, por supuestísimo, grandes ventajas como la libertad de no estar tan dirigido en tus gustos por una radio-fórmula y la presencia televisiva o de saborear el valor y calidad de temas de todos los tiempos al segundo, mejorando la diversidad de estilos a tu disposición (en mi propio móvil conviven en una urbanización tan eclética como mi propio Yo, vecinos tan divergentes como Red Hot Chili Peppers y Britney Spears o AC/DC y Paris Hilton). 

Penúltima reflexión: ¿cuál es la gota que derrama el vaso de la libertad de expresión? Si un político, un deportista o cualquiera con un mínimo de repercusión mediática pero sin el escudo de la libertad artística transmitiese públicamente el mensaje de esta estrofa a la sociedad ¿lo permitiríamos?. En contrapartida, si Picasso se hubiese sometido a la censura dictatorial, ¿tendríamos una obra de arte como el Guernica? 

Por último, es cierto, como te podrás imaginar, que escucho alguna canción de lo que denominamos “reggaetón” (por eso Spotify concluyó que sería buena idea ponerme “La Jumpa”). No puedo negarlo, el dembow que compone su base rítmica y la rima consonante facilona es sabroso y adictivo, tan dulce a mi paladar musical (e imagino que al de otros) como el azúcar. El problema es que el azúcar también tiene efectos secundarios claramente perjudiciales para la salud a largo plazo e incluso peligrosas reacciones inmediatas en determinadas condiciones como las de los diabéticos ¿los tiene también el reggaetón? ¿cuáles serán los efectos de sus mensajes en las nuevas generaciones? ¿qué parte de culpa pueden tener sus mensajes sobre sus comportamientos?

Por si nos da alguna pista, Bad Bunny, ha anunciado recientemente que se tomará un año sabático en 2023, en sus propias palabras, “por salud mental y emocional”.