Parece que el apocalipsis no vendrá con trompetas celestiales ni jinetes con espadas flamígeras, sino más bien con un desfile de seres humanos sin vergüenza, marchando alegremente hacia la destrucción del sentido común. El mundo posmoderno, ese caleidoscopio de ideas desconcertantes y conceptos difusos, ha traído consigo incontables males, pero sin duda, uno de los más flagrantes es la pérdida del sentido del ridículo.
¡Oh, aquellos tiempos dorados en los que una mirada furtiva bastaba para ponerle freno a los arrebatos de ridículo que podían surgir en la mente de cualquiera! No hace tanto, aunque ahora suene como un cuento de fantasía, el sentido del ridículo era un custodio feroz que vigilaba nuestros comportamientos y palabras, impidiendo que sucumbiéramos a la tentación de la estupidez manifiesta. Un mecanismo de autocensura que, lejos de oprimir, nos protegía de la humillación pública y del caos social. Pero claro, en nuestra era de "autenticidad" desbordante, ¿quién quiere ser prudente?
La ironía de todo esto es que ahora vivimos en la era de las redes sociales, donde la exposición pública es más brutal y despiadada que nunca, y sin embargo, el sentido del ridículo se ha desvanecido como un suspiro en el viento. Si antes un resbalón verbal podía costarle a uno la dignidad, hoy en día parece que la vergüenza ha quedado obsoleta. Ser ridículo no solo es aceptable, ¡es celebrado! Es la nueva norma, el último grito de la moda existencial.
El fenómeno es tan fascinante como preocupante. Asistimos a la proliferación de personajes que, sin el más mínimo rubor, expresan las opiniones más absurdas como si fueran oráculos de la verdad, sin importarles cuán ridículos puedan parecer. Y no se trata solo de anónimos en la red, no. Políticos, artistas, "influencers" y un largo etcétera se han lanzado a la arena pública con el sentido del ridículo en coma profundo. Quizás, después de todo, es una estrategia. ¿Qué mejor manera de evitar el ridículo que asumirlo plenamente y convertirlo en tu marca personal?
Este fenómeno podría ser un síntoma de un mal mayor: la muerte del sentido común. Si ya no sentimos vergüenza por nuestras palabras o acciones, ¿qué nos queda para frenar la marea de la irracionalidad? El sentido del ridículo era la última línea de defensa, un recordatorio constante de que existían límites, de que no todo valía en la esfera pública. Al desaparecer, esos límites se han desdibujado, y nos encontramos en un terreno pantanoso donde la sensatez es una especie en extinción.
En fin, el sentido del ridículo ha muerto, y con él se nos escapa el sentido común. A medida que nos adentramos en esta jungla posmoderna, conviene preguntarse: ¿Qué sigue después? Quizás la lógica también está en la lista de próximas víctimas. Mientras tanto, preparemos nuestras mejores galas para el desfile de absurdos que está por venir. Después de todo, en este mundo al revés, la única opción para no caer en el ridículo es abrazarlo con entusiasmo.