La única carretera asfaltada de Gambia es una vía de doble sentido que sale de la capital y discurre en paralelo al río que da nombre al país. El asfalto termina 150 kilómetros después y se abre un camino de arcilla entre la espesura verde. A los lados se levantan chabolas de adobe y tejados de paja donde los niños corren descalzos y con la cara llena de barro y donde las familias comen con las manos en cuclillas alrededor de una palangana de arroz.
Una de esas aldeas se llama Tendaba y está pegada al río. Allí viven 700 vecinos que corren nerviosos alrededor de cualquier hombre blanco que se acerque por allí. Tendaba es uno de los lugares de partida de los miles de jóvenes gambianos que cada día vemos por las calles de muchas ciudades españolas. Algunos sobreviven como manteros después de haber cruzado un mar en cayuco y un desierto en camión.
El sueño de cualquier gambiano es recorrer el camino que separa Tendaba de la Puerta del Sol.
Keba Hadim tiene 24 años y es el maestro de Tendaba. La escuela, una sencilla construcción de piedra en la que niños de todas las edades se amontonan en los pupitres de madera, fue levantada por una ONG española hace dos años.
El hermano de Keba murió a principios de 2014 intentando alcanzar Canarias a bordo de un cayuco en el que viajaban unos 150 jóvenes que habían salido de Mauritania. Sólo 32 sobrevivieron al naufragio.
–¿Tú qué quieres ser de mayor?– le pregunto a uno de los alumnos de Keba que apenas tiene ocho años.
–Yo quiero irme a Europa.
"Es un síndrome", explica el profesor. "Yo lo llamo el síndrome del cayuco. Todos los niños de Gambia quieren irse a Europa. Es lo único en lo que piensan, el único futuro que contemplan. Sobre los 13 años empiezan a intentarlo”.
Yoro Gai tiene 26 años y vive en Madrid desde 2009. Llegó a Canarias en cayuco después de cuatro años trabajando como pescador en Mauritania y Senegal. Hoy tiene permiso de residencia, estudia para sacarse el bachillerato y es miembro del partido Por un Mundo más Justo.
"Lo único que los chicos de Gambia tienen en la cabeza es venir a Europa", cuenta en la mesa de una cafetería madrileña mientras bebe un refresco de naranja. "¿Qué otra cosa pueden desear? En Gambia no hay mercado laboral ni universidades. O vienen a Europa o se quedan sentados en el bordillo de una calle el resto de su vida".
Yoro explica que creció escuchando una frase: "Hay que irse a Europa". La decían sus amigos, sus vecinos y sus hermanos. En la Radio Nacional de Senegal, cuya frecuencia llega a Gambia, emiten un programa al que llaman chavales que han logrado alcanzar Europa.
"El problema es que sólo meten los testimonios de aquellos que trabajan y ganan dinero. Es como hacer un llamamiento a gran escala", dice Yoro.
En la aldea donde imparte sus clases el maestro Keba, este año han muerto ocho jóvenes intentando atravesar el mar. Muchos más están ahora en ruta por Mauritania o Libia o han logrado llegar a Europa. Al alcanzar la adolescencia, se largan. Son pocas las familias que no tienen a alguien que lo haya intentado.
La última vez que Keba habló con su hermano estaba a punto de subir a bordo del cayuco. "Me llamó desde Mauritania y yo le dije que no se fuera porque era muy peligroso", recuerda el profesor. No volvió a saber de él hasta que le comunicaron su muerte. Ahora Keba intenta que los niños salgan del síndrome. Su objetivo es que contemplen posibilidades para abrirse paso en su propio país sin necesidad de lanzarse al mar.
Curando la homosexualidad
Gambia es una lengua de tierra que se adentra en Senegal y sigue el curso del río homónimo a lo largo de 400 kilómetros. Apenas tiene 50 kilómetros de ancho y es como una alargada provincia de Senegal, con quien llegó a tener un proyecto de fusión que habría creado Senegambia y que se truncó en los años 90.
A este lugar le conoce como La Costa Sonriente por la exagerada amabilidad de sus habitantes. También por la seguridad que ofrece al turista, que apenas repara en el rostro menos amable del país.
Ese rostro está controlado por el dictador Yahya Jammehm, que ejerce como jefe de Estado desde el golpe militar de 1994 y que es el responsable del paro, el despilfarro y la represión.
Jammehm asegura que puede curar el ébola y la homosexualidad y amenaza a los gays que se nieguen a ser curados con la decapitación. Su Gobierno persigue y silencia a los opositores y a los periodistas mientras su responsable se convierte en una caricatura de sí mismo: el dictador exige trovadores y bailarinas en cada acto oficial y organiza caravanas en las que lanza galletas a los niños. El año pasado cuatro murieron atropellados por los vehículos oficiales cuando se agachaban a recogerlas.
Gambia tiene una de las tasas de sida más altas del mundo y ocupa la posición 172 según el índice de desarrollo humano de la ONU. El 85% de las mujeres han sufrido la ablación: una práctica reconocida y respaldada por el Gobierno que varios museos nacionales explican como si fuera cualquier otro ritual.
La esperanza de vida de los gambianos no pasa de los 54 años y el salario medio mensual ronda los 60 euros. La pobreza que se percibe al recorrer el país es extrema. Gambia no tiene un solo puente a lo largo de 400 kilómetros de río. Es necesario cruzarlo en alguno de los destartalados ferris donde los vecinos se apiñan entre el óxido y el humo negro.
La humedad y el calor son asfixiantes pero muchos jóvenes exhiben su estatus luciendo cazadoras o gorros de lana.
Fuera de la ciudad, el Estado apenas pinta nada y las estructuras sociales son tribales. La religión mayoritaria es el islam y a lo largo de los caminos hay permanentes referencias a Alá, aunque en la intimidad de los hogares las familias mezclan la santería con el culto musulmán.
En la playa de Paradise Beach, a unos 50 kilómetros de la capital, un grupo de pescadores se preparan para salir a faenar. Casi de forma súbita detienen su labor y se alinean en la arena para rezar mirando a La Meca. Cada vez que se incorporan, lucen sus frentes llenas de arena pegada por el sudor.
"Está en Deportivo"
Una niña de tres años duerme boca arriba en una colchoneta sobre la tierra. Las moscas que se posan en sus labios y en sus párpados no perturban su sueño. Alrededor, su familia toma té y charla sobre esterillas de paja. Los Darboe se dedican a la pesca y ganan un dinero extra gracias a uno de los hermanos, que sabe escribir y reproduce en tinta sobre madera pasajes del Corán.
Los Darboe son una de esas familias privilegiadas que tienen a un miembro en Europa. "Es como la lotería", cuenta Ebraima, un joven guía turístico del país. "Estas familias pueden ser más pobres que sus vecinos. Pero los demás envidian su estatus".
Tener un hermano facilita mucho los matrimonios. Hay padres que se niegan a casar a sus hijas si el novio no tiene a algún pariente que haya cruzado el mar con éxito.
Yoro, el chico que vive en Madrid, envía de vez en cuando a su familia parte de sus ganancias como cocinero de un restaurante. El dinero sale de la Avenida de América y llega a Tabanani, una aldea en el interior de Gambia.
Yoro tiene permiso de residencia, pero no se lo ha dicho a su familia. "Si se lo dijera, empezarían a pedirme dinero sin parar. En Gambia creen que estar en Europa te hace millonario. Yo les voy ayudando en lo que no pueden. Este año les compré unas vacas para que no tengan necesidades".
Los Darboe viven en una aldea llamada Sanya y tienen a uno de sus hijos en España. Aunque no saben exactamente dónde.
–¿En qué ciudad está?
–Creemos que está en Deportivo.
–¿Te refieres a Coruña?
–Sí, eso. En Deportivo La Coruña.
En realidad Coruña fue la última noticia que tuvieron. Hace meses que Moro Darboe, que tiene alrededor de 30 años, no da señales de vida. "No sabemos nada", cuenta su hermano Khadim. "No tenemos teléfono. A veces llama a un vecino y ese vecino nos cuenta cómo está. Pero hace meses que no llama. Creemos que puede estar en la cárcel".
Lo de la cárcel es una suposición. La incomunicación es uno de los problemas del viaje a Europa. “Cuando me fui, intentaba llamar cada 15 días porque mi madre estaba muy preocupada pero no siempre es posible”, explica Yoro desde Madrid.
Pese a los peligros y a los silencios, las familias saben que regresar no es una opción. Cuando a los Darboe se les pregunta si les gustaría que su hijo Moro volviera, todos niegan de inmediato esa posibilidad. "No", explica uno de los miembros de la familia. "Ha conseguido llegar. ¿Cómo va a volver?". Ni lo conciben.
No conseguirlo es un drama. El viaje a Europa es un camino que arranca en Gambia y atraviesa varias fronteras a bordo de camiones repletos de jóvenes. Sólo esa parte cuesta unos 500 euros. Después, los chicos gambianos deben quedarse durante dos o tres años trabajando como pescadores en Senegal o Mauritania.
Sólo se suben a un cayuco después de pagar hasta 1.000 euros y se lo juegan todo a una carta. Si una vez en Europa los deportan, todo el gasto habrá sido en balde. "Los que regresan lo vuelven a intentar", dice un gambiano. "Nunca se rinden porque no tienen otra opción".
El viaje de Yoro
Yoro salió de su aldea con 13 años. En Mauritania y después de dos años faenando, reunió 900 euros y se coordinó con otros gambianos para comprar un cayuco, un motor y gasolina. Salieron de noche de una playa cercana a Nuakchot, la capital del país.
"No lo recuerdo con miedo", dice. "Tenía frío pero no miedo porque pensaba: 'Si llego, estupendo. Si nos hundimos y muero, también. Así descanso'".
En aquella barcaza viajaban 78 personas. A Fuerteventura llegaron cinco días después de salir. De su desembarco Yoro recuerda sólo una cosa: "Una chica se me acercó y me dijo: '¡Corre, que viene la policía!'. Era muy guapa. Me quedé enamorado. Ojalá la vuelva a encontrar”.
El joven gambiano estuvo dos años sin papeles. "Hacía vida de delincuente mientras mi familia me pedía dinero. Como todos en Gambia, creían que era rico por estar en Europa".
Hace tres años Yoro logró regularizar su situación. Ahora estudia y trabaja mientras capea la presión de su familia. "Cuanto más les diga que tengo, más me van a pedir. Date cuenta que allí hay mucha necesidad y poca educación”.
Al otro lado, en Gambia, la familia Darboe explica que Moro se fue con los ahorros de toda la familia. También él estuvo en Mauritania y cruzó a las islas Canarias.
Desde hace cinco meses no saben nada de Moro y usan las manos de una vecina santera para intentar leer cómo está el chico. Su hermano Kharim asegura que ahora es su turno. En cuanto ahorre dinero irá a Europa y buscará a su hermano. En la aldea decenas de familias tienen muertos en su haber.
–¿Cuántos?
–Muchos, muchos.
"Ya no vamos a España"
La isla de Kunta Kinteh es uno de los reclamos turísticos de Gambia. Se trata de una isla en donde los ingleses comerciaban con esclavos. Ebraima, el guía que encabeza la expedición, se pone en pie sobre la proa de la barca que conduce a la isla y grita. “¡A Canarias!”. Todos se ríen. El síndrome del cayuco está presente hasta en los chistes.
Más allá de los lugares turísticos y de las playas, Gambia tiene su verdadero señuelo para occidentales en el turismo sexual. Señoras de blanca piel arrugada se pasean con jóvenes musculosos. Jubilados de las profundidades de Europa manosean exuberantes jovencitas gambianas. Quienes huyen al viejo continente también ven en los matrimonios de conveniencia una salida a su situación.
"En Gambia, la gente cree que llegas a Europa y ya está. No saben lo duro que es conseguir papeles", dice Yoro. "Por eso muchos intentan conseguir una chica. Es la mejor manera porque hacerlo a través del trabajo es muy difícil. Más aún con la crisis".
A pesar de tener sólo dos millones de habitantes, Gambia ocupa el quinto puesto entre los países africanos emisores de emigrantes a Europa, según datos de ACNUR. Desde hace un par de años la ruta ha cambiado. Mauritania ha reforzado la vigilancia financiada por la UE y Libia es la alternativa más viable en una ruta que desemboca en la isla italiana de Lampedusa. "Ya no vamos a España", dice Baba Jaiteh, que tiene 28 años y es vecino de una aldea cercana a la costa. Él intentó saltar desde Libia. No lo logró.
"Mira mi casa", dice Baba sentado en una silla de mimbre. "Se cae la pintura y hay días que no tenemos ni para comer". El techo de latón está sujeto por unas tablas de madera y la puerta es una cortina. "¿Cómo no vamos a intentar irnos?".
Baba se fue en 2008 a Senegal. Su sueldo como sastre no le llegaba para mantener a su mujer y a su hijo. En el país vecino y después de años de trabajo, se unió a un grupo que se preparaba para salir a Libia. Atravesaron en una camioneta la frontera con Mali. Después Burkina Faso, Níger y por fin Libia. El país, en guerra civil desde 2011, es un territorio sin control donde campan impunes las mafias de tráfico de personas. Es también el lugar donde se juegan la vida migrantes como Baba, al que detuvieron cuando llevaba un año trabajando para pagar el viaje.
"Me encarcelaron y estuve tres meses en una celda sin ventanas", explica. "No sabía si era de día o de noche”.
Sus carceleros le robaron todo el dinero y lo deportaron a su país. Hoy, de vuelta en su aldea, ya planea cómo volver: “Quedarme aquí es imposible”.
Lo que pasa en Gambia
Hay una frase que los gambianos repiten como un mantra. Se trata de una traducción libre del lema Gambia no problem, que hace referencia a la seguridad y la amabilidad del país. En castellano atropellado, los vecinos dan la bienvenida: "Gambia, no pasa nada". La frase resuena en todos los rincones.
Lo que pasa en Gambia es que generación tras generación nadie cree en su país. Cualquier joven siente el impulso de irse en cayuco a Europa. En Bunkling, una aldea del interior, Bakkia explica que su cuñado se ahogó en un cayuco esta misma semana. El joven concreta el problema: "Se había llevado todo el dinero de la familia".
Su cuñado es uno más en un pueblo donde casi todas las familias velan un ahogado y donde el síndrome del cayuco lo empapa todo. El país se desangra sobre el Mediterráneo mientras su presidente reparte galletas entre fanfarrias y sus vecinos repiten 'Gambia no pasa nada'.