Corría mediados de 1995, en una España aún ensimismada en su pasado más reciente tras la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, cuando Ricardo Álvarez Ossorio decidió inscribirse en el turno de oficio como abogado en Cádiz, su ciudad natal. Por aquel entonces Ricardo, procedente de una familia bien, era un joven con desparpajo que sólo un año antes había terminado la carrera de Derecho. Siempre aprobó las asignaturas, aunque entre clase y clase dedicara el tiempo a jugar al póker y al futbolín con sus compañeros. De la primera de estas aficiones sacó algo de dinero y experiencia para medir a las personas. De la segunda, sólo una tendinitis.
Tras terminar los cinco años de estudios, que cursó en el campus universitario de Jerez de la Frontera, hizo un curso de práctica forense y pronto comenzó a trabajar en un banco de Rota, donde le pagaban 80.000 pesetas mensuales. Este empleo, que sólo le ocupaba las mañanas, lo compatibilizaba con otro en un bufete de abogados de un pueblo de la sierra gaditana, Arcos de la Frontera.
Allí, en un minúsculo despacho y como pasante, comenzó a conocer el empleo de abogado. También allí fue donde decidió apuntarse como letrado de oficio. Sería una decisión crucial en su vida, ya que el primer caso que llegó a sus manos (la imputación por narcotráfico de tres españoles –dos de ellos de origen magrebí-) le engancharía tanto que hoy, 21 años después, sigue dedicado al Derecho Penal y a ejercer la defensa de quien pueda pagar sus altos honorarios. “Lo acepté pese a que no debía. No tenía experiencia para aquello y me lo adjudicaron por error. Esos asuntos eran para abogados con un mínimo de años de ejercicio. Pero algo me decía: ‘Cógelo, cógelo…’ Y lo hice”.
En aquel primer caso debieron de ayudarle los astros. “Iba verde como una pera”, reconoce él mismo. Uno de los dos acusados de origen magrebí estaba preso en la cárcel de El Puerto de Santa María tras pasar por busca y captura por no haberse presentado a juicio hasta en cuatro ocasiones. Ricardo, nervioso, fue a visitarlo a la prisión. Por el telefonillo, con un cristal separándolos, el narco le dijo que lo quería contratar como abogado privado, no de oficio.
Horas más tarde, fue a hablar con el hermano del preso, que estaba en libertad. Éste le confirmó que ambos querían cambiar de letrado y que le pagarían 500.000 pesetas. Aquel dinero lo cobró al instante. “Era lo que ganaba en seis meses en el banco, imagínate”, dice.
Al día siguiente fue al juzgado que llevaba el caso y, debido a su inexperiencia, se presentó ante el juez para pedirle cara a cara que dejara a su cliente en libertad provisional. El magistrado, extrañado por las formas de aquel joven abogado, le preguntó: “¿Pero usted lo ha pedido por escrito?”. Ricardo, sin pudor alguno, le contestó que no.
Entonces, con la ayuda del propio juez, presentó una comparecencia verbal en la que solicitaba que dejaran en libertad a su defendido porque, según éste le había dicho, “en la cárcel estaba desesperado”. Curiosa razón. El juez, en cambio, la pasó por alto y sólo le pidió una cosa: que trajera a su cliente el día de la citación. “Vendrá”, le prometió Ricardo, fiándose sólo de su instinto.
El magistrado atendió la petición del letrado e impuso una fianza de 300.000 pesetas para su cliente. Sin consultarlo con el narco, el abogado se presentó en el banco y la pagó con el medio millón de pesetas que había cobrado el día antes.
Por la tarde fue otra vez a la cárcel y le comunicó al preso que iba a salir ese mismo día. En broma, dice que hubo saltos de alegría y confeti en la sala de comunicaciones. Al dejar la prisión, él mismo llevó al cliente a casa con su coche. “Me dieron otras 500.000 pesetas… Sin pedirlas, ¡eh!”, rememora.
Su segundo cliente le pagó el doble. La noticia de la rapidez con que consiguió la puesta en libertad de aquel preso corrió como la pólvora en el mundo del narco. Al parecer, el reo era alguien conocido entre ciertos capos de la droga, aunque Ricardo no lo supo hasta pasados unos meses. “Desde entonces empezó a sonar el teléfono y a entrar casos. Hasta hoy”.
Hoy es un día cualquiera y esto es Puerto Banús, Marbella (Málaga). Ricardo Álvarez Ossorio aparca frente a un exclusivo restaurante italiano un imponente Audi A8 recién estrenado –hace apenas un par de horas que lo ha sacado del concesionario-. Por la mañana ha salido de casa, un chalet en la exclusiva urbanización Sotogrande (Cádiz), conduciendo un Aston Martin que “ya tenía unos años”.
Al lado de su enorme vehículo hay atracados yates más altos que cualquier edificio de pueblo mediano. Por la calle caminan ingleses, indios, alemanes… Todos con aire despreocupado –qué importa si es lunes o sábado- y con cuentas corrientes, a priori, repletas de cash.
El reputado abogado, con despacho propio, se sienta a una mesa y saluda afectuosamente al dueño del negocio cuando éste se le acerca. Resulta evidente que frecuenta el local. “Aquí se come una pasta de muerte”, dice para corroborarlo al instante.
Este letrado con el que el periodista comparte almuerzo y que viste vaquero y polo de manga corta es, probablemente, el abogado español especializado en asuntos penales relacionados con el narcotráfico que goza de mejor reputación entre quienes, de una forma u otra, se encuentran sumergidos en ese mundo.
Su número de teléfono está cotizado entre ellos. Quien no lo tiene y comercia con estupefacientes, sabe que ha de conseguirlo. Por si cae en un operativo. Por si en unas escuchas telefónicas aparece su nombre. Por si algún policía estira del hilo hasta dar con él.
Lucha codo con codo por ser el mejor en este nicho de mercado con otros destacados defensores penalistas que, por petición expresa, prefieren que no aparezcan citados su nombres. “Hace años que no atiendo a cualquiera. Ahora puedo elegir los casos que llevo.Una buena defensa tiene un coste difícil [por elevado] para alguien que comete delitos menores. Aunque creo que ese tipo de cliente ni me llama. Los que lo hacen saben que no soy muy accesible [en cuanto a honorarios]. Y si no lo saben, se lo explico al momento”.
Ricardo Álvarez nació y se crió en la tacita de plata, algo que lleva a gala. “El desparpajo de mi ciudad lo uso en los juicios. No soy un abogado de discurso plano”. Su bisabuelo y su abuelo paternos fueron decanos del Colegio de Abogados de Cádiz. Su padre interrumpió la tradición y se hizo marino mercante. “Mejor así –asegura-. Nadie puede decirme que he llegado aquí sin habérmelo ganado”. La madre del abogado, gallega, se dedicó a las labores de la casa y a criar a sus hijos. Es el menor de cinco hermanos (un cirujano, un marino mercante, otro abogado y una profesora de flamenco).
Aunque este letrado gaditano no sólo asume casos donde sus defendidos son acusados de cometer delitos vinculados al narcotráfico, la mayoría de quienes llenan su cartera de clientes son presuntos traficantes italianos, holandeses, portugueses, franceses, marroquíes, españoles, ingleses…
Siete de cada diez casos tienen vinculación con este negocio fuera de la ley. Pero también requieren de sus servicios conocidas empresas españolas, abogados, médicos y hasta policías y guardias civiles descontentos con las defensas que les proporcionan los gabinetes jurídicos de sus sindicatos.
Entre 2014 y 2015, Álvarez Ossorio defendió a la entidad fiduciaria de los archivos secretos vaticanos, Scrinium, implicada en un espinoso asunto societario cuya repercusión agitó la Santa Sede. El letrado gaditano obtuvo el sobreseimento del caso y ahora prepara la querella por denuncia falsa. “Ni mucho menos todo es defensa en asuntos de narcotráfico en mi carrera profesional, aunque es lo que más atrae a los periodistas”, cuenta entre bocado y bocado.
En el despacho de Ricardo Álvarez trabajan, además de él, seis abogados más. La sede de su bufete la tiene también en Sotogrande, a un salto de sus tres grandes focos de trabajo: el Campo de Gibraltar y Ceuta, la Costa del Sol, y los pueblos gaditanos de Sanlúcar de Barrameda y El Puerto de Santa María. O lo que es lo mismo: la conexión natural que supone el Estrecho entre Europa y África; el lujo marbellí y sus alrededores, donde también se cobijan fortunas de dudosa procedencia; y la zona de Cádiz próxima a la desembocadura del río Guadalquivir, convertida en coladero de lanchas cargadas del hachís que se cultiva en Marruecos.
Un español nacido en Ceuta pero de padres marroquíes, precisamente, fue su cliente más mediático. Lo fue, en pasado, porque el propio Ricardo Álvarez asegura que “ya ha muerto”. Asesinado, puntualiza. Aunque nadie sabe si su supuesto fallecimiento es un granito más que acrecenta la leyenda forjada desde los 14 años por Mohamed Taieb Ahmed, 'El Nene', el mayor capo del narcotráfico del Estrecho, quien viviera desde la infancia en Ceuta.
'El Nene' fue el mejor piloto de las lanchas Phantom que proveen de hachís a media Europa a través de la Península. Jamás ha aparecido su cuerpo, aunque se dice que murió en 2014 a manos de sicarios en su país natal, y que sus restos fueron lanzados al mar. Tal fue el mito generado en torno a su figura, que mucha gente vio en la película El Niño la historia de su vida, aunque él siempre se desligó de todo lo que el film contaba.
Ricardo Álvarez Ossorio, un año mayor que 'El Nene', comenzó a defenderlo en 1997. “Entonces ya era 'El Nene'”, dice. Ambos mantuvieron contacto hasta la supuesta muerte del narco, incluso cuando logró escapar de la cárcel de Kenitra donde Marruecos lo tuvo preso cinco años. Prófugo, se cuenta que logró llegar a la Península para sacarse el carnet de conducir. Fue en 2008. “Era un hombre inteligentísimo. Listo como él solo. Muy carismático. Costaba que no te llevara a su terreno. Pero fue víctima de su propia leyenda. Te aseguro que es cierto lo de su muerte”.
Pese a que muchos critican a Ricardo Álvarez por defender a quien se lucra traficando, él se defiende ante ellos. “Quienes me llaman, como cualquiera, tienen derecho a un abogado. Si no los defiendo yo, lo hará otro, ya sea privado o de oficio. Eso sí, no defenderé nunca a quien el estómago no me deja defender: asesinos, violadores, traficantes de heroína”. “En absoluto censuro a quien lo haga, pero es una decisión personal. Creo que el problema social de las drogas pasa por una solución educativa y de concienciación”.
¿Y qué le atrae tanto de este lado más ‘polémico’ del ejercicio de la abogacía? “Me apasiona mi oficio por la emoción que genera y por tener la oportunidad de conocer la verdad que nadie conoce, desde los dos lados”, responde.
En la distancia corta, el abogado, casado y con un hijo de 13 años, es un hombre cordial, simpático, hablador, bromista. Aunque con algunos clientes –por lo general, salvo los que ya “vienen de años”- intenta mantener las distancias. “Ellos pueden ser presuntos narcotraficantes. Yo soy quien tiene que tratar de que un juez deje de pensar eso. Siempre soy muy claro con ellos. Les digo qué porcentaje de posibilidades tienen de salir indemnes. Ser franco con ellos me ha ahorrado muchos disgustos”.
Este abogado cuenta, mientras almuerza un plato de pasta, que es un trabajador infatigable y que sus jornadas de trabajo, que discurren entre aeropuertos, trenes, aviones, cárceles y juzgados, ya sean de España o del extranjero, rara vez terminan antes de la una de la mañana. Sus pies han recorrido prisiones de Lisboa, Londres, Roma, Venecia, Ámsterdam... “Apenas duermo seis horas, y a las siete de la mañana ya estoy en pie para ir al gimnasio”, dice. “Me sirve para lograr mantener el ritmo y también para desconectar”.
Su teléfono, durante las aproximadamente seis horas que EL ESPAÑOL comparte con él, no deja de sonar o de vibrar ni por un instante. Recibe llamadas y whatsapps sin cesar. Un día, llegó a tener hasta tres móviles. Uno, para poder hablar con su familia. Otro, para clientes, según él, VIPS. Y un tercero para “los muy muy VIPS”. “Era una locura. Al final llamaba todo dios y decidí quedarme con un solo número”.
Aunque reconoce que tiene “amigos y enemigos” dentro de la profesión, Ricardo Álvarez Ossorio se ha ganado el respeto entre agentes del orden y miembros de la judicatura. “Es un tío que se hace respetar y que sabe respetar”, dice de él un policía especializado en actuar contra el narco y que prefiere quedar en el anonimato.
Sin embargo, Ricardo cuenta que nunca perdonará a quienes trataron de ganar clientes aprovechando que estuvo tres meses inmovilizado en una cama de hospital tras salirse con su coche de una autovía una noche lluviosa. “Algunos abogados –elude dar nombres- decían que yo había quedado tetrapléjico o que me había muerto por el mero hecho de que no me volvieran a llamar”, explica. “Eso es juego sucio que yo no perdono”.
Son casi las cinco de la tarde y Ricardo Álvarez Ossorio ha quedado con un cliente dentro de media hora. “Bueno, tengo que seguir trabajando. Pago y por el camino hasta tu coche te cuento una historia de un tipo y unos tornillos oxidados…”. Su relato posterior roza lo hilarante.
'El Peluca'
Óscar ‘El Peluca’, un antiguo narcotraficante de Ceuta –antiguo porque dice que ha dejado ese mundo- conoció a Ricardo gracias al boca a boca. “Tenía fama de ser el mejor. Y vaya si lo era”, explica por teléfono.
A ‘El Peluca’, de 38 años, lo detuvieron en 2004 por transportar 10.000 kilos de hachís desde Nador (Marruecos) hasta Ibiza. Lo hizo en varios viajes en lancha junto a más gente, incluido un cuñado. Cuenta que el cabecilla del grupo era un libanés “al que la Guardia Civil y la [Policía] Nacional le tenían ganas”.
“Ricardo quería, al haber varios juzgados implicados, que el juicio se celebrara en la Audiencia Nacional. Lo consiguió finalmente. A mí me recomendó no hablar, aunque no hacerlo te lleva directamente a prisión nada más detenerte. A los cuatro meses de estar en la cárcel de Ibiza, logró sacarme bajo fianza. Mi mujer pagó los 30.000 euros que pedía el juez para dejarme libre”. Aparte, él cobró su factura, que no revela.
Ahora, Ricardo y Óscar siguen en contacto. No son amigos, pero mantienen cierta sintonía personal. Antes de terminar la llamada, ‘El Peluca’ apunta un rasgo del que fuera su letrado y de quien le ‘consiguió’ que su condena quedará por debajo de dos años, con lo que no debió volver a prisión por carecer de antecedentes penales: “Es tan bueno que el resto de abogados se benefician del trabajo que él hace. Es un puto crack”.
En otro juicio, Ricardo hizo ver a un juez que uno de sus clientes, al que habían detenido en la aduana de Algeciras con el coche repleto de hachís oculto en dobles fondos, no era el propietario de la droga. El letrado consiguió su propósito argumentando ante el magistrado que el grado de corrosividad de los tornillos del doble fondo demostraba que el ‘chocolate’ llegó ahí antes de que el detenido lo comprara a su anterior propietario. Así es ‘el abogado del diablo’.