El súper ventas estadounidense Don Winslow está indignado. No tolera que Sean Penn haya entrevistado a El Chapo -él lo llama 'Guzmán': se niega a tratar en tono cariñoso a un asesino de masas- en los términos en los que lo hizo antes de su detención. Winslow sabe de lo que habla: ha pasado casi 20 años investigando los cárteles mexicanos y ha publicado dos obras épicas sobre la guerra contra las drogas, El poder del perro (2005) y El cártel (2015). La mayor parte de la violencia que aglutinan sus libros está basada en hechos reales. “Como Penn tiene fama de no temer a la controversia, tenía la esperanza de que le haría a Guzmán las preguntas que realmente importan”, suspira. Dice que al actor no le preocupa lo más mínimo el verdadero problema: los cuarenta años y el billón de dólares perdidos en la lucha contra las drogas. Al contrario, su artículo es “un retrato brutalmente simplista y, por desgracia, simpático, de un asesino de masas. Y Penn pensará que ha dado un golpe periodístico”, apunta, con sorna.
El escritor hace ver que no fue una entrevista, sino una conversación cómplice reproducida por Penn tal y como Guzmán quiso, con la -también culpable- aprobación editorial de la Rolling Stone. “Esperaba oír a Guzmán explicar por qué, después de su primera llamada 'fuga' (uso comillas simples porque la palabra 'fuga' normalmente no abarca la complicidad activa de los carceleros y el gobierno de turno) en 2001, lanzó una campaña de conquista para apoderarse de territorios cárteles rivales -una guerra brutal con un número de muertos de más de 100.000 vidas”, plantea Winslow. ¿Y las preguntas sobre “las niñas menores de edad que eran llevadas rutinariamente a ver al narco en su prisión de lujo”? Qué hay de la cuestión sobre los millones de dólares “que ha pagado Guzmán para cooperar con policía, jueces y políticos”.
Un hombre sencillo
“Me gustaría haber escuchado cómo gente pagada por él disolvía el cuerpo de sus víctimas en ácido, me gustaría que hubiese hablado sobre las decapitaciones y mutilaciones, sobre los muertos bañados en sangre en lugares públicos como forma de intimidación y propaganda”. Y sobre el secuestro, los trabajos forzados, la violación masiva y el asesinato de miles de inmigrantes centroamericanos. ¿Cómo “en siete horas” no le dio por preguntar por todo eso? “Todas esas preguntas [y muchas otras más] podrían haber borrado la sonrisa de la cara de Guzmán, ya que Penn dijo que la mantuvo durante toda la entrevista”.
Winslow no escribe una carta a Penn a través de Deadline: firma un manifiesto, vuelca sus dudas. Acusa al actor de haber tratado a una “rata” como a un “Robin Hood”, de haber vendido que él no tiene la culpa, porque nació pobre y no tenía otra opción, “lo que es un insulto a su propio pueblo y a los muchos mexicanos rurales que llevan vidas dignas sin matar a miles de personas”. Guzmán parece, en el artículo de Penn, “un hombre sencillo, rodeado por el afecto de sus hijos, que sólo recurre a la violencia cuando lo estima conveniente para sí mismo o sus intereses comerciales (…) un tipo que ha construido clínicas, iglesias y parques infantiles”. “Seguro que eso será de gran consuelo para las familias de sus víctimas”, arremete Winslow. “Que lo llame como quiera, excepto periodismo”. El autor, por último, insta a Penn a explicarlo y a pedir disculpas.