“Me tengo que ir corriendo, porque para que tú te dediques al oro, yo me tengo que dedicar a la purpurina”. Y el duque consorte de Alba desaparecía por la puerta, a cerrar algún negocio. Jesús Aguirre, marido de la XVIII duquesa de Alba, tenía reflejos. Era el intermediario entre Cayetana y Rafael Alonso, el hombre de confianza que estaba allí para cuidar de la colección de la familia. Sólo él ha tenido acceso al patrimonio histórico privado más importante de este país. El restaurador proponía plan de actuación y ella decidía. Llevaba el control de cada pieza de cada uno de los palacios, sabía dónde estaba colocado todo. Cayetana era un inventario de sí misma, se sabía el catálogo de los Alba.
Alonso se jubila este junio, ya no puede pedir más prórrogas. Aunque insiste en que quiere seguir, que no está oxidado como los barnices que retira de las pinturas amarillentas. Los restauradores pelean contra el tiempo y éste se venga de ellos. Retrasan el reloj de las pinturas, hasta hacernos creer que acaban de salir del pincel original, pero nadie puede hacer lo mismo con el suyo. Hoy su jefe en el taller del Museo del Prado, Enrique Quintana, fue alumno suyo.
Cayetana decidió entregarle la conservación y restauración de la inmensa colección. Sólo a él, sin ayudantes
No ha hecho otra cosa en su vida más que trabajar, y no es una frase hecha. Durante tres décadas ha simultaneado dos trabajos, principalmente: hasta las cuatro de la tarde en el museo, hasta la noche con los Alba. Llegó a los pocos años de la rehabilitación del Palacio de Liria hundido por el bombardeo en la Guerra Civil. La colección ya estaba repartida en las estancias, pero había que ponerla al día. ¿Por dónde empezaron? Por la Cayetana de Goya. Nadie después del maestro aragonés había puesto un pincel encima del enorme lienzo. ¿A quién llamó la familia? Al Prado. Alfonso Pérez Sánchez, entonces director del museo, encomendó la tarea al joven Alonso.
Algo debió de ver en él la otra Cayetana, no la musa de Goya, que decidió entregarle la conservación y restauración de la inmensa colección. Sólo a él, sin ayudantes. Así, 32 años sacando brillo al oro, mientras otros se dedicaban a la purpurina. En algunos casos oro líquido, como el que usó el beato y pintor en 1420 en la Virgen de la granada, una obra de calidades superiores aplicadas con técnica de miniaturista. Miguel Falomir, director adjunto del Prado, destaca el buen estado de conservación de la tabla, que sólo ha tenido dos dueños: el que la encargó pintar -desconocido- y la familia Alba, que lo adquirió en 1817, en Italia. Ya es del Prado, por 18 millones de euros.
Verano de 1986, es el turno de bailar con la Virgen de Fra Angelico. Rafael le dedica un mes y medio. Pide permiso en El Prado y le dedica a la pintura dos semanas de sus vacaciones. Nunca más volvió a pedirse un permiso, sólo lo hizo por este cuadro. “Fue un placer continuo. Soñaba con la Virgen. La tenía delante todo el día. Trabajaba mañana y tarde”, y de noche, sueños.
Su oficio ha sido su perdición y su salvación, lo hablamos con un menú del día delante. Estas cosas serias se desatan con cocido, pescadilla y flan. “Merece la pena entregarle la vida a esto. Sólo he hecho que trabajar para tener cerca la pintura. Eso no tiene precio”. Es su privilegio y su sanción: desnudar al pintor y convertirse en él requiere olvidarse de lo que hay al otro lado de las paredes del museo. Los pintores muertos son insaciables, unos pacientes malísimos. Siempre en Urgencias.
Invisibles, no sumisos
El restaurador es un ser invisible que actúa con la cabeza. Lo aprendió de John Brealey, el técnico más prestigioso del Metropolitan Museum de Nueva York, que aterrizó en el museo para dirigir la limpieza de la obra patria, Las Meninas. “¡Sacrilegio!”, bramó la caspa de entonces. Esta presencia es clave en la vida de nuestros dos protagonistas, Alonso y la tabla de los 18 millones de euros, porque el inglés revolucionó la manera de entender la profesión. Huracán Brealey que se presentó dos años antes de que Rafael iniciase la recuperación de la Virgen de la granada.
El especialista extranjero curó los estigmas y el complejo artesanal de los restauradores del Prado y les hizo entender que ellos no trabajan sólo con las manos, les enseñó a leer las pinturas, a preguntarse por el autor, por su pincelada, por su técnica, por la composición, la profundidad, la luz, les obligó a resolver los porqués antes de usar el isopo y el pincel. Y esto ocurrió dos años antes de que Rafael inciase la recuperación de la obra que ya descansa en El Prado.
“Antes que a los materiales hay que entender al artista. Si no lo haces, has fracasado”, dice y parece el eco de aquel viejo maestro. A la Virgen le quitó el velo oxidado del tiempo. Y mientras retiraba los barnices ajados emergía la riqueza de los repujados decorativos trazados en pan de oro que bordean la figura de la protagonista, la belleza del rostro del niño, el luminoso verde de los vestidos de los ángeles, el llamativo bermellón del de ella. El lapislázuli del manto siempre fue espectacular.
Fra Angelico es el último gran pintor católico. Luego, todo será postureo religioso. No es la fe de éste
Casi a los postres hablamos de la fe del pintor y de su reflejo en la tabla. Dice que debió pintarla en pleno estado de gracia, porque reconoce la sensibilidad y el buen gusto. “Esto no está pintado para cubrir el expediente”. Por eso más que una obra de arte, la entiende como una vivencia. “Debió deleitarse mientras pintaba a la Virgen. Era un artista y un religioso que creía en dios, que se sentía unido a él a través de la pintura”, cuenta. El beato Angelico pintó una idea, un ser de facciones inexistentes, una presencia irreal y bella. “Es el último gran pintor católico. Luego, todo será postureo religioso. No es la fe de éste”.
Rafael ha trabajado desde lo medieval hasta el siglo XIX. El XX son técnicas diferentes, muy diferentes. Por sus manos han pasado cerca de 90 cuadros del Greco. Él es de Toledo, imagínense. Ha oído respirar al Expolio. Le gusta trabajar sobre la pintura italiana y la española, en las que predomina la mancha sobre la línea.
Hay que llegar hasta el color original sin tocarlo, ni romper la piel
Es el caso de la Virgen de la granada. Reconoce que lo peor está en la tabla, atacada por la carcoma. Son bichos que huyen de la luz, se refugian en el interior de las galerías horadadas al chopo. En algún caso comieron el estuco y asomaron la cabeza afuera. Eso fue motivo de repintes bruscos que Alonsó reparó. “Hay que llegar hasta el color original sin tocarlo, ni romper la piel”. Siempre una capa entre la obra y el restaurador. Es el velo de la humildad, del que se sabe actor secundario decisivo.
“Los restauradores protagonistas son los más peligrosos”, suelta. Un antiguo director le dijo que limpiaba bien, porque dejaba trabajo para los demás. Mejor quedarse corto que pasarse. El orgullo y la autonomía de su trabajo no debería ser el perjuicio del autor. Su actual jefe y antiguo alumno, Quintana, compara la labor del restaurador con la del traductor, porque deben investigar para conocer el mundo del creador. “No basta con hablar bien el ruso para traducir a Dostoievski”. Y recalca como Alonso: “Lo importante no es el traductor, sino el escritor”.