En España, la carne fresca que más se come es la de pollo: casi 15 kilos por persona en 2014. Pero hasta hace 60 años apenas formaba parte de la dieta española. Como muchos de los alimentos que comemos hoy, el pollo actual se creó, o se reinventó, hace unas décadas. No tiene nada que ver con los que, antes de 1950, se compraban para celebrar las Navidades o se criaban en los patios de las casas. Se trata de un animal manipulado genéticamente para conseguir más carne, más rápido y con menos pienso. Es un pollo de carne, o de engorde, o broiler, aunque le llamemos simplemente pollo.
El origen del broiler está en los métodos de producción industrial desarrollados en Estados Unidos después de 1945. Antes, durante la I Guerra Mundial, el pollo había pasado a formar parte de la dieta de los estadounidenses. La Administración de Alimentos, dirigida por Herbert Hoover, enviaba los alimentos más preciados —carnes de cerdo, ternera o cordero, azúcar o grasas— al frente, para aprovisionar a la marina y a los aliados.
La agencia animaba a los ciudadanos a vencer la batalla —el eslogan era "Los alimentos ganarán la guerra" ("Food will win the War")— ahorrando comida; consumiendo más pollo, pichón, pavo, ostras o langosta; plantando un huerto de la victoria o criando pollos en sus patios.
Un folleto de la campaña republicana que llevaría a Hoover a la presidencia del país en 1929 prometía "Un pollo en cada cazuela" ("A Chicken for Every Pot"). Pero habría que esperar a la II Guerra Mundial para que la demanda y el consumo de carne de pollo se disparasen.
El pollo del mañana
En 1948 se celebró el concurso "El pollo del mañana" ("Chicken of tomorrow") para impulsar la industria avícola. Se temía que el final del racionamiento de otras carnes frenase su crecimiento y el consumo de pollo. La propaganda fue magnífica: se organizaron exposiciones, desfiles, banquetes, se rodó un documental titulado "El pollo del mañana" (The Chicken of Tomorrow, 1948), se promocionó la película "Pollo todos los domingos" (Chicken every Sunday, 1949) y hasta se nombró una reina del pollo del mañana.
El ejemplar ganador fue elegido por su semejanza con un modelo de cera que, según los científicos avícolas, representaba la clase superior de pollos de carne. Tenía hermosas pechugas —la obsesión era conseguirlas tan gruesas como para cortar filetes—, muslos grandes y tiernos, y la carne más blanca. El concurso marcó el surgimiento definitivo de una nueva industria y del pollo como —para su desgracia— sofisticada maravilla tecnológica.
En los años siguientes, el modelo avícola estadounidense se exportó a Europa. En España, su implantación tuvo especial éxito gracias a la debilidad del sector ganadero y a las políticas intervencionistas del régimen franquista. Para facilitar el acceso de carne barata a la población, el gobierno dedicó ayudas que antes se destinaban a la producción de trigo. A cereales que, como la cebada, se podían utilizar como pienso.
El milagro de la industria española
En la década de los 60, el cambio en la dieta de los españoles fue espectacular. El consumo anual de ave pasó de 2,65 kilos en 1961 a 14,74 kilos en 1970 y el consumo total de carne se duplicó.
Las primeras granjas agrícolas se construyeron a finales de los 50 y principios de los 60. Avidesa —que luego se dedicaría a la venta de helados— proyectó en 1957 el mayor complejo industrial para la producción de broiler congelado de la época. Lo inauguraron en 1961 el ministro de economía y el arzobispo de Valencia. La granja incluía laboratorios, salas de crianza e incubación, reproductoras, matadero y túneles de congelación. La producción era de 10.000 aves diarias.
Estos pollos congelados se podían comprar en los modernos supermercados con instalaciones de refrigeración y congelación que, a finales de los 50, empezaban a abrir en las grandes ciudades. En 1961, la pieza de pollo congelado de 400 gramos costaba 33 pesetas (7,6 € actuales) en el supermercado sevillano Supersa.
Los pollos que al inicio se criaron en estas granjas, se importaron de EE UU y eran descendientes directos del pollo del mañana. En 1959, el avión Superconstellation llegaba a Barcelona desde Nueva York con polluelos de Arbor Acres para la granja de Gallina Blanca. Y en los periódicos se publicaban grandes anuncios de pollos híbridos Cornish White Rock, Hybro, Nichols o Vantress. El milagro del broiler era que en 56 días y con 3 kilos de pienso se obtenían 1,3 kilos de carne.
Concurso nacional de pollos
España tuvo también su “Concurso nacional de pollos de carne” con varias ediciones y un estricto reglamento, aunque con un nombre mucho más prosaico y menos publicidad. Lo convocaba el Sindicato de Ganadería y la primera edición comenzó en diciembre de 1960. Su objetivo era “establecer las posibilidades carniceras de las diversas razas concursantes (...) y la economía de su explotación.
Los factores a ponderar, fundamentalmente, serán los de índice de conversión, velocidad de crecimiento, reposición media diaria, rendimiento al sacrificio y valor comercial, que se apreciará por periodos”.
En 1963, el director general de Ganadería calificaba la avicultura española como uno de los milagros económicos de la industria del país. El año anterior se habían producido 100.000 toneladas de carne de pollo. El periodista que reprodujo sus declaraciones añadía que “lo que era un plato para gente pudiente se ha convertido en el consumo de los humildes”. Todavía no era para tanto, pero el consumo de aves ya se había duplicado.
La comida de los domingos
En España, a diferencia de Estados Unidos, comer pollo se consideraba un símbolo de abundancia. Por eso la carne de pollo nunca necesitó publicidad. Era un lujo que se asociaba al pollo asado. La razón la aclara un recetario de finales del XIX llamado El Libro de la familias: “[los pollos] que están gordos y cebados con grano se destinan para asado; su buena calidad se conoce en su grasa y blancura de carne; los que están flacos son buenos para guisados”.
En 1933, el Gobierno de Azaña celebraba con una cena el segundo aniversario de la proclamación de la República. El menú era: caviar, crema de ave, salmón frío, jamón de York con espinacas, pollo asado y ensalada, espárragos, helado de piña, pasteles y vodka.
A pesar de la propaganda oficial, hasta comenzados los años 60 no sólo el pobre Carpanta soñaba con pollos asados. En los primeros anuncios de hornos domésticos publicados en la prensa, siempre aparecían pollos humeantes.
En una feria de ganadería celebrada en la Casa de Campo en 1959, los avicultores castellano-leoneses quisieron demostrar que el pollo podía convertirse en una carne asequible. Como estrategia publicitaria y para asombro de los visitantes, asaron y ofrecieron pollo en su caseta.
Restaurantes como el Glaciar, en Barcelona, que en los 50 anunciaba el pollo allo spiedo [pollo al espeto, en italiano] entre otros platos exóticos como el salmón del Rin, el foie gras Strasbourg, los huevos Lafitte, la langosta americana o el caviar Ybarra, pasó a anunciarse en los 60 como “el restaurante del pollo allo spiedo”.
Empezaron a abrir restaurantes especializados. Al pollo dorado, en Madrid, invitaba a disfrutar el placer de ver cómo se asaban los pollos. Según la guía de viajes Fielding, era un encantador y pequeño restaurante donde además tenían servicio a domicilio. Fue entonces cuando se pusieron de moda las salas de fiestas. Y en el jardín restaurante de La Riviera, en la orilla del Manzanares, se podía asistir al espectáculo de Torrebruno y los 4 Vargas mientras se comía pollo asado con ensalada, langostinos con salsas frías o salmón ahumado.
Es hacia mediados de los 60 y en los 70 cuando el pollo asado se convierte en la comida familiar de los domingos que hoy se recuerda con nostalgia. El Piolindo fue, en 1962, el primer local de Barcelona donde se podían comer y comprar pollos a l'ast. Su éxito fue inmediato y no tardaron en tener competencia. En el Pimpollo, un año después, un cuarto de pollo a l'ast con patatas fritas, pan y champaña —que podía prepararse para llevar a la playa— costaba 26 pesetas (5,20 € actuales). Lo que hoy se recuerda como una comida humilde, era en realidad la conquista de un lujo.
Cambio climático y granjas sostenibles
Después de un impresionante desarrollo inicial, la industria avícola española creció a un ritmo menor en las siguientes décadas. En los años 80, la producción se fue concentrando. En 2012, casi el 50% del mercado se hallaba en manos de cuatro grupos empresariales (Sada, Uvesa, Coren y Vall Companys). En 2014 se produjeron 1,23 millones de toneladas de carne de pollo.
Ha pasado la época en que la tecnología y la ciencia en la alimentación generaban siempre progreso y confianza. Ahora, los datos sobre la industria avícola española son mucho menos visibles. El consumidor tiene poca información, a veces engañosa, sobre las condiciones en que se crían los pollos de carne. Denominaciones como pollo rural, certificado, amarillo o de corral no significan nada según la legislación europea.
Los requisitos mínimos para la protección de los broiler están establecidos por ley. Sin embargo, a veces es difícil asociar éstos al bienestar animal.
La norma establece que la densidad de población máxima en el gallinero es de 15 pollos por metro cuadrado , ampliable hasta 18. Pero hay informes que concluyen que, con densidades superiores a 14, la salud del animal disminuye, independientemente del control ambiental en el interior de la instalación. Aumenta entonces la aparición de trastornos en las patas, dermatitis crónicas, ampollas, agentes infecciosos y los problemas para caminar o moverse.
Más allá de decidir qué calidad de vida deben tener estos animales, la industria avícola y la ganadera, en general, suponen un problema grave de contaminación. Según Naciones Unidas, criar animales “es uno de los dos o tres sectores con repercusiones más graves en los principales problemas medioambientales a todos los niveles, desde el ámbito local hasta el mundial (…) La incidencia del ganado en los problemas ambientales, así como también su potencial para contribuir a solucionarlos, son decisivos”.
En el primer mundo, quizás sea el momento de replantearse de nuevo el pollo del futuro. La situación es diferente en los países en desarrollo. En los más pobres, las aves ayudan a que la población tenga una vida mejor y más saludable.
Jonathan Safran Foer investigó durante tres años sobre la ganadería industrial —y se volvió vegetariano— para escribir el libro Comer animales (Seix Barral, 2011). En él, apuesta por un modelo alternativo a la granja industrial: "La visión de esas granjas sostenibles que proporcionan una buen vida a sus animales (...) y una muerte digna (...) me ha conmovido". En el otro extremo, científicos de la Universidad de Delaware investigan para crear pollos resistentes al calor que puedan soportar el cambio climático.