“Date cuenta, Andrés, los libros no arden. Nada arde si no hay oxígeno. Prueba a quemar un libro. No arde. Es imposible. Sin oxígeno no hay combustión”. Me quedo pensativo ante la firmeza de su sentencia. La voz de Miguel García me convence. Admiro a este hombre y si me dijera que la tierra es plana no me echaría yo a la mar salada sin conocer sus límites, aunque cuando escribo este artículo, en vuelo sobre los Alpes italianos, recordando las piras de libros que Ray Bradbury describió en 'Fahrenheit 451' ya no sé qué pensar. Bueno, sí que lo sé: quemar libros es uno de los últimos tabúes.
Chaqueta de tweed amplia, pelo abundante, voz de trueno y sonrisa de bonhomía machadiana, Miguel García lo sabe todo de los libros. Pero no solo de los libros. Lo sabe todo de la industria editorial, de los editores y sus vanidades intelectuales, de los autores y sus fantasmas, de los libreros y sus penurias, de los políticos y su falta de compromiso con la cultura, del trabajo en familia y también lo sabe todo de los que se acercan a él por primera vez.
Miguel García es el corazón de la distribuidora Antonio Machado, un culé convencido, amigo de mi amigo Alberto Anaut, de Herralde, de Óscar Tusquets- desde luego que lo fue de su hermana- de Joaquín Sabina, pero sobre todo amigo de los libros. Su hermano pequeño Chus, Chus Visor para los del oficio, es también editor. No un editor cualquiera. Editor de poesía. “¿Sabes que mi hermano es el dueño del himno que Sabina le escribió al Athleti? Joaquín se lo regaló”.
Miguel García y su hija Verónica tienen a bien recibirme una soleada mañana de febrero, a escasos metros de esa ciudad financiera del Santander en la que los olivos centenarios que plantó Botín le sobreviven esperando la primavera.
Ir a la contra
Miguel va a la oficina solo por la mañana. Vive en el Barrio de Salamanca y como sale a las 8 de la ciudad se encuentra a todo el mundo entrando. Va a la contra. Cómo se puede uno dedicar al paupérrimo negocio de la distribución de libros durante 30 años si no le gustara a uno ir a la contra. Su oficio no tiene vuelta de hoja. En las paredes cuelgan afiches de las editoriales, historia de muchos sueños que fueron y hoy son papelote reciclado o material de librero viejo, muchos diseñados por el maestro Alberto Corazón, ensalzando el pensamiento de Marx y otras tarantelas.
“Estoy hasta los cojones. Ahora los del ayuntamiento quieren que quite la madera. Mira… ven a ver el almacén”. Nada más entrar le pregunto: “¿No te está jodiendo Amazon?”. “Qué va”, me responde saltarín. “¿Ves todos esos paquetes que hay ahí? Todos son para Amazon. Yo les vendo todos los días.”
La nave es para un amante de los libros lo que para un zampabollos la tienda del Gold Gourmet de Luis Pacheco en Madrid, el paraíso terrenal.
“Mira, ¿ves ese cesto?”. Como para no verlo, pienso yo. En la jaula, embalada con ese celofán fortachón con el que ahora te protegen las maletas en los aeropuertos, cabrían Harry Houdini y su ayudante. “Todos esos libros los vamos a destruir ahora”. Mi corazón repiquetea. Diviso una agenda de Mafalda que pertenece al merchandising Quino, calendarios infantiles bien ilustrados y el resto me lo imagino. “Pero Miguel, ¿cómo vas a destruir esa montaña de libros?”, le pregunto sin darle solución alguna. “Regálalos a alguien”. “Ya lo he hecho. Durante años he mandado libros a las cárceles, se los dábamos a los presos, pero ahora con la burocracia es imposible… Mira, ¿ves aquellas maderas, las que soportan los libros?”. Varias planchas de serrín prensado sujetan novelas, ensayos, manuales, catálogos, poemas… todos impresos. “Todo eso a tomar viento por la normativa. Cuando todo el mundo sabe que los libros no arden”.
¿Quieres una librería?
En la oficina, decenas de fotocopias a color pegadas con celofán en la pared testifican que a Miguel, Miguel García de Antonio Machado distribución, le quieren los autores, los libros y todo el mundo. Miguel es el propietario también de la maravillosa librería Antonio Machado en la calle Fernando VI, que regenta su hijo Aldo, y de la librería en los bajos de el Círculo de Bellas Artes. “¿Cómo van las librerías, Miguel?”, le pregunto. “¿Quieres una? Te la vendo”. Sé que no me habla de verdad, pero sé que no le falta verdad en lo que habla.
Miguel se deshace en elogios para Jan Martí, el estupendo editor de Blackie Books con el que ha comido la semana pasada. “Estuvimos hablando de próximos libros, a menudo me piden opinión, y yo les aconsejo si lo veo o no. Luego hacen lo que quieren, que es lo que deben de hacer”.
Frente al ventanal el tren de cercanías conecta las fauces de Atocha con los montes de Boadilla, conecta el corazón de la ciudad y sus vanidades editoriales, con la fría realidad de la distribución de libros a nivel nacional.
La visita a la distribuidora Antonio Machado ha sido uno de los momentos más felices de este mes. A mi regreso me pierdo por las circunvalaciones porque mi mente intenta retener la profundad alegría que me ha dado conocer a Miguel García. Espero de corazón que me permita ser su aprendiz y quizá con el tiempo que requieren estas cosas su amigo.