Cuando en 1963 José Luis Miranda Allende bajaba al pozo minero llevaba en la mano una lámpara de metal con una pequeña llama encendida. Iba el primero, por delante del resto de mineros que se encargaban de picar y arrancar el carbón del pozo María Luisa, en Langreo, en la asturiana cuenca del Nalón. José Luis, que entonces tenía 16 años, era el encargado de detectar, mediante su artesanal lámpara, si la mina ocultaba traicioneras bolsas de gas grisú o de CO2.
“Si la llama de la lámpara empezaba a subir, es que había grisú. Entonces tenía que ponerme a ras de suelo y salir de allí lo más rápido posible. Después avisaba a los demás: 'oye, por allí no se pasa que hay grisú'. Si la llama se hacía más pequeña y se apagaba, es que había CO2. También tenía que largarme de allí, porque si no, desmáyaste”. Lo cuenta José Luis en la cocina de su casa, con profundo acento asturiano. Sobre la mesa muestra la lámpara, ahora casi objeto de museo. Su hijo Marcos, de 38 años y minero en la actualidad, y su nieto Adrián, de 12, escuchan. “Bajar con esto a la mina ye bajar con una bomba de relojería. Si no la sabes manejar, puedes provocar una explosión”.
Al lado de la lámpara hay un detector electrónico de gas. Es lo que utiliza en la actualidad Marcos cada vez que baja al pozo. “En realidad, con la informática, ya sabemos dónde hay bolsas de gas. Pero además llevamos estos detectores. Yo si bajo con esa lámpara no lo cuento”, dice. José Luis, su padre, la desmonta y señala: “Por aquí se echaba la gasolina”. Marcos interrumpe, con una sonrisa de incredulidad: “Bajar a la mina con gasolina, madre mía. Mucho han cambiado las cosas...”. José Luis asiente. La de los Miranda es una de las muchas familias asturianas con varias generaciones de mineros. Y pasarán este primero de mayo, día internacional de los trabajadores, con pesimismo.
En picado
En 1980 había en España unos 80.000 mineros. Hoy son apenas 4.000, según datos del sindicato CC.OO. Unos 3.000 trabajan en Asturias y el resto repartidos entre Castilla y León, Aragón y Castilla-La Mancha. La industria de la extracción del carbón se muere. “Yo porque soy un romántico y quiero pensar que seguirá muchos años. Pero hay que ser realista: esto no tiene futuro. Cuando en 2018 se acabe el plan general nos vamos todos a la calle. Y a volver a empezar”. Lo cuenta Marcos mientras conduce por San Martín del Rey Aurelio, concejo pegado a Langreo famoso por ser el que más pozos mineros posee en toda Asturias.
San Martín se clava en el valle del Nalón, un estrecho corredor escoltado por montañas verdes en el que se suceden pueblos que, durante décadas, vivieron del carbón. “Aquí venía gente de toda Asturias y también de Galicia y León a trabajar. Esto iba como un tiro. Sobraba trabajo”, cuenta Marcos. El río discurre por el centro del valle y sobre él se yergue la autopista. A continuación va la vía del tren y luego las casas, que buscan expandirse por las las laderas de las montañas. Todo casi amontonado: los niños juegan en el patio del colegio con la autopista sobre sus cabezas.
En una de esas laderas está la casa de José Luis Miranda. Desde su terraza puede verse una panorámica del valle. Una bandera de Asturias aguanta los embates del viento. “Esta ye histórica. Fue la que encabezaba la marcha minera a Madrid en 2012”, dice Marcos. “Aquello yo creo que fue nuestra última batalla. No creo que podamos continuar. Y además, estamos cansados de darnos hosties con la policía. La gente cree que eso nos gusta. Pero al final yo trabajo más cuando estamos en huelga que cuando no”. Después Marcos se ríe.
El problema de la minería del carbón en Asturias y en León, es que a un central térmica del norte de España le sale más barato traerlo de Australia que sacarlo de Langreo. “Las capas de carbón de Asturias y de León no son muy productivas. Sale caro extraerlo”, explica Jaime Martínez, responsable de minería de CC.OO. Asturias. “Así que las térmicas lo traen de Sudáfrica, Colombia o Australia. Como mucho lo pueden comprar en las minas a cielo abierto de Aragón, que son más rentables, pero no llega”. La ecuación se resuelve con la industria minera del carbón en caída libre desde los años 90.
En 1998, los sindicatos mineros y el gobierno lograron firmar un plan de inversiones llamado a mejorar las infraestructuras, dar formación y, sobre todo, generar proyectos empresariales para dar alternativas a los vecinos que ya no tenían acceso a la mina. “Fracasó”, dice Jaime. “Aparecieron 'cazasubvenciones', se gestionó mal el dinero y no se crearon empleos ni alternativas”. El resultado fue un paro juvenil que, a día de hoy en las comarcas mineras, supera el 50%. “Los pueblos mineros de Asturias se desangran en población. Los chavales no tienen alternativas y se van”.
En el año 2006 se firmó un segundo plan, con mucho menor presupuesto. En 2013 se logró firmar el tercero, después de enormes movilizaciones que plantaron a los mineros en la misma Puerta del Sol de Madrid. Este último plan vencerá en 2018 y nada hay previsto para después. “Lo peor de esta situación es que esta comarca es una comarca con recursos, con riqueza. Pero no se ha sabido gestionar, no se ha sabido investigar para que estos recursos resultaran rentables. Y eso tiene culpables claros: los políticos”, concluye Jaime.
Machismo en el pozo
José Luis, el patriarca, empezó a trabajar con 12 años. Señala los montes que se elevan frente a su casa. “¿Ves esos eucaliptos? Los planté yo. Con 12 años cavaba las zanjas para las plantaciones”. Su nieto Adrián tiene ahora esa edad. Escucha a su abuelo. “Me pagaban 900 pesetas al mes”. Adrián pregunta cuánto es eso en euros. Tras resolver que son algo más de 5 euros, esboza una sonrisa. ¿Te llegarían 5 euros al mes Adrián? El chaval piensa y dice que sí. Su padre irrumpe: “¡Sí hombre, sí!”.
Tras plantar árboles, José Luis entró en la mina con 16 años. Su hijo, Marcos, lo hizo con 31. “Estuve trabajando en otras cosas hasta que me quedé sin nada”, cuenta Marcos. Fue camarero, plantó manzanos y pasó por la construcción. En 2009, en plena crisis, pasó las pruebas para bajar al pozo. “No es que no quisiera. Es que había trabajo de sobra y para qué vas a bajar a la mina...”. De aquel primer día -un 11 de noviembre- recuerda Marcos la jaula. “Es lo que más impresiona. Nos metemos todos en una jaula que nos empieza a bajar. Vamos todos amontonados, se va poniendo oscuro y a los lados sólo tienes pared de piedra. Bajas unos 500 o 600 metros. Iba muy nervioso. Pensaba: 'hostia, dónde me metí”. Su padre, José Luis, le mira algo extrañado. “Pero si ye un ascensor”.
La jaula también fue lo que más le impresionó en su primer día a Paz Rey, de 41 años, de sangre gallega y una de las pocas mineras que han bajado a un pozo a sacar carbón. “Las mujeres tenemos preferencia absoluta si optamos a una plaza”. En el caso de Paz, además, aparecían puntos extra porque su suegro murió en un accidente minero. “Los que tengan familiares fallecidos en la mina van primero”, explica.
Paz no bajó al pozo de Santiago de Carbonara de Aller hasta que tenía 31 años. “Antes trabajaba como teleoperadora, pero ganaba muy poco y tenía una hija de tres años. Mi marido era ya entonces minero y vi la posibilidad de un contrato fijo y un sueldo mucho mejor”. Así que Paz, tras pensárselo mucho, solicitó una plaza. “Antes de hacerlo hice una bajada de prueba, para ver si servía. Mientras descendía en la jaula todo se ponía oscuro. Era la única mujer entre un montón de hombres apretujados que no encendían los focos. Fue un poco angustioso. Después, una vez abajo, estuve bien. Así que me decidí”.
Sus padres, que viven en una aldea de Mondoñedo, cerca de la frontera con Asturias, no lo vieron claro. “Mi madre se puso a ver todos los documentales sobre minería que existen. Se asustó mucho. Me llamaba todos los días nada más salir del pozo. Creo que cuando me trasladaron a las oficinas fue el día más feliz de su vida”, ríe Paz.
Tiene ahora 41 años y otro hijo más. Trabaja en oficinas, en Oviedo, pero sus tres primeros años se los pasó a 600 metros bajo tierra controlando las cintas transportadoras que extraen el carbón. “Las mujeres no hacemos extracción directas. Hay mozas que podrían, que tienen fuerza y capacidad, pero no les dejan. Es que en la mina hay bastante machismo. Fuera no son machistas, pero se ponen el casco y les entra el machismo. Es como el chiste del tipo que se pone un tricornio”, dice.
El marido de Paz tampoco lo llevó demasiado bien los primeros días. “Estaba preocupado, sobreprotector. Me decía: cuidado dónde pones el pie, dónde pones la mano… Al final eso también es una forma de machismo, porque entiendo que se preocupe, pero lo hacía porque soy mujer”. Paz y su marido no estaban en el mismo pozo. En minería hay una regla no escrita por la que, siempre que sea posible, dos familiares no trabajan en el mismo pozo y, si lo hacen, nunca en el mismo turno.
Pero era la convivencia con el resto de hombres lo que peor llevaba Paz. “Siempre tenía que oír chistes o comentarios machistas. Del tipo que las mujeres mejor a trabajar al supermercado, no a la mina. Yo pasaba bastante, no me molestaba. Depende de cómo seas. Yo decía que si en el supermercado me pagasen más, que allí me iba”. En el pozo donde Paz trabajaba había 500 hombres y 12 mujeres.
“Más que los chistes, lo que me molestaba eran los gestos de desprecio. De pasar por delante de ti por un sitio que saben que está prohibido y que puede ponerte en riesgo o que a la hora de pelear por un convenio no nos tenían en cuenta. Éramos de segunda categoría. En mi pozo había primas que decidían los mandos y a las mujeres nunca nos daban nada”, recuerda Paz.
Su función bajo tierra obligaba a Paz a estar 7 horas en el mismo punto, sola y a oscuras. “Tienes mucho tiempo para pensar”, dice riendo. “Los primeros días fueron muy duros. Sobre todo por los ruidos de la mina. Nadie te explica eso, nadie te avisa. Estás allá abajo, sola, a oscuras y hay ruidos, crujidos, golpes, estruendos… Pasas miedo, piensas de todo. Un día me asusté tanto que avisé por el teléfono, pero no era nada y se rieron de mí”.
La oscuridad
“Es lo que más temor causa. La oscuridad”, dice Marcos. “Sólo ves lo que iluminas con tu casco”, añade. “En realidad -dice José Luis- es mejor no ver. Si en la mina se pudiera ver lo que te rodea, no habría nadie allá abajo”. Entre otras cosas, se refiere José Luis a desniveles verticales de cien metros por los que discurren trenes cuyas ruedas pasan a centímetros de la caída. “Hay que vigilar dónde pones el pie. Siempre. El exceso de confianza es el peor enemigo”, dice Marcos.
A José Luis lo retiró en 1991 un vagón de tren. Le embistió cuando estaba extrayendo carbón y le golpeó la espalda. Varias hernias y tres vértebras desplazadas. Hoy no puede doblar la espalda. Tampoco la pierna: la rodilla le quedó destrozada de tal modo que tiene una prótesis para mantener su pierna de una sola pieza. Mucho antes, en 1963, un desprendimiento de carbón le había arrastrado 80 metros mina abajo. José Luis estuvo 10 horas enterrado hasta el pecho. “Gritaba, pero nadie me oía. No fue hasta que pasó alguien a mi lado que me sacaron. Luego me dijeron que no estaba gritando. Yo pensaba que sí, pero la voz no salía”.
Su hijo Marcos también tuvo algún susto. Una barra aprisionó su rodilla contra la pared y le rompió el ligamento. “Pensé que me había cortado la pata”. Con todo, los niveles de seguridad que hay hoy en día y los que tenían los mineros en los años 60 están a siglos de distancia. “No pasaba un mes sin muertes”, dice José Luis. “Y los accidentes eran diarios. Lo que sucede es que no salían en los periódicos”.
Apenas hay mineros jubilados en Asturias que pasen de los 65 años. José Luis es una excepción. Las lesiones, el desgaste y la silicosis pasan factura. El último accidente mortal que se produjo en España tuvo lugar el 28 de octubre de 2013, cuando seis mineros leoneses murieron por una explosión de gas grisú.
Paz, la mujer minera, retoma: “Hoy en día los protocolos son muy, muy estrictos. La seguridad es primordial. Diría que es tanta que si se siguiese a rajatabla, la mina no saldría adelante”. Marcos añade: “Ahora prefieren que no trabajes a que te hagas daño. Antes no era así ni en pintura”.
Ni Paz ni Marcos ven a sus hijos en la mina. El hijo de Marcos, Adrián, tiene 12 años y está estudiando. Dice que le encantaría conocer la mina y que no le importaría trabajar en ella. “Me da mucha curiosidad”, dice. Su padre le mira. “Sí, a la mina, pero como ingeniero. Yo quiero que estudie. Es lo que tiene que hacer”. José Luis, el abuelo, se apoya en sus muletas y completa: “Ahora lo tienen más fácil. Y tienen que aprovecharlo. Yo con su edad tenía que levantar un pico que pesaba 11 kilos para arrancar el carbón. Eso no tiene sentido ya. El futuro no está en la mina”.
Los datos parecen dar la razón a José Luis. 2018 se dibuja como el año tope. Después, y según los pronósticos de los sindicatos, no quedará un solo pozo abierto ni en Asturias ni en León. Las de José Luis, Marcos y Paz amenazan con ser las últimas historias del carbón.