Avanzamos por una pista de tierra en una furgoneta Nissan desvencijada. A cada bache parece que vamos a perder alguna pieza y las suspensiones, demasiado blandas, hacen saltar el cargamento de municiones que llevamos en la parte trasera. El conductor, un Peshmerga -combatiente kurdo- barrigón y sudoroso de unos 40 tacos, ríe a cada cabezazo que me doy contra el techo. Niklas, mi colega finlandés, sufre un poco más en la cabina, intentando buscar amarre. Presiona sus brazos y sus piernas contra los laterales del vehículo. Hace un par de kilómetros que dejamos la carretera general de Makhmour, la que lleva al río Tigris -directa al califato islámico- buscando las líneas conjuntas que los Peshmerga y el ejército de Irak han establecido en la aldea de Kubeyba, vecina a Makhmour, una pequeña ciudad de unos 100 kilómetros al suroeste de Erbil, capital del Kurdistán iraquí. Los milicianos del Estado Islámico están a unos pocos kilómetros controlando las poblaciones de Nassr, Kalaiya y Salahiya, a unos dos o tres kilómetros de aquí.
Llegamos a nuestro destino en pocos minutos. Una granja abandonada por los combates donde ha establecido su base una unidad de la 14 Brigada de infantería del Ejercito Peshmerga formado por combatientes kurdos. Una oveja negra atada a un árbol y un soldado en sandalias y camiseta de tirantes son nuestro único recibimiento. Como siempre por estos lares, lo primero, un té y unos cuantos cigarros mientras esperamos a que llegue un mando. Hace calor, bastante para las fechas en las que estamos. Sobre un túmulo de tierra situado a nuestra derecha, dos soldados hacen la guardia en una posición fortificada con sacos terreros. Un “Land Cruiser” pick-up se acerca veloz levantando polvo para frenarse a la entrada del recinto, también fortificado de la misma forma.
Descienden dos soldados y un oficial. Las tres estrellas sobre su uniforme dicen que es capitán. Capitán Ganja, 34 años, calvo y cabezón, simpático. Chapurreamos las 4 palabras en kurdo que sabemos y pasamos directamente al inglés. Nos informa de cuál es la situación, y nos explica que en breve iremos a conocer al superior. De él depende que podamos hacer noche aquí. Por precaución, hace horas que hemos mandado a nuestro conductor de vuelta a Erbil. Es más difícil que nos devuelvan si no tenemos transporte. Hay que meter presión de alguna forma. Hacerse pasar por idiota funciona bastante bien.
La línea de defensa está marcada por un montículo de tierra de unos dos metros y medio de alto coronado a tramos por sacos terreros y que se extiende varios kilómetros a ambos lados, norte y sur, de esta posición. Cada 500 metros un outpost fortificado con soldados Peshmerga. Seguimos la línea con dirección norte hasta la propia Kubeyba, donde está el puesto de mando. Allí nos recibe el coronel Hagi, un hombre de unos 45 años, también con sobrepeso, con una cara de mala hostia terrible y grandes ojeras púrpuras que enmarcan unos ojos pequeños y vivos.
Mi primera impresión es que no le caemos nada bien. A cada tramo que avanzamos en la conversación confirmo mi sospecha. La ausencia de conductor y traductor parece no hacerle mucha gracia. A su lado, un teniente coronel permanece mudo, de voz y de expresión corporal. Al final, la táctica del tonto sin conductor da sus frutos. Pasaremos aquí un par de noches. Por lo menos hasta que vengan los relevos. Entonces podrán acercarnos a la ciudad más cercana, Makhmour, donde podremos pillar un transporte hasta Erbil.
El coronel Hagi recibe una llamada de urgencia. No sé de qué se trata pero ha salido en mitad de la noche y al mando queda el teniente coronel mudo, de nombre Moffaq. En un buen inglés, comienza por explicarnos todo el tinglado, posiciones y funciones tanto de Peshmerga como de las fuerzas iraquíes aquí presentes. Están juntos, pero no revueltos. Se escuchan las primeras explosiones de bombas sobre territorio del Daesh. “¿Ya son las 5? Es la Artillería Iraquí, están unos kilómetros más atrás”. Moffaq parece tener controlado el reloj por los tiempos en los que los iraquíes incordian a la fuerzas del califato.
Me asomo a ver las columnas de humo. La verdad es que casi todos los proyectiles han caído en tierra de nadie. Moffaq tuerce el gesto, no parece convencerle la puntería de sus aliados. “No hacen demasiado daño, ¿sabes?(…) Están ahí acampados –a las afueras de Nasser-, pero no avanzan”. La verdad es que el ejército iraquí ha tomado ya la población en un par de ocasiones para ser repelido fuertemente por la noche en ambas ocasiones. Desde uno de los puestos avanzados se observa la surreal situación. A unos 300 o 400 metros de Nasser se levanta un campamento del ejercito iraquí. Tiendas, Humbies, blindados… A tiro de piedra, pero todo inmóvil. Como en un partido de tercera división, nadie toma la responsabilidad y así pasan los minutos, los días, las semanas: aburrido empate a cero. Ningún Peshmerga lo entiende, pero Nasser está fuera de su jurisprudencia para actuar. “De aquí en adelante –dice señalando la tierra de nadie- es cosa de Irak, nosotros protegeremos Kurdistán hasta que se nos diga lo contrario”. Su gesto se tuerce en una mueca de resignación.
La visita a los diferentes puestos Peshmerga de la línea ofrece un retrato soso de la guerra. Es una guerra de trincheras, estática, calmada, aburrida para los soldados que pasan el tiempo de guardia o tomando té frente al televisor. Los periodistas parecemos ser un buen entretenimiento y los españoles siempre damos juego para hablar de lo de siempre: “¿Real Madrid o Barcelona?”. Estoy un poco cansado de la pregunta, pero he de reconocer que es efectivo para romper el hielo. Sobre todo con unos muchachos que, como bien dice mi colega local Saman, “solo piensan en lo que tienen más a manos: el Kalashnikov y su polla”. Recorremos unos cuantos puestos: “¿Real Madrid o Barcelona? ¿Real Madrid o Barcelona? ¿Real Madrid o Barcelona?”. Té, té, té y té. Cigarro, cigarro, cigarro. Foto, foto y foto. Moffaq termina de revisar las posiciones y volvemos al puesto de mando, donde algunos de los muchachos se afanan en construir otro barracón. “Así los tengo entretenidos y la moral no decae”, dice el teniente coronel.
Con el enésimo té y la caída del sol, Moffaq se suelta a contar su historia personal. Miembro del ejercito iraquí desde finales de los 70, estudió en la academia militar de Bagdad y ha servido en todas las guerras patrias desde Irán-Irak. Cree en Irak, en la capacidad de sus ciudadanos para vivir en igualdad, respeto y prosperidad, más allá de su confesión o etnia. Hace 5 años que se unió al ejército Kurdo. Cuando se le repregunta si echa de menos los tiempos de Sadam, suspira y mira alrededor buscando la intimidad que no tiene. Como si se le escapara un susurro, como un suspiro, entona un “sí” acompañado por un gesto de resignación que ya he visto un par de veces hoy. Me gusta este tipo: noble, bonachón, nostálgico del orden, directo y sincero. Echa de menos un sistema: “Esto es el caos… Aquí le dices a un soldado que haga algo y se ríe de ti; los mandos son unos incompetentes (…) Antes estudiábamos la carrera militar. Ahora tienes dinero, conoces a alguien y…”. Hace el gesto de escupirse en la mano y pegarse otra estrella.
Las primeras horas de la noche comienzan a traer movimiento entre los soldados. Refresca la temperatura y los mandos de los outpost se congregan alrededor del teniente coronel en una mesa dispuesta en el porche del puesto de mando. A nosotros nos mandan a cenar. Imagino que toca hablar de cosas serias (de mayores) y es hora de hacer reportes que los periodistas no debemos escuchar. Tampoco es que nos vayamos a enterar demasiado de una conversación en kurdo, pero supongo que aún tienen sus recelos. ¿Quién no tiene recelos hoy en día de un periodista?
Ahora todo gira en torno a los muchachos que comparten mesa con nosotros. Los teléfonos móviles pasan de mano en mano: fotos de familia, antiguas batallas, cadáveres del EI… A mí me parecen todos fiambres de adolescentes imberbes, flacuchos y harapientos. Me pregunto en qué narices estarán pensando estos muchachos y empiezo a formarme la imagen de adolescentes desubicados, con la estima quizás baja, que quieren crecer antes de tiempo, que no entienden el mundo que les ha tocado vivir. Pienso que muchos de esos muchachos han crecido bajo las bombas de Occidente, bajo sucesivos gobiernos corruptos que han alentado (o, como mínimo, dejado existir la violencia sectaria). También pienso en el miedo que esas hordas de desubicados hacen pasar al mundo. Los sentimientos al ver esos cadáveres son contradictorios, pero no dejan de estar rodeados por cierta aura de compasión. La vida les ha estafado y el precio a pagar es la propia vida. Irónico, profético, absurdo… literalmente, uno no sabe si reír o llorar.
Entre las fotos que me enseñan los combatientes descubro unas con la llegada de un pequeño grupo de civiles hasta las líneas kurdas. Las escenas, pese a tener una calidad pobre, parecen muy interesantes y como historia creo que es lo mejor que se va a poder sacar de aquí. Por defecto profesional empiezo a traducirlo todo en fotos y siento cierta satisfacción al saber que eso sucede casi cada noche. Por fin, un clímax para mi historia, un hecho destacable y realmente interesante más allá de la vida en un outpost en una guerra lenta y de trincheras. Al terminar la cena, Niklas y yo nos dedicamos a dejar bien claro a todo el mundo, desde el soldado más raso hasta el entrañable teniente coronel, que eso es lo que queremos ver, lo que necesitamos . Si sucede cuando ya estamos durmiendo, deben despertarnos como a cualquier recluta más. A veces, el periodismo no es más que eso, ser tratado como uno más.
Ya en la cama, en una habitación preparada para nosotros y contigua a la del coronel, trato de mantenerme despierto con algo de lectura. Aventuras de un Fotógrafo en La plata, de Adolfo Bioy Casares. El aire acondicionado está frío a más no poder (jamás entenderé esta obsesión que hay en Oriente Medio por hacer de su residencia el Polo Norte). El cabrón de Niklas, mi compañero de odisea, duerme. Él puede hacerlo en cualquier sitio y cuando se lo proponga. Lo hace en los rincones más incómodos y bajo estupendos bombardeos, si bien su predilección son las mezquitas. Le relaja el murmullo de la oración, dice.
Siento ruido, movimiento, salgo al porche de nuevo y Omar, uno de los chavales que nos enseñaba las fotos del teléfono, me hace el gesto de que me apure. Ha cambiado las chanclas por las botas, la paleta de albañil por el AK-47, y parece dos veces más ancho con todos los clips de munición que lleva alrededor del tronco. Sea lo que sea que ocurre, esto es serio, me digo.
Vuelvo a la habitación y despierto a Niklas. Todos los muchachos se pertrechan para salir de urgencia. Hay movimiento en uno de los puestos avanzados y salimos pitando en la pick-up artillada de Omar que va dando voces agarrado a la ametralladora Dshk de 12.7 milímetros. Pienso en lo felices que son los soldados cuando hacen el soldado. Parecen niños saliendo al recreo.
La caravana de tres coches llega al puesto. Los combatientes kurdos desplegados en lo alto del montículo de tierra, hacen sonar los seguros de las ametralladoras, también los cerrojos. Omar está posicionado, apuntando su trasto hacia tierra de nadie. Moffaq comienza a dar instrucciones en árabe. No entiendo demasiado, pero no hay que ser muy listo. “¿Quién anda ahí? ¿Cuántos sois? ¡Levántese con las manos en alto!”. Yo la verdad es que no veo nada… solo hierbas altas y los haces de luz de las linternas que remueven buscando algo. De repente, dos cabezas asoman por encima de la hierba. Se incorporan dos chavales jóvenes con las manos en alto. Todas las linternas les alumbran… Muffaq les ordena separarse y, uno a uno, quitarse las camisetas y bajarse el pantalón. No son los primeros suicidas que se hacen pasar por civiles y hay que tomar precauciones. Muffaq les hace caminar hacia el foso que protege las defensas y tres soldados se acercan a la zona. Los otros cubren, fijando la vista ante cualquier movimiento sospechoso en tierra de nadie. Ahora están expuestos y cualquier francotirador podría amargarles el día. Al final, ambos muchachos son ayudados a cruzar las defensa y bienvenidos con cigarros y agua.
Una vez a salvo, son rodeados y sometidos a las primeras preguntas rutinarias. Nombre, dirección, ruta de escape. Las pupilas dilatadas indican miedo, mucho miedo. La tierra de nadie está sembrada de minas y todos saben que la condena por intentar escapar del Estado Islámico es la muerte en el acto. Imagino que 20 tíos armados apuntándote con linternas tampoco debe de ser muy tranquilizador cuando estás en edad de reclutamiento y vienes del califato. Saben que llevan la palabra “sospechoso” escrita en la frente. “Wallahi” (por Allah) es la palabra más repetida por los muchachos. Una vez más calmados todos, les obligan a sentarse y les vendan los ojos con sus propias camisetas. “Por precaución”, nos dice el teniente coronal, no quieren que puedan pasar información de caminos y rutas, en caso de que no sean quienes dicen ser.
Transportados en la parte de atrás de la pick-up, fumando, con las manos temblorosas e iluminados aún por linternas, hacen el recorrido hasta el puesto de mando. Una vez allí, en el jardín, se les quitan las camisetas de los ojos y se les invita a sentarse. Dos oficiales de inteligencia esperan sentados en un conjunto de sillas y mesa de jardín de plástico blanco. Más cigarros, más agua y más preguntas. Nombre, familiares, residencia, alguien que te pueda identificar en este lado de la barricada… Un oficial saca un teléfono y uno a uno van hablando con sus familiares. Ellos escaparon hace tiempo y están en Kirkuk. Las lágrimas brotan de sus ojos y la tensión se transforma en llanto histérico y en besos de agradecimiento a Peshmergas y periodistas. Mohammad, uno de los muchachos, tiene cortes profundos en los pies. El paramédico de la unidad lo aparta para curarlo y vendarlo. Hazel, el otro joven, cuenta lo que ha visto, lo que ha vivido en las ultimas semanas. Los bombardeos iraquíes y de la coalición, la obligación de dejarse barba, la ausencia de alimentos, las ejecuciones públicas, los castigos ejemplares, los latigazos…
Los dos amigos, que empezaron la huida con la caída del sol, han tardado casi cuatro horas en hacer los 5 ó 6 kilómetros que separan su aldea de las líneas kurdas. Han superado en la oscuridad los puntos de control del EI y han buscado las banderas kurdas a sabiendas de que el ejército iraquí no es tan amable con los que vienen del otro lado. De uno en uno, rezan, mientras esperan a que lleguen oficiales del ejército iraquí. Permanecerán en custodia de los Peshmerga y serán llevados al cuartel de Makhmour, donde se les interrogará con “más detalle”. Cuando los oficiales iraquíes hacen acto de presencia, se nos permite tomar un par de fotos más y se nos invita amablemente a dejar el lugar.
Me pregunto para mis adentros en qué consiste ese interrogatorio en profundidad y vuelvo a mi libro.