Bernard no lo sabe, pero con el azúcar que vende en las calles de Narok, al oeste de Kenia, financia la guerra del grupo yihadista Al Shabaab. O quizá prefiere no saberlo. “La compro en el mercado negro y luego la revendo”, reconoce mientras señala la mercancía. Apoya la carretilla con la que se abre paso entre caminos sin asfaltar y se seca el sudor de la frente. “Dicen que llega de Somalia, que los terroristas la pasan por la frontera y con eso ganan mucho dinero”, detalla este joven de 18 años. “Pero...”, se encoge de hombros y se lleva la mano a la boca. El hambre manda.
El mero nombre de Al Shabaab sacude con un escalofrío el Cuerno de África. Su ejército de 10.000 hombres golpea a diario en Somalia, pero también protagoniza algunas de las masacres más brutales de la región (Etiopía, Kenia, Uganda, Tanzania). Sus raíces se prolongan con una red de informadores secretos y colaboradores, en un juego macabro en el que nadie sabe quién es su vecino. Una frase mal medida puede suponer el degollamiento. Ahmad Umar, quien se hace llamar emir, es la cabeza visible de una organización que ha jurado fidelidad a Al Qaeda en numerosas ocasiones. El Departamento de Estado de Estados Unidos ofrece una recompensa por su cabeza de seis millones de dólares. Grandes poderes con enormes fortunas de dinero sostienen a la organización, pero también hay otras vías a través del mercado negro.
Bernard es el último eslabón de uno de los principales sistemas de financiación de Al Shabaab. El grupo terrorista ha encontrado en el azúcar el oro blanco que sostiene la guerra que libra en el Cuerno de África. Es un producto de primera necesidad en Kenia: las familias la utilizan a diario para cocinar una torta que constituye el alimento básico en buena parte del país. Pero la producción nacional no es suficiente y los yihadistas capitalizan el mercado negro.
El joven vendedor de azúcar de Narok, además de formar parte de la maquinaria de Al Shabaab, también es víctima de los terroristas: "Yo vivía en una aldea cerca de Garissa. Cuando ocurrió lo de la Universidad -un atentado que le costó la vida a 147 personas-, mis hermanos y yo decidimos marcharnos", explica Bernard. Huyeron hacia el oeste y, desde entonces, sobreviven vendiendo azúcar en el mercado negro.
El producto es refinado en el corazón de Somalia. El diseño y el tamaño de las bolsas que vende Bernard es idéntico a las oficiales. Son falsificaciones perfectas que sólo se distinguen por sus números de referencia.
Los terroristas aprovechan los caminos abiertos por los refugiados que huyen de Somalia para introducir la mercancía en Kenia. Lo hacen tanto a gran escala -a través de camiones y otros vehículos- como a pequeña: muchas veces son los propios refugiados los que, dejando atrás el terror, terminan por negociar con el azúcar en el mercado negro. "Es la única posibilidad que tenemos de sobrevivir", sostiene Bernard.
Las autoridades kenianas han convertido esta circunstancia en uno de sus principales argumentos para desmantelar el campo de refugiados de Dadaab, al este del país y el más grande del mundo. Una ciudad de miseria y hambre en la que viven 330.000 personas.
300.000 toneladas al año
"Al Shabaab nos está haciendo mucho daño", comenta un representante de Transmara Sugar Company, una de las principales refinadoras de azúcar de Kenia. En el país, donde está regulada su producción, hay 13 compañías dedicadas a la actividad: cinco estatales y ocho privadas. Transmara forma parte de las segundas. "Añadiendo dulzura a la vida" es el eslogan que se lee en todos los carteles de la factoría, que cuenta con 1.500 empleados.
"La cantidad de azúcar que Al Shabaab vende en el mercado negro puede alcanzar, fácilmente, la mitad de lo que las empresas oficiales comerciamos", valora el portavoz. Su voz se impone al ruido con el que late la maquinaria. La afirmación se sostiene en los datos de Kenya Sugar Board, regulador nacional de la industria azucarera: La producción de este producto no es suficiente para cubrir la demanda de los 45 millones de personas que habitan el país. Se calcula que 300.000 toneladas de azúcar que circulan por Kenia alimentan las arcas de Al Shabaab.
Es difícil calcular el beneficio que los terroristas ingresan a través de esta vía. De acuerdo a informaciones de AFP de diciembre de 2015, los efectivos kenianos destinados en Somalia se vieron envueltos en un escándalo de mercadeo de azúcar ilegal. Esta corrupción se traduce en el tráfico de unas 150.000 toneladas anuales, valoradas en 400 millones de dólares. De este total, no obstante, es imposible desgranar cuánto va a parar a las arcas de Al Shabaab y cuánto a las de otras mafias.
El portavoz de Transmara Sugar Company -que no da su nombre "por motivos de seguridad"- habla de las rutas que siguen los terroristas para introducir el azúcar. Además de usar a los refugiados que huyen de Somalia como 'mulas', Al Shabaab cuenta con su propia red de distribución: "Hace unos meses detuvieron en Mombasa -una de las principales ciudades keniatas- un camión con 4.200 bolsas de azúcar. Todas ellas tenían el logo de Mummias Sugar, la azucarera estatal más importante", explica el representante de la compañía.
El precio 'oficial' del azúcar puede alcanzar los 100 chelines el kilo, poco menos de un euro. Un importe imposible para muchos: el 45,5% de la población de Kenia vive por debajo del umbral de la pobreza. O lo que es lo mismo, con menos de 1,25 dólares al día. Por eso no dudan en recurrir al mercado negro para llevarse a la boca algo que comer. Y, así, entran en un círculo difícil de romper, alimentando sin saberlo los zarpazos yihadistas.
Siguiendo el rastro del marfil
En un sentido de la carretera, desde Somalia, viaja el azúcar refinado por Al Shabaab. En el sentido contrario, cazadores furtivos transportan el marfil que han obtenido en el corazón de Kenia. Las autoridades persiguen con empeño este delito y, año tras año, endurecen las penas para los infractores. De los cientos de miles de elefantes que hace unas décadas recorrían el país ya no quedan más que 32.000, de acuerdo a las cifras que maneja el Gobierno.
“Cuando matan a un elefante, matan a Kenia”, sostiene Peter Kipelian, director de los Mara Loita Rangers, una asociación en defensa de estos animales. Peter, su primo Alfred y los demás miembros de la orgnización son expertos rastreadores. Siguen las pistas en la región de Mara y, con su presencia, disuaden a los furtivos que tratan de hacerse con el marfil.
Los Mara Loita Rangers no reciben ningún tipo de ayuda estatal. Es la comunidad de la región de Loita la que, con pequeñas aportaciones individuales, financia a la asociación. "La gente nos ayuda porque saben que, si no hay elefantes, ellos no podrán vivir del turismo -explican los primos Kipelian-. Los que los matan ganan un buen puñado de dinero, pero nos empobrecen a todos los demás”.
Ese “puñado de dinero” es de 50.000 chelines [unos 450 euros] por kilo. Los dos cuernos de un elefante adulto pueden llegar a pesar hasta 150 kilos: o lo que es lo mismo, 7,5 millones de chelines [67.000 euros]. Los furtivos actúan de noche. A los que hasta ahora actuaban con rifles de gran calibre se suman ahora quienes, equipados únicamente con lanzas envenenadas, acaban con la vida de los animales. Estos últimos se exponen a las embestidas de los elefantes: "Lo hacen desesperados, porque aquí hay cada vez menos dinero. Desde que hay terrorismo, cada vez vienen menos turistas a Kenia", advierten los Kipelian.
“Cada vez menos elefantes”
El medio centenar de personas que viven en la aldea de Ngoririani, en la región de Loita, reciben al visitante ataviados con sus ropas masai, tribu a la que pertenecen. En tiempos, los colores de las telas eran brillantes y chillones. "Ahora sólo queda pobreza", lamenta Mike Koriata, de 19 años, uno de sus habitantes.
Los masai cuentan historias de supervivencia, de cómo hacen frente entre toda la comunidad cuando les ataca un león, o cómo evitar las embestidas de una manada de búfalos. Son rudos, como el paisaje que les rodea. La estación de lluvias hace tiempo que quedó atrás y apenas hay vegetación o agua a varios kilómetros a la redonda. Sólo un todoterreno puede conducir hasta este lugar a través de caminos que sólo distinguen los que allí nacieron.
Hasta ahora soslayaban esta carencia con la llegada de turistas. Un cartel con la pintura descascarillada recibe al visitante a la entrada de la aldea. "Masai experience", reza el letrero. "1.000 shillings", se adivina en un rojo gastado. Poco más de diez euros.
Mike habla en voz baja en el interior de una de las 21 chozas que componen Ngoririani. "Otros miembros de la aldea no me dejarían hablar con un periodista de terrorismo", advierte con seriedad. Apenas hay luz y del exterior llegan los ruidos de un rebaño de cabras. "Muchos prefieren callar el problema para no asustar a los turistas”, añade.
¿Elefantes? "Cada vez menos", lamenta Mike. "Marfil", "terroristas", "mercado negro" son algunos de los términos que repite con más frecuencia. "No son los yihadistas los que matan a los elefantes, es la gente de aquí -explica-. Los cazadores venden la mercancía, pero no saben a quién. Si les pagan, no les importa que sea Al Shabaab o un traficante".
El “oro blanco” de Al Shabaab
Richard Lerionka conoce la aldea de Ngoriniani y las de toda la región. Como masai, ha dedicado buena parte de su vida a tratar con los turistas que querían conocer las costumbres de la tribu. Su chaqueta desgastada, varias tallas más grande de lo que le corresponde, es su carta de presentación: “La imagen es lo más importante”, sonríe con cierto orgullo.
Pero hace dos años que dejó la actividad. “Ya no hay negocio”, lamenta. Ahora ha regresado a su aldea natal, Morijo Loita. El veterano masai, de “unos 60 años”, habla con una taza de té en la mano. Una hoguera ilumina levemente su vivienda y los rostros de una decena de personas se desdibujan en las sombras. “Al Shabaab destroza nuestras vidas -advierte-. Matan a nuestros elefantes y matan el turismo”.
Por eso, Richard dibuja un futuro “incierto”: “Mientras que los terroristas ganen dinero con este oro blanco -en referencia al marfil y al azúcar- nos seguirán matando”.