Escribo este artículo proa al viento y le pido al lector que atrape la pregunta de un brinco y me ayude a encontrar la respuesta. Como usted, también como el director de este diario –bibliófilo empedernido-, cuya colección he tenido el honor de visitar, construyo tomo a tomo mi biblioteca personal.
Mi biblioteca oscila entre lo profesional y lo sentimental, con unas lindes que por lo intensa de mi vocación son gozosamente difusas. Presumo de mantener mi biblioteca profesional muy al día con todo lo que se edita sobre periodismo, diseño gráfico, edición, interiorismo, fotografía de moda y fotoperiodismo... por acotarlo un poco. Conservo piezas dedicadas por el maestro Milton Glaser o Susan Sontag o editores como Jan Wenner, por citar solo algunos y no quedar como un acumulador pedante.
La fotografía es una de mis grandes pasiones. Mi colección de libros de fotografía crece por semanas y va desde los grandes como Cartier Bresson, a la producción, firmada por William Klein, Dick Avedon o los portafolios de Mary Ellen Mark, a la que pude visitar en su estudio del Soho meses antes de fallecer. También atesoro buenos libros de los grandes maestros nacionales como Alberto García Alix, Cristina García Rodero o su tocaya Cristina de Middel. Todos los días me pregunto si la colección de libros de fotografía pertenece a la biblioteca profesional o a la personal. Invocando a John Cusack, en Alta Fidelidad (Stephen Frears), ¿Ordeno los discos por géneros o por autor y orden alfabético?
La biblioteca personal se apoya en los pilares de mis aficiones: literatura, los libros de jardinería del critico del Financial Times Robin Lane Fox, una pequeña pero intensa colección de ensayo taurino con las crónicas que Joaquín Vidal escribía desde la garita del guarda del garaje de la calle Campanar, y una creciente marejadilla de libros sobre la mar en todas sus variantes: historias de corsarios, bucaneros y piratas, autoayuda (cómo sobrevivir a las grandes tormentas en el océano) y clásicos de las aventuras marinas como Náufrago Voluntario (Alain Bombard) o las desventuras en solitario de leyendas de la navegación como Sir Francis Chichester a bordo del Gipsy Moth en 1967. Permítanme recomendarle una visita a la librería Robinson en Madrid (Santo Tomé, 6) donde Juan Melgar, librero, amigo y marino, les tratará como los hombres solo se tratan en alta mar, con camaradería náutica.
Hasta aquí el largo y vanidoso preámbulo de este artículo. A partir de ahora, la resolución del mismo. Oiga, doctor/lector, y si una biblioteca se construye día a día, minuto a minuto, durante toda una vida de alegrías y sinsabores… ¿A dónde van los libros cuando uno muere? ¿Lo sabe usted?
Sé bien que en La Cuesta de Moyano los pagan mal, pero los tratan con cariño. Y también sé que entre los herederos los hay que se niegan a acumular polvo y los hay que son montoneros. ¿Acaso los más bibliófilos tendrán espacio para aquella colección de Tintines entelados editados por Juventud que compré en eBay o para el Cossio completo?
Ando descorazonado con este pensamiento. Lejos queda desde luego mi intención de visitar el mas allá. Como dice un coro salsero que estos días he escuchado con frecuencia en la emisora habanera Radio Rebelde: No, señor / Cuando yo me muera / Yo no quiero que me entierren / Que quiero quedarme fuera.
Me gustaría que este artículo sirviese para que la Administración encontrase una manera de recopilar, de fundir en una gran biblioteca temática, lo mejor de cada casa, sin que haga falta que el propietario sea famoso en su pueblo para que la prensa local pueda titular: “El Ayuntamiento de Calasparra (Dios bendiga sus arroces) se hace con la biblioteca de fulanito de tal, compuesta por más de 10.000 volúmenes. En la fotografía, la viuda del finado estrecha la mano del alcalde de la ciudad (satisfecha de quitarse tanto peso de encima y ganar una habitación)”.
Y les hablo de bibliotecas. Pero ¿y las discotecas? Hace unas horas escribí a mi amigo Jordi Soley, uno de los grandes coleccionistas de jazz de Europa: “Jordi, si te enteras de alguna colección interesante, acuérdate de mí”. ¿Dónde fueron las colecciones discográficas de críticos de jazz legendarios como Javier de Cambra o Xabier Rekalde? Dios, que espero que escuche a John Coltrane, quiera que las tenga a buen recaudo. ¿Dónde iría la colección de Mario Pacheco, el admirado fotógrafo y creador del sello Nuevos Medios? En este caso creo que estará bien manejada por su hija María, que desde Mallorca intenta que el legado de su padre no muera.
Mi pesadilla va de marejadilla, a marejada y a fuerte marejada. ¿Dónde irán las bodegas cuando el propietario deja de pimplar? ¿Dónde vamos nosotros? ¿Dónde iremos…? ¿Habrá libros allí? ¿Se podrá escuchar a Billie Holiday?