Imagine que su jefe del trabajo le recrimina a diario que lleva los zapatos sucios. O que le impide echarse un pitillo a la boca en la puerta de la oficina durante un descanso. O que le pide que se vaya a la calle a seguir con la tarea cuando afuera arrecia una tormenta que deja las calles vacías y las carreteras anegadas.
Pues algo muy parecido le ocurrió a cuatro guardias civiles de la serranía de Cádiz. Son Juan Pedro Palacios, José Antonio Vélez, José Manuel Herrera y José Joaquín Córdoba, todos ellos con más de dos décadas de servicio a sus espaldas.
Tras declarar hace un año contra dos superiores en un juicio civil, han sido expedientados y se les obliga ahora a cambiar de destino forzosamente. ¿Se trata de acoso laboral? Sus mujeres, convertidas en sindicalistas eventuales ante la imposibilidad de sus maridos de protestar, no tienen duda de que sí.
"Ellos no tienen voz para poder quejarse ya que sus superiores acallan cualquier protesta amenazándolos con acudir al régimen militar. Nosotras estamos obligadas a levantar la nuestra y gritar que esto es una injusticia”, afirma rotunda María Luisa Fajardo, la mujer de José Manuel Herrera. "Desde el juicio, para sus jefes son los guardias civiles rojos", apostilla.
José Manuel, como sus otros tres compañeros represaliados, se encuentra de baja y en tratamiento psiquiátrico. El día a día de todos transcurre entre pastillas para conciliar el sueño, nervios y abatimiento. Todo, cuenta María Luisa, por culpa del sargento Pedro García, destinado en Arcos de la Frontera hasta enero pasado, y del alférez Juan Carlos Párraga, con plaza en Ubrique desde hace cuatro años.
El esposo de María Luisa y los otros tres compañeros (dos en el cuartel de Arcos y dos en Ubrique) testificaron contra sus superiores en un juicio civil después de que la Asociación Unificada de Guardias Civiles (AUGC) denunciara públicamente en un comunicado de prensa “las malas prácticas” de ambos mandos con sus subordinados.
Tras aquella nota remitida a los medios, el alférez y el sargento denunciaron por la vía civil y por separado a la AUGC. El caso llegó a juicio y, a petición de la asociación, los cuatro guardias acudieron como testigos voluntarios. Pensaron que lo que pudieran decir en sede judicial “nunca” les iba a repercutir negativamente en su puesto de trabajo.
Sin embargo, el alférez y el sargento usaron el testimonio de los agentes ante el juez para expedientarlos mediante el régimen disciplinario de la Guardia Civil, un cuerpo militar con normas propias. Sus mujeres, conocedoras de lo que estaban sufriendo sus maridos, lo consideraron una vendetta en toda regla.
Ahora, los cuatro guardias, de baja desde hace dos años -antes de que se celebrara el juicio, en marzo de 2015- se enfrentan a expedientes disciplinarios que conllevan la pérdida de destino. El cuerpo al que pertenecen los puede destinar a cualquier punto de la geografía española. Todos llevan más de dos décadas de servicio. Ninguno tiene ni un solo borrón en sus expedientes. Al contrario, todos han sido condecorados por su labor dentro del cuerpo. Pero ahora ellos y sus familias se enfrentan “al destierro”.
Sin embargo, sus esposas no piensan permanecer impasibles. María Luisa y las mujeres de los otros tres agentes expedientados han creado la plataforma No Más Silencio para recabar apoyos en la sociedad y para poder denunciar la situación por la que pasan sus maridos.
“ROMPERÍAN NUESTRAS VIDAS”
Es media mañana de este lunes y las cuatro mujeres atienden al reportero en la terraza de un restaurante a las afueras de Arcos de la Frontera. Todas tienen el gesto serio y lucen gafas de sol oscuras. Llevan el luto por dentro. Se les nota preocupadas. Dicen que es lógico. “Romperían las vidas de cuatro familias si ahora les obligan a cambiar de destino. Lo tenemos todo aquí, en esta zona”, aseguran.
Las historias personales de los cuatro matrimonios no contradicen las palabras de estas señoras. María Luisa Fajardo, de 46 años, está casada con el guardia civil José Manuel Herrera, un año menor que ella. La pareja tiene dos hijos, una niña de 18 años que acaba de hacer la Selectividad y un chico de diez con autismo.
El niño es quien más preocupa a la pareja ya que en el colegio en el que estudia tiene una logopeda para él y, además, su currículum académico está adaptado a sus necesidades formativas. “Si nos tuviéramos que ir, él sufriría mucho. Cambiarle la vida de repente a un niño así es una locura”, cuenta su madre con tono de desasosiego.
La mujer explica que su marido, como los otros tres guardias expedientados, está bajo tratamiento psiquiátrico. El suyo, dice, necesita medicación para conciliar el sueño, sufre ansiedad, vive en un estado de nerviosismo perpetuo y en marzo de 2015 le tuvieron que practicar un cateterismo después de sufrir un fuerte dolor de pecho que le impedía respirar. “Los han machacado hasta un límite impensable”, afirma María Luisa con la voz quebrada.
El caso de Joaquina Valle, de 48 años, y de su esposo, José Joaquín Córdoba, de 46, es distinto. Ella es profesora de Inglés en un colegio de Ubrique. Hace 17 años que consiguió plaza fija allí. Él lleva destinado 21 años en el pueblo. Juntos tienen una hija.
Si a José Joaquín, hijo de un agente de la Guardia Civil -a la que accedió cuando aún no había cumplido la mayoría de edad- lo cambian de destino y Joaquina decide acompañarlo, ella perdería su plaza en el centro escolar en que trabaja. “No rompen sólo una vida. Rompen las de toda una familia”.
“Es la primera vez que esto ocurre en España. Nunca nos pensamos que lo que pudieran denunciar en un juicio civil iba a ser usado por sus superiores para expedientarlos internamente”, dice Joaquina, visiblemente molesta.
Las cuatro heroínas que alzan la voz por sus maridos son, además de María Luisa y de Joaquina, María del Carmen Roldán y Eva Bohórquez. Ellas, “hartas de que en el siglo XXI aún haya alguien que no pueda quejarse del trato de un superior”, se conocieron en una concentración organizada a mediados de junio ante la Comandancia de la Guardia Civil en Cádiz. Allí estuvieron presentes familiares de otros compañeros de Arcos y de Ubrique que también “han sufrido” al alférez y al sargento.
“YA NO ES EL QUE ERA”
María del Carmen Roldán tiene 46 años y la mirada apagada. Su marido, Juan Pedro, dos menos que ella y una depresión que le hace perder peso cada semana. Desde que él se dio de baja hace dos años, casi a la par que los otros tres compañeros que acudieron al juicio como testigos, la hija de ambos, Lorena, de 17, sufre problemas de ansiedad, desmayos con pérdida de conocimiento… Una mañana al matrimonio lo llamaron del colegio en el que estudia la chica para contarle que la alumna había bajado notablemente su rendimiento escolar y que sufría cambios de actitud constantes.
“Ella ve lo que le pasa a mi marido, que tiene depresión y al que el humor le cambia a diario. Él necesita trabajar, pero le ha cogido miedo a hacerlo”, explica María del Carmen. “Mi hija sufre por dentro al ver cómo su padre ya no es el que era”.
En el caso de Eva Bohórquez y de su marido, José Antonio Vélez, el problema no les llega por los hijos y sí por los padres de ella, ya que ambos son dependientes. La madre de Eva tiene alzhéimer. Aunque pasa todo el día en una residencia, por las noches se tiene que hacer cargo de ella. Mientras, su padre, que no se puede valer por sí solo, necesita que lo aseen, que le hagan de comer…
Eva y José Antonio tienen 51 años cada uno. También dos hijos en común. La mujer, que dice vivir con el corazón en un puño, cuenta que su esposo ha perdido siete kilos desde que se dio de baja. “Si a él lo mandan a Segovia, por ejemplo, ¿yo qué he de hacer? -se pregunta visiblemente enfadada la mujer-. ¿Seguirlo y dejar a mis padres? ¿Quedarme aquí y no saber si nuestro matrimonio seguirá adelante? ¡Ya no tenemos veinte años para empezar una nueva vida!”.
PIDEN QUE SE PARALICE LA SANCIÓN
“Cada uno ha pasado por diferentes situaciones surrealistas, pero todas con un patrón: el abuso y el trato denigrante de estos dos mandos”, explica de nuevo María Luisa, la esposa de José Manuel Herrera, uno de los guardias a los que, en cualquier momento, el cuerpo les puede variar el destino. “Sufrieron un amedrentamiento continuo que acabó provocando que no pudieran ir a trabajar”, denuncia.
Pero, ¿en qué consistía el acoso psicológico al que supuestamente eran sometidos? “Los amonestaban por llevar sucios los zapatos cuando acababan de volver de un incendio; les impedían fumarse un cigarro en la puerta de cuartel, como habían hecho siempre, y hasta alguna vez les exigieron hacer controles de tráfico bajo fuertes tormentas, con el peligro que eso conlleva tanto para los agentes como para los conductores. Todo un sinsentido”.
La pérdida de destino de los cuatro agentes expedientados se publicó a principios de junio en el Boletín Oficial de la Guardia Civil. Durante los dos próximos años no pueden solicitar destino en localidades cercanas -si es que hubiese plazas vacantes- ya que se les impone no poder regresar a cualquier puesto bajo mando de la Comandancia de Cádiz, lo que en la práctica los obliga a cambiar de provincia.
Los guardias expedientados disponen de un plazo de seis meses para pedir plaza de manera voluntaria en zonas con vacantes. Pasado ese tiempo, si no han obtenido nuevo destino, la Dirección General del cuerpo los puede destinar con carácter forzoso allá donde lo requiera.
Por el momento, los cuatro expedientados han presentado un recurso ante el Ministerio de Defensa. Si no se revoca la sanción, presentarán un contencioso-administrativo por la vía de la Justicia militar. Mientras llega la resolución del departamento del que depende la Benemérita, piden que se paralice la sanción.
Por el momento, las mujeres que han creado la plataforma han recabado más de 2.500 firmas de apoyo a sus maridos y mantienen reuniones con políticos de la provincia de Cádiz para trasladarles la situación por la que atraviesan sus esposos. Ya se han reunido con la ex diputada nacional y hoy alcaldesa de Jerez, Mamen Sánchez, quien les ha prometido que su partido, el PSOE, llevará el asunto al Congreso.
Mientras continúan con su “calvario”, las cuatro mujeres siguen adelante con su denuncia pública. Como la Guardia Civil ni el Ejército admiten sindicatos, ellas se han convertido en las defensoras de sus parejas. “A nosotras nadie nos puede callar. Podrán partir nuestras vidas, pero no nuestras convicciones. Y esto es una injusticia, que se escuche alto y claro”.