Me invita Ricardo Sanz, el patrón de Kabuki, el mejor sushiman de España a conocer su nuevo restaurante: Kirei Las Cortes. Que curioso que ningún japonés haya conseguido entrar como referente en Madrid (en Barcelona Shunka lo logró hace años). Si a alguien se le ocurre Ricardo no se lo va a poner nada fácil.
El nuevo japonés del grupo Kabuki está en el Hilton de la calle San Agustín 3 y ofrece una propuesta de cocina más informal que en el Wellington pero a la altura esperada. Te recomiendo que pidas la fusión de la sopa de miso con sopa castellana. No sabrás si estás en Burgos o en Kioto. Fantástica.
Ricardo tiene ya cinco restaurantes japoneses. Fuera de Madrid imprescindible alojarse y cenar en Finca Cortesín (Kabuki Raw) y el del Hotel Abama en Tenerife. En Madrid el mejor sitio para comer y cenar en el aeropuerto (T4 y T1) está en sus manos.
Comparto entre semana sashimi con Javier Antoñanzas, y su mujer Rocío Márquez, directora de la agencia de comunicación Multiplica. Antoñanzas, director creativo de Comunica + A, la primera agencia de publicidad de capital español, anda dándole vueltas a cómo celebrar los 20 años del proyecto que junto a Jaime Antoñanzas y a mi amigo, su hermano Pablo –fallecido en 2011– han convertido en un caso de éxito. No deje el lector de suscribirse a las charlas Como, gestionadas por su hermana Marita Antoñanzas.
Y nos da por hablar de los quioscos y de su muerte lenta (que yo me resisto a admitir y verá el lector como al sector pronto se le da la vuelta). Tiro de palillos y despliego en la mesa mi teoría de que España es un país de quioscos y bares y que los quioscos son fuente de vida, que son el sístole y la diástole del barrio. También reconozco que su sufrimiento no se debe sólo a la profunda crisis de venta de los diarios, y admito que los quiosqueros no han sabido reciclarse, que es un oficio durísimo, pero no ingrato, que las asociaciones se han distraído con rencillas internas, que no han estado suficientemente unidas ante las presiones de los circuitos publicitarios (¿saben que apenas les pagan 150 euros al mes por exhibir publicidad) y de las distribuidoras. Pregunten, pregunten a un quiosquero qué piensa de los distribuidores.
Si yo fuera quiosquero tendría mi quiosco como si fuera el Taj Mahal. Y sería un lugar de experiencias, no sólo un punto de distribución. Sería un quiosco didáctico, con wifi y mesitas para café. No vendería bebidas carbonatadas ni goma de mascar. Si viajan a Milán no dejen de asomarse al quiosco que Domenico Dolce y Stefano Gabbana tienen frente a su tienda en Corso Venecia 15, podría ser un buen ejemplo. Si los quiosqueros editaran sus quioscos como los pequeños libreros cuidan sus librerías los vecinos volverían en tropel.
La cultura del quiosco ya es carne de nostalgia encuadernable. Pronto lo será de coleccionable otoñal. En el libro Aquellos maravillosos kioscos (Edaf PAG 21 euros) de Juan Pedro Ferrer y Miguel Fernández Martínez se plantea al lector un viaje a los sesenta y lo primeros setenta. Lástima que el material fotográfico no tenga mucha calidad, pero tiene la suficiente para que el lector recuerde aquellos mixtos que explotaban al pisarlos, los sobres de Montaplex, los yo-yos Russell cinco estrellas, los peta zetas, los cigarrillos rubios sueltos, los chicles Niña, el Pitagol, las cámaras de fotos de broma, el Pulgarcito, las Bolas Locas, el Correpasillos y el Vibraciones.
Recomiendo al lector un vistazo al blog El Kiosko de (Juan Pedro Ferrer) Akela y si se anima a comprar o a regalar un aperitivo dominical. Todo puede encontrarse hoy en El Rastro en una buena mañana de primavera.