El actor vizcaíno Koldo Losada murió asesinado por su marido, Jon Ezkurdia, el 19 de noviembre de 2014. Más recientemente, en abril de este año, un homicidio en el barrio barcelonés del Raval dejaba al descubierto la muerte de Pilar a manos de su pareja Ana María con la que convivía desde hace años. Dos casos, ni mucho menos los únicos, de violencia entre personas del mismo sexo, una realidad silenciada, poco comprendida y estudiada que sólo cobra gran repercusión cuando hay una víctima mortal y tiene un protagonista conocido, como ocurrió con Losada.
Las leyes y las estadísticas han diferenciado entre violencia de género y violencia doméstica y acotado la primera a la que ejercen los hombres sobre las mujeres. Pocos informes se han adentrado en la violencia intragénero. La primera gran encuesta española se presentó en abril, al cumplirse ocho años del primer asesinato en España dentro de un matrimonio homosexual, llevaba la firma de COGAM (Colectivo de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales de Madrid). Su estudio, sobre una muestra de 900 personas, arrojaba una alarmante conclusión: el 30% de homosexuales reconoce haber maltratado a su pareja del mismo sexo.
¿Si el porcentaje es tan alto cómo es posible que esa violencia permanezca oculta? El periodista, trabajador social y profesor del máster en Malos Tratos y Violencia de Género de la UNED Carlos G. García (Málaga, 1982) analiza sus características y las causas de su invisibilidad en el libro La huella de la violencia en parejas del mismo sexo, publicada en abril (Gomylex ediciones jurídicas).
IDÉNTICA VIOLENCIA DE GÉNERO
Para esta obra, realizada en el marco de la docencia universitaria, se ha encuestado a 791 personas LGTBI (620 hombres y 171 mujeres) y recogido el testimonio de veintiocho (22 hombres y 6 mujeres) de las 181 víctimas que accedieron a ser entrevistadas con la condición de preservar su identidad.
El autor, que no oculta su homosexualidad y trabaja en la atención a mujeres maltratadas, se apoya en la narración de los encuestados para llegar a una gran conclusión: “La misma violencia de género que se ejerce en parejas heterosexuales está presente en las parejas del mismo sexo, donde se repiten las agresiones y los patrones de comportamiento de dominación-sumisión que la posibilitan”.
-Entonces, ¿no hay diferencias entre una y otra?
-La diferencia mayor es la revictimización que sufre la víctima de la violencia intragénero debido a la homofobia estructural de la sociedad. De ella se aprovechan los maltratadores para presionar y chantajear a sus víctimas, siendo habitual que las amenacen con revelar su homosexualidad a su entorno familiar o laboral para aislarlas y coaccionarlas.
G. García insiste en ese punto: “Al igual que la violencia entre heterosexuales se sustenta en el machismo, la intragénero se sustenta en la homofobia, la lesbofobia y la LGTBIfobia y el maltratador utiliza el outing como una importante herramienta de sumisión”.
“ME AMENAZABA CON DECÍRSELO A MIS PADRES”
Cuando Alfonso quiso romper con su novio éste le amenazó con llamar a sus padres y revelarles su orientación sexual. “Mi familia era muy conservadora y él lo sabía. Que les hubiera contado que soy gay habría supuesto un gran conflicto”. La misma situación vivió Rubén: “Mi padre desconocía que era gay y [su pareja] solía amenazarme con hacerle saber que estábamos juntos”.
Las víctimas del estudio contactadas por EL ESPAÑOL han declinado volver a contar su historia, pero el libro contiene numerosos y elocuentes testimonios como los de Alfonso y Rubén.
Sólo un 3,8% de los agredidos de la encuesta denunció a su maltratador. “Denunciar supone revelar tu orientación sexual, algo muy duro en un sistema que discrimina y culpabiliza a los LGTBI”, explica el autor. “Además, los maltratadores presionan con el argumento de que “nadie les va a creer, ni ayudar; ni la policía, ni los jueces”.
Alfonso se sentía indefenso pese a la violencia cotidiana que soportaba. “¿Qué iba a hacer? Me daba vergüenza acudir a mis amigos (…). Por otro lado, cuando la policía venía a mi casa me miraban como si yo tuviera la culpa o me trataban como a un tonto”.
“No querían que me vieran como una mujer maltratada y se rieran de mí. Toda la información que tenía era para mujeres, no había nada para hombres”, aduce Ramón, que tardó tiempo en descubrir que había sido objeto de malos tratos.
Carlos G. García repara en esos sentimientos y describe las dificultades que tienen los gais para tomar conciencia de su condición de víctimas. “Nadie contempla una relación asimétrica o de poder entre dos hombres, como si el maltrato se diera por igual y se tratara de una pelea, una lucha justa ente iguales”. La experiencia de Lorenzo abunda en esa idea. En plena calle, en medio de una discusión su pareja le cogió por el cuello de la camiseta y levantó el puño para pegarle; los dos desconocidos que les separaron se lo tomaron “como una riña entre borrachos sin importancia”.
No es sólo que los hombres sientan vergüenza, aduce el autor, sino que ellos mismos a nivel cognitivo son incapaces de reconocerse como maltratados. Tienen una mayor tolerancia a la violencia y cuando se aceptan como víctimas se enfrentan al “oprobio social”.
“PENSABA QUE LAS MUJERES NO SE MALTRATABAN”
Esa dificultad entronca con el reparto de roles en “una sociedad heteropatriarcal”, en la que lo masculino y lo femenino está claramente delimitado y asociado al sexo de hombre y mujer. “También se da por hecho que no puede haber violencia entre lesbianas, con el argumento de que las mujeres sólo pueden ser víctimas de los hombres”, señala G. García.
Gloria nunca pidió ayuda por ese motivo. Pensaba que “el maltrato no podía darse entre dos mujeres”. Falsos mitos que se combaten en el libro.
El profesor de la UNED amplía el concepto de violencia de género a toda la que se fundamenta en estructuras de poder y se extiende “desde la dominación a la sumisión, desde lo identificado como masculino hacia lo considerado femenino”, produciéndose por tanto también en las parejas del mismo sexo.
Una visión que ha encontrado, al menos en el pasado, grandes “resistencias” entre los movimientos feministas y los propios afectados. “Todavía hay feministas que se resisten a ver al hombre como víctima o a la mujer como agresora para no dar argumentos al machismo, mientras que los colectivos LGTBI no admitían la existencia de esa violencia para no tirar piedras contra su objetivo de conseguir la aceptación social de las uniones del mismo sexo”.
La problemática no aflora en toda su crudeza, como tampoco lo hacía hace treinta años la de las mujeres maltratadas por sus maridos. Sin embargo, los porcentajes de violencia intragénero – más del 23% según el estudio de G. García– se equiparan a los registrados dentro de las parejas heterosexuales. Las similitudes se extienden también a lo cualitativo.
“ME DECÍA QUE YO ERA LA MUJER POR MI PLUMA”
La repetición de los roles de masculinidad y femineidad establece jerarquías de poder en parejas del mismo sexo. “Si me venía abajo en algún momento me tachaba de sensible; me decía que era poco hombre”, expone Alfonso. “Él se sentía superior por ser más masculino que yo”, asegura Pablo que oía con frecuencia a su pareja llamarle “maricona” . “Yo soy más hombre que tú porque parezco más hombre que tú”, escuchaba Ramón de su maltratador. “Para él un hombre con pluma era igual que una mujer y solía bromear con que yo era la mujer de la relación”, apunta Diego.
La homofobia interiorizada que demuestran estos comportamientos se manifiesta en 17 de los 28 casos analizados a través de insultos y vejaciones relacionados con la orientación sexual o el amaneramiento de las víctimas.
El 13,2% de los hombres encuestados en el trabajo supervisado por la UNED manifestó que sus parejas se sentían superiores por ser más masculinas. Apenas alcanzó el 1% quien opinó que su pareja se sentía superior por ser más femenina.
“CUANDO ME REANIMÓ SIGUIÓ PEGÁNDOME”
“Las víctimas gais, lesbianas o bisexuales experimentan sentimientos de aislamiento, niegan que la violencia exista o la minimizan, se culpan a sí mismas y aceptan un estilo de vida basado en la indefensión aprendida”, asegura Carlos G. García, que ha diseccionado las agresiones físicas, las psicológicas y las sexuales sin encontrar patrones que se distingan de los asumidos en las parejas del mismo sexo, salvo el ya referido del outing.
Por el contrario, ni en el perfil de las víctimas –de todas las etnias, edades, niveles de estudios e ingresos– , ni en las fases de la relación –desde el amor romántico hasta el estallido de la violencia y la reconciliación–, ni en la manera de reaccionar –desde la justificación hasta la rebeldía pasando por las segundas oportunidades–, ni en los sentimientos de respuesta padecidos –ansiedad, miedo, depresión, estrés postraumático …– se observan diferencias.
“Cuando llegaba a casa más tarde me cabreaba y me gritaba preguntándome dónde había estado. Él siempre me acusaba de haber estado con otros. Cada día era más intensa la pelea, hasta que llegó un día en que subió mucho de tono, se acercó y me dio un puñetazo en el pecho. (…) No entendía que me hubiera pegado. Me puse a llorar. Al momento me pidió perdón y lo perdoné”. El testimonio pertenece a Alfonso pero no difiere de los que acostumbramos a oír de una mujer maltratada por un hombre.
Lo mismo ocurre con la observación de Gloria: “Notaba que ella cada día era más arisca, más violenta y pensé que era porque yo no hacía las cosas bien. Me esforzaba cada día más en ser mejor”.
Diecinueve de las 28 personas que se sinceran para el libro aseguran haber sufrido violencia física y en al menos tres casos describen episodios con riesgo de muerte o lesión muy grave. Alba, que tuvo que mudarse de ciudad ante las amenazas de su expareja tras la separación, aporta una dura experiencia. “Al llegar a casa me pegó una paliza. Me provocó incluso un paro cardíaco. Como es médico consiguió reanimarme. Cuando me reanimó siguió pegándome”.
G. García dedica un amplio capítulo de su obra a las herramientas de la violencia psicológica que emplean los maltratadores. Su autor la encontró inserta en las relaciones del día a día de todos los casos analizados. A través de ellos se describen estrategias de control, de aislamiento, de denigración y humillación; así como amenazas, acoso, intimidaciones y abusos económicos. De nuevo, poco cambia respecto a las armas empleadas en el maltrato de hombres a mujeres.
La realidad se abre paso poco a poco de modo incuestionable, aunque el sistema no ofrece respuestas a “la gravedad del problema”. Las víctimas, excluidas de la Ley de Violencia de Género de 2004, no pueden acudir a un centro de acogida o acceder a medidas de protección de índole laboral o económica y los profesionales de los servicios sociales “no están preparados” para prestarles asistencia. Su mayor desprotección las hace aún más invisibles. En el debate abierto sobre la necesidad o no de una ley específica, Carlos G. García se pronuncia a favor de una nueva regulación.
“Legislar específicamente para los homosexuales nos brindaría la oportunidad de combatir la homofobia donde aún queda mucho camino por recorrer; pero la violencia de género en sus múltiples vertientes seguirá existiendo mientras no desmontemos los pormenores de la socialización de género y no entendamos que lo tenido por masculino y lo considerado femenino forma parte de cada uno de nosotros “, concluye el profesor de la UNED.
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