Pepe Barahona Fernando Ruso

“¿Qué puedo hacer con mi Francisco?”. Josefa, o Pepa, como la conocen en el sevillano barrio de Torreblanca, cuenta los días que faltan para que su hijo salga de prisión. Todavía queda. No sabe si un mes o tal vez dos, quizás sea un año. Su única certeza es que no lo quiere en casa. “No si sigue así”. Y seguirá. Su Francisco, Paquito, tiene 55 años y padece trastorno bipolar. “Tiene buen corazón, pero cuando se le cruzan los cables…”. La puerta de su casa es el mejor testimonio, llena de golpes y abolladuras por sus frustrados y repetidos intentos de entrar. La última vez le advirtió: “Te voy a matar”.

El drama de ser violada, agredida y amenazada por tu propio hijo

Pepa, a sus 75 años, está agotada, desanimada, desesperada. “No sabéis lo que llevo pasado con Francisco”, insiste. “Un día empezó a decirme que era mala y que me iba a morir, que si su padre era malo, que él era peor y que tuviera cuidado; y yo ya no estoy para estas cosas. Antes, cuando estaba menos torpe, lo echaba a empujones a la calle, pero ahora no puedo”, explica. “Porque esto no es de ahora, llevo años lidiando con Paquito”, narra a EL ESPAÑOL.

Josefa vive con su hijo Ventura en una humilde casa de dos plantas, cinco de fachada por quince de largo, en Torreblanca, un barrio situado a las afueras de Sevilla. Justo al lado del Canal de los Presos del Guadalquivir, construido a pico y pala por unos dos mil reclusos políticos de la dictadura franquista. A su discurrir se jalonaban campos de trabajo y se adosaban barrios para los familiares de los penados, de ahí Torreblanca o Valdezorras en Sevilla.

En el barrio se habla de su pasado. Hay quien lo vivió en primera persona. También se habla de Paquito, y también lo hacen quienes lo sufrieron en sus carnes.

Aquilino, hermano de Paquito, fallecido en 1985. E.E.

Cumple condena por atracar bancos, su especialidad. Aunque se ha visto inmerso en todo tipo de robos. Fue tironero en su juventud y vio con sus propios ojos cómo un cabo del Ejército mató a tiros a su hermano Aquilino después de frustrar el intento de ambos de robar un bolso del interior de un coche parado en un semáforo.

“Antes, el golferío estaba de moda, no como ahora”, relata Ventura, él único hijo que vive con Pepa. Muestra las fotos de Aquilino, también de su hermano Francisco, y hasta el color sepia recuerda al cine quinqui, a las películas de ‘El Torete’ y ‘El Vaquilla’.

Ventura, que hoy mima a Pepa, también ha sido carne de presidio. Ha entrado, salido y vuelto a entrar. Y recuerda la fecha en la que murió Aquilino. “Miércoles, 18 de septiembre de 1985”.

Un único disparo, con orificio de entrada y salida en el tórax, acabó súbitamente con la vida del joven. “Ese tiro no era para él, ese era para Francisco, pero…”, confiesa Pepa con voz baja dejando en suspenso un abismo de escenarios alternativos. “Desde niño ha dado mucho que hacer, y cuando murió su hermano perdió el norte”, relata la sevillana.

UN ESQUIZOFRÉNICO QUE VA A POR LA FAMILIA

Francisco empezó a coquetear con la droga y la rareza que su madre siempre percibió se tradujo en un diagnóstico. “Tiene un poquito de esquizofrenia y trastorno bipolar”, explica Pepa. “El psiquiatra me lo advertía: ‘Ten cuidado Josefa, que Francisco está cambiando mucho y va a por la familia’. Porque todos éramos malos para él. Él solo estaba bien en la cárcel”.

Pepa, madre de Francisco, vive en Torreblanca con su otro hijo Ventura Fernando Ruso

Y en la cárcel lleva media vida, más de 30 años. “Aunque no es sitio para él”, defiende su madre.

“¿A dónde se meten a estas personas? Yo he luchado mucho. Mucho. Debe haber sitios especializados para estas personas. Porque, ¿qué hacen en la cárcel? ¡Ponerse peor! Nadie le vigila el tratamiento. Le dan la pastilla, y si quiere se la toma y si no las tira. No hay médicos adecuados. Y está todo el día en el patio, escuchando las historias de ellos. Fechorías de unos y de otros. Y eso se le mete en la cabeza”.

La narración de Pepa es cruda como la vida que le ha tocado vivir. Enérgica en su juventud, ahora se mueve torpe por su casa. Quien tantas veces plantó cara a Francisco ahora es vulnerable, frágil, débil. Se cae con frecuencia a consecuencia de la fibromialgia que padece. Está tan desmejorada que la última vez que Paquito la vio en los juzgados se echó a llorar.

“Yo no quiero que venga a casa, porque es un problema. Ojalá no tuviera que decir esto, pero sé que no cambiará, porque está enfermo y no se quiere tratar”, detalla Pepa, que afirma estar nerviosa por la salida de su hijo de prisión. Con miedo de que cumpla su promesa. La amenaza que enturbia la plácida vida de su hogar.

“O ME MATA O LO MATO”

“Tengo miedo que pase algo”, interrumpe Ventura, su hermano. “No por mí, pero sí por mi familia. Y nos vamos a buscar un problema. Tengo miedo a perder la vida o a que la pierda él. O me mata o lo mato. Si me coge de frente, lo veré venir, si me coge de espaldas, pues… Porque ya me lo ha dicho más de una vez: ‘Como te coja de espaldas te voy a dar”.

El único desahogo de Pepa está en las charlas que organiza la Asociación Pro-derechos Humanos de Andalucía (APDHA). “Allí descubro que —por difícil que parezca— hay gente peor que yo”, defiende mientras le quita el polvo con la mano a los retratos de sus fallecidos que guarda junto a la mesita de noche. Su madre y los dos Aquilinos de su vida, su marido y su hijo.

"Tengo miedo a que pase algo", dice la familia del preso enfermo mental Fernando Ruso

En las Asambleas de Madres —o de familiares y amigos de personas presas, su nombre oficial—, organizadas por la APDHA, hablan aquellas que quieran, que lo necesiten. Otras se limitan a escuchar. Exponen sus casos y así se reconfortan unas y otras. Sabiéndose todas una más. Y no unas extrañas.

“Se escuchan situaciones horribles”, explica Marian Pérez Bernal, coordinadora del Área de Cárceles de la APDHA, que explica que como Pepa hay muchas madres que prefieren que sus hijos estén en prisión antes que en su casa. “Mejor en un centro especializado, como un psiquiátrico penitenciario, pero en España solo hay dos, en Alicante y en Sevilla, y están saturados”, puntualiza la experta.

SALUD MENTAL EN LA CÁRCEL

2016 acabó con 59.839 personas privadas de libertad en 98 centros penitenciarios. El 92,57 por ciento, hombres. Según estadísticas oficiales, a 31 de marzo del 2016, en España hay 492 pacientes considerados inimputables, su enfermedad mental no les permite discernir sobre la legalidad de sus actos y no tienen responsabilidad penal. El Código Penal establece que a ellos se les aplique una medida de seguridad que se traduce en el internamiento en hospitales psiquiátricos penitenciarios en lugar de ir a la cárcel. La ley no permite que estas personas estén ingresadas en este tipo de centros más del tiempo del que tendrían que cumplir por el delito del que se le acusa.

En España 127 personas inimputables están en centros penitenciarios ordinarios Fernado Ruso

Pero el colapso y la saturación de los dos únicos psiquiátricos penitenciarios de España, en Sevilla y Alicante, hacen que muchos acaben en cárceles ordinarias. De los 492 pacientes inimputables, 365 están en hospitales psiquiátricos penitenciarios y 127 en centros penitenciarios ordinarios.

“Mantenemos la inconstitucionalidad de esta forma de ejecución de las medidas de seguridad impuestas por los jueces y entendemos que es una aberración la existencia de enfermos mentales cumpliendo condenas en módulos ordinarios”, denuncian desde la APDHA.

Pero los hay. Marian estima que ocho de cada diez reclusos tiene problemas mentales. Y los centros penitenciarios ordinarios no están preparados para atender a este alto porcentaje de la población reclusa. “Los mismos profesionales sanitarios nos lo reconocen, faltan medios para atender este tipo de cuestiones”, insiste la portavoz de la APDHA.

Tesis que confirma a EL ESPAÑOL un funcionario de vigilancia interior de la prisión Sevilla I. “El médico generalista es el que atiende a los internos con problemas mentales, el psiquiatra acude una vez a la semana, solo ve a los casos extremos y apenas le da tiempo de ver a todos”, explica.

La falta de tratamiento efectivo provoca agresiones entre reclusos. También a los funcionarios. “Hay una por semana, y siempre son enfermos mentales los que están implicados”, explica el joven, que no revela su identidad por miedo a las represalias. “Nosotros tenemos miedo, porque este tipo de internos son totalmente imprevisibles, hay que tener mil ojos”, añade. “La cárcel no es el lugar para ellos”, zanja.

“Claro —puntualiza la portavoz de la APDHA— son enfermos mentales”.

Pero, ¿cuál es su sitio? La oficina del Defensor del Pueblo Andaluz ha confirmado a EL ESPAÑOL que ni siquiera los psiquiátricos penitenciarios están preparados para atender a los internos que albergan. En el de Sevilla solo hay actualmente un psiquiatra para atender a los, de media, 174 enfermos mentales; cuando la Relación de Puestos de Trabajo (RPT) establece que deben ser cuatro psiquiatras.

“No se cumple el principio de reinserción o rehabilitación de los reclusos, y mucho menos de los enfermos mentales”, garantiza el funcionario de prisiones a las preguntas de EL ESPAÑOL.

VIOLA A SU PROPIA MADRE

Y ahí empieza de nuevo el problema para las familias, cuando se acaba la condena y pende sobre ellos el calvario de la vuelta a casa.

María —nombre ficticio— pasó por ello hace poco. Su hijo, Manuel —también ficticio—, volvió a casa tras abandonar el psiquiátrico penitenciario. Allí le recomendaron seguir con el tratamiento en una comunidad terapéutica. Y, de paso, que le controlaran el consumo de sustancias estupefacientes. Pero nada de eso paso.

Sí volvieron los abusos, también las violaciones a su propia madre.

Fue la droga la que le provocó la esquizofrenia paranoide que padece. Enfermedad que le genera una obsesión por las mujeres, —y según el relato de su propio hermano— dando igual la edad. Violó a dos niñas, de 17 y cuatro años. “Y a mi propia madre”, detalla el hermano, que apenas frecuenta la casa en la que se crió por la vergüenza que le supone el dedo acusador de sus vecinos. Por todo, Manuel cumplió condena de ocho años.

Cárcel de Morón de la Frontera en Sevilla Fernando Ruso

Con Manuel en la calle, los abusos a su propia madre también volvieron. Ni ella ni su padre, diabético y con alzhéimer, pudieron contenerlo.

Quienes conocen a María dicen que se la ve agotada, desesperada y muy deprimida por veinte años de brega con Manuel, que ha vuelto de nuevo a prisión. Solo así respira tranquila. Y ni eso. La orden de alejamiento le impide ir a visitarlo a la cárcel, no a un psiquiátrico penitenciario, a una ordinal. “Y ese no es lugar para él”, defiende.

Y, mientras que la familia cuenta con miedo los días para que vuelva a salir, la familia pide una solución.

“Estamos desesperados —explica el hermano— por no saber a qué puerta llamar, porque cada vez las veo más cerradas”. Y la de casa siempre es la puerta que se abre. La que nunca se cierra, pese al calvario que se viva dentro.