A las 4.50 de la tarde fue encontrado por una pareja que paseaba por el monte. Por la noche, el alcalde de Ermua, con un extintor, evitó que ardiese una herriko-taberna. A las 3 horas del 13 se decidió desconectarle.
Lasarte, 16.20 h.
En una pista forestal del barrio de Azobaka de Lasarte, cerca de un riachuelo, en una pequeña explanada rodeada de matorrales. Apenas se escucha un pum-pum con sordina, tras un previsible forcejeo. Dos hombres, si así se les puede llamar, los etarras Txapote y Oker, acostumbrados a matar por delante y por detrás, sobre todo por la espalda, asesinan al joven concejal de veintinueve años. El primero aprieta el gatillo de su Beretta calibre 22 Long Rifle, mientras el segundo sujeta como puede al reo. Lo dejan allí y huyen. En el vehículo, esperándoles, está Amaia, novia de Txapote; años después, madre de los dos hijos que procrearon entre Francia y España, siempre en cárceles, beneficiándose del vis a vis. Ninguno de los tres se apiada del indefenso. El camino ahora está asfaltado, pero entonces estaba lleno de baches y el suelo era de tierra. Al ser de un único sentido, volvieron por donde llegaron, por la parte alta de Lasarte.
Una media hora después, sobre las cinco menos diez de la tarde, una pareja que pasea con sus perros escucha unos gemidos casi inaudibles. Sucedió así, según relataron al periodista Jesús Rodríguez, en El País, meses después del suceso: "Hacía un calor horrible, horrible. A eso de las cuatro salí con los perros al monte. Venía conmigo un muchacho de por aquí. No había un alma, estaban todos con el Tour. Los perros iban asfixiados y le dije al otro: “Oye, ¿por qué no les bajamos a esa charca que ha hecho la riada para que se refresquen?”. Ya muy cerca del río, los chuchos salen corriendo y ladrando, y nosotros detrás. Cuando llegamos estaban husmeando algo que había tirado en el suelo. “¡Si es una persona!”. Respiraba muy mal, como entrecortado, daba angustia oírle. “¡Mira cómo sangra por la cabeza!”… ¿No será el chaval que andan buscando…?".
En 2006, en el juicio por este asesinato, la pareja que se topó con el herido declaró como testigos protegidos. Él y ella, porque no eran dos chicos como se dijo, no han podido borrar de su mente ni un solo detalle de lo vivido. Al ver que los animales se han detenido, él se acerca y encuentra a un hombre desarbolado, con una rodilla sobre otra, caído hacia delante, con una mancha ocre a su alrededor. Una imagen que, aun sin querer, sin buscar símiles prejuiciosos, nos conduce mentalmente a las ejecuciones nazis. Lo que en realidad fue. Déjense de patrias y de gudaris. Pistola en mano, dos disparos, y uno menos. Y al siguiente, que hay muchos que matar. Veinte años después, el lugar del crimen está lleno de maleza y es difícil acceder a él. La madre de Miguel Ángel lo visitó por primera vez dos meses después del asesinato, cuando acumuló fuerzas suficientes. Allí depositó un ramillete de rosas rosas, su color favorito.
El cuerpo con vida del confiado Miguel Ángel fue trasladado a la residencia sanitaria Nuestra Señora de Aránzazu, en San Sebastián.
-¿Sufrió mucho Miguel Ángel?
-No. En ese momento, no. Los dos disparos fueron muy seguidos, en cuestión de segundos. El segundo le produjo una conmoción que le dejó, seguro, inconsciente en el momento. Algo parecido a cuando uno se marea y pierde el conocimiento plenamente. No puede recordar si sufrió al caerse, cuánto le dolió golpearse.
El doctor Luis Miguel Querejeta Casares tenía entonces treinta y cinco años. Extremadamente educado, este médico forense destila profesionalidad por todos los poros de su cuerpo. Calcula que en su vida profesional habrá hecho cerca de cinco mil autopsias, pero ninguna le marcó como la que le realizó a Miguel Ángel Blanco el 13 de julio, a media mañana.
¿Cómo sucedieron, pues, los hechos, según relata el cuerpo mudo y desnudo del concejal tendido en la mesa de autopsia de 2,60 x 0,80 x 0,85 cm de largo, ancho y alto, respectivamente? El doctor Querejeta no trabaja sobre hipótesis, sólo relata los signos latentes en el cuerpo inerte.
Medio conmocionado y dolorido, Blanco pierde la verticalidad y baja la cabeza al recibir el primer disparo justo detrás de la oreja derecha. Es cuando Txapote, según indica la trayectoria de arriba abajo del segundo disparo, vuelve a apretar rápidamente el gatillo de su pistola Beretta, con silenciador, a escasos centímetros del cuero cabelludo. La segunda bala es la mortal. Entra limpiamente por la zona occipital de la cabeza y causa destrozos en el cerebro, imposibles de reparar. Las dos balas, alojadas en la cabeza de la víctima, son extraídas en la autopsia.
Las lesiones son tan graves que no pueden ser operadas y solo salen del cuerpo del concejal cuando está en la mesa de autopsias. Se sabe que fue Txapote quien disparó por la declaración, años después, de otro colaborador de ETA, Gregorio Escudero Balerdi. Es este quien da todos los detalles, incluido que el día del asesinato, a la hora fatídica, Escudero se divertía alegremente en los sanfermines. Porque la vida son dos días, cuarenta y ocho horas en algunos casos, y hay que aprovecharlos.
La víctima queda tendida en el lugar de los hechos, con las manos atadas, apoyado ligeramente sobre sus rodillas, e inconsciente. Se calcula que perdió entre un litro y litro y medio de sangre, hasta que es encontrado por la pareja de paseantes con sus perros, alertados por el sonido de la respiración profunda del malherido. Los asesinos, tranquilamente, se marchan del lugar. Hasta octubre de ese año, 1997, no volverán al piso escondite de Eibar, de donde partieron el jueves 10 por la tarde para secuestrar a Miguel Ángel.
Dicen los expertos que todos los disparos de Txapote son siempre iguales, inconfundibles, traicioneros, en la base de la nuca.
-Doctor, finalizo por donde empecé, por el dolor. Querría saber si Miguel Ángel, cobardemente asesinado, con toda la alevosía y bestialidad posible, al menos no sufrió tras el momento final. ¿Puede apreciarse el dolor en el rostro de un cadáver?
-Sí, puede verse. En el caso de Miguel Ángel su cara era de estar plácidamente dormido. Muy diferente es la muerte de un ahorcado por asfixia; la desesperación queda reflejada en el rostro. No, no sufrió. No sé si antes, si durante el secuestro...
Ermua, 16.00 h.
1-2-3-4. No es el ritmo de arranque del batería del grupo Póker. Tampoco es el 1-2-3-4 mental que contaba antes de romper a hablar en los plenos municipales, buen recurso para tímidos juiciosos que se lo piensan mucho, no vayan a decir una tontería. El reloj del campanario señalaba la hora fatídica. Primera campanada, segunda, tercera y la última-última: la cuarta. Son las cuatro. La hora que nadie quería que llegara a no ser que hubiera buenas noticias. No sucede así, como era previsible. Mientras el reloj de la firma Viuda de Murua, de Vitoria, instalado en el campanario de la iglesia de Santiago, da impasible y perezoso las cuatro de la tarde, abajo, frente al altar mayor, el párroco de Ermua, José María Larruskain, reza, intentando abstraerse del ambiente general. «Me vuelvo hacia la talla de san Miguel Arcángel, vencedor del maligno, y le suplico que salve a Miguel. Y también le digo: “Mikel Deuna, zaindu Euskal Herria”. San Miguel, cuida del pueblo vasco…".
Afuera, miles de personas esperan noticias. O, mejor, temen la noticia. En Ermua y en toda España.
En Barcelona, con dieciocho años de edad, sigue al minuto toda la información un tal Albert Rivera. En 2015, cuando dio el salto a la política nacional, el líder de Ciudadanos declarará que se metió en política por algo que tuvo que ver con la justicia y la injusticia: el secuestro y asesinato del joven concejal. "Lo seguí casi al minuto. Fue una cuenta atrás angustiosa para todo el país. Y yo era de los que pensaba que no podía pasar, que finalmente ETA no lo mataría", declaró al periodista Manuel Jabois.
"Fue como un huracán", dijo días después el teniente de alcalde socialista Félix Prol. Cuando el alcalde Totorica sale al balcón y comunica a sus vecinos que Miguel Ángel ha aparecido tiroteado, malherido, quizás muerto, la gente se desespera y comienza a gritar y a lanzar consignas. Ermua, el pueblo armero, se convierte en un polvorín. ¡Pobres maquetos! («Vinieron descalzos, no tenían dos reales y al cabo de un año, ya son concejales», decía una cancioncilla de tintes xenófobos y racistas). Maquetos y no solo maquetos. La gente normal entra en un estado de ebullición mental entre el éxtasis y el paroxismo. Todas las miradas buscan a supuestos amigos de ETA para darles su merecido. Milagrosamente, han desaparecido, aunque la herriko taberna y sede batasuna está a menos de doscientos metros del ayuntamiento donde se produce la gran concentración.
Totorica, al ver la tensión que se respira, se saca de la manga de alcalde ocurrente y rápido una manifestación. De viva voz, decreta una marcha hasta Eibar, a pocos kilómetros. Al frente de la manifestación, gira primero a la derecha, luego va hacia la izquierda, llegan a Eibar, una vuelta por allí, otra para allá, otra para acullá y regreso a Ermua. Años después, recuerda: "Fundí a los vecinos andando y todo el mundo se calmó". El cansancio amansa a las fieras. José Antonio Fernández Celada, secretario del ayuntamiento de Ermua, que sigue con walkie talkies desde el ayuntamiento todo lo que está pasando, para quitar tensión dice con ironía al alcalde de Eibar, Iñaki Arriola López, que se encuentra en ese momento en la casa consistorial ermuarra: "Ten cuidado, que Totorica te invade el pueblo". Iñaki Arriola, años después, fue consejero del lendakari Patxi López.
En realidad, Totorica, remedando a Forrest Gump, comenzó a andar pero no sabía muy bien hacia dónde iba. Y fueron a Eibar como podrían haber salido en sentido contrario. Porque se hace camino al andar. Y, como sucede con la música, cuerpo en movimiento se le quitan malos pensamientos. Por la noche, en el ayuntamiento de Ermua de nuevo, cuando va a comenzar una reunión para analizar cómo afrontar la que se vendría encima con el entierro, pues se sabía que Miguel Ángel está herido de muerte y es solo cuestión de horas, alguien da la alerta de que la sede de HB ha sido incendiada.
—No recuerdo bien, pero salí corriendo con los policías, con un extintor en la mano. Y conseguimos apagar el fuego.
—Con lo que habían hecho, el alcalde de Ermua va y apaga el fuego.
—Pues menos mal que conseguimos apagarlo, arriba de la herriko taberna vivía gente en otros pisos.
El contenido de este diálogo entre el alcalde y varias personas muy próximas a él recriminándole su actuación como bombero improvisado forma parte de todas aquellas pequeñas cosas sucedidas en Ermua que contribuyeron a hacer historia. La actitud de Totorica sofocando las llamas en la casa del «enemigo» fue otra piedra depositada improvisadamente, como simple reacción ante los acontecimientos, que contribuyó al nacimiento del Espíritu de Ermua.
Si el alcalde Totorica, con sus municipales, no hubiera apagado el fuego, el espíritu de convivencia y de firmeza de valores se habría esfumado como briznas de pavesa antes de nacer. Porque de haber ocurrido una desgracia en la sede de Herri Batasuna, del “muerte a ETA”, “a por ellos”, “HB fuera del País Vasco”, “asesinos, hijos de puta”, “ETA al paredón”, se habría pasado a los «muertos de HB por el fanatismo español”. Muerto por muerto, empate y Miguel Ángel se habría quedado más solo que la una antes de tiempo. Nunca se supo quién provocó el incendio. No tuvo mayores consecuencias y nadie fue juzgado.
Vitoria, Madrid, Pamplona, Bilbao, San Sebastián…
En Vitoria, el Ejecutivo vasco, presidido por José Antonio Ardanza, señala a HB como cómplice del asesinato por su actitud pasiva. En Pamplona se suspende la corrida de toros, si bien la presidencia de la junta de peñas se opone a echar el cierre a los festejos. En las puertas de la prisión gallega de Pereiro de Aguiar, zona de la que proceden los Blanco Garrido, se produce una manifestación contra los etarras allí presos. El director de Santoña decide separar a estos presos de los comunes.
En Madrid, en Moncloa se sigue al minuto lo sucedido: desde los disparos que se oyeron en Lasarte, al traslado del concejal malherido al hospital de San Sebastián, a las muestras de dolor en toda España… Silente, con su íntimo colaborador Javier Zarzalejos frente a él, Aznar vive el momento más duro en sus ocho años como presidente del Gobierno de España. Seguramente, porque aún no tiene la piel suficientemente dura. En 2004, días antes de dejar la presidencia, sucedería el 11-M. Pero el asesinato de Miguel Ángel Blanco, al ser una muerte a cámara lenta, horada hasta el fondo al frío Aznar. Zarzalejos recuerda que el presidente, al conocer la noticia, se quedó en silencio. Un silencio sobrecogedor. Desolador. Aznar cavila en ese punto difuso entre la fe, la razón y la desesperación. Con el fiel de la balanza firme, pero con las dudas humanas de si podía haber hecho más. Compungido por el vértigo de la responsabilidad al estar al frente de un país conmovido por un terremoto moral y al frente de un partido alcanzado por la crueldad terrorista, con cientos de cargos públicos en el País Vasco y con sus familias detrás.
En toda España se producen manifestaciones espontáneas de dolor y de rabia. Y también de otro tipo. Cuenta Iñaki Anasagasti cómo esa misma noche, cuando ya se conocía que Miguel Ángel tenía dos tiros alojados en la cabeza y el final era cuestión de horas, pasó por debajo de su casa una manifestación promovida por HB con sus reivindicaciones habituales, como si el asesinato no fuera con ellos. Juan María Bandrés, ya fallecido, líder de Euskadiko Ezkerra, nacionalista vasco de izquierdas en sus inicios, presencia cómo una anciana, tras gritar “Gora ETA” y ser empujada por unos manifestantes iracundos, espeta a unos ertzainas que la protegen de la marabunta: “Y vosotros no me toquéis, ¿eh?”. A partir de esos días, los radicales abertzales empezaron a odiar a los miembros de la Ertzaintza como si fueran la Guardia Civil. El escritor Francisco Umbral puso a ETA a la altura de Franco. En su artículo diario escribe: “Cuando se mata con la misma implacabilidad, caprichosidad y puntualidad que Franco, corre uno el peligro de empezar a pensar como Franco”. A superarlo, incluso, le faltó decir.
En el hospital de San Sebastián, el concejal herido continúa su lucha contra la muerte, rodeado de su familia. El padre de Miguel Ángel, tras salir de ver a su hijo, toma del brazo al vicepresidente
Álvarez Cascos y le dice: “Cada día os voy a apoyar más a vosotros, porque no les tengo miedo”. “Me han hecho volver a creer en la nobleza de la política”, declarará tiempo después el político asturiano.
A las tres de la madrugada del 13 de julio, Cascos, a quien un médico de la UVI le pide que convenza a la madre para que permita desconectar a Miguel Ángel, ya en muerte cerebral, llama a Aznar. El presidente del Gobierno, a esas horas, está paseando por los jardines de La Moncloa, con un cigarro para calmar la ansiedad.
—Presidente. Está muerto cerebralmente. No hay nada que hacer.
Extracto del libro El hijo de todos, escrito por Miguel Ángel Mellado, editado por La. Esfera de los Libros.