“Cagajones de guarro, ese es el ingrediente secreto”. Ríe Rafaela mientras desvela sin remilgos la fórmula de su aceite milagroso para curar las quemaduras. “Y ortigas, hiedra, marrubio y, eso sí, aceite de oliva virgen extra”. Nada más.
—¿Y funciona?
—Vaya que si funciona, ¡hasta el médico del pueblo viene a llevarse!
El aceite de Rafaela es bien conocido en Higuera de la Sierra, un tranquilo pueblecito de encaladas casas blancas y calles empedradas de poco más de mil habitantes situado en la provincia de Huelva. Quien lo usó elogia las bondades de este untuoso líquido de color marrón, presente en las alacenas de muchos lugareños. Pocos de ellos saben que el ingrediente que hace efectivo el ungüento es, ni más ni menos, la mierda del cerdo ibérico, que abunda en las dehesas que circundan la villa. Y es que, del cochino, hasta los andares.
“Es una leyenda, pero nadie realmente sabe qué lleva ese aceite”, explican a EL ESPAÑOL en el Ayuntamiento de Higuera de la Sierra. “Sí, es verdad que muchos lo usan, y hablan bien de él; pero llamen a Rafaela y que ella les cuente”.
Preguntando por Rafaela, la del aceite para las quemaduras, se llega a la calle El Alto, que converge en la plaza de San Antonio con la calle Larga. A mediodía, y a pesar de la tregua que brinda el calor, apenas nadie pasea por las intrincadas callejuelas de Higuera. Los que lo hacen señalan una casa a la que se accede subiendo unos altos peldaños de piedra. Ahí vive Rafaela.
A casa de Rafaela antes que al médico
Después de las oportunas presentaciones, Rafaela cuenta que su casa es un continuo peregrinar de quienes tienen un percance doméstico. “Muchos vienen aquí antes siquiera de ir al médico”, relata gozosamente la anciana, que accede a explicarle a EL ESPAÑOL el intríngulis de tan reclamado ungüento.
Ya en su casa, en el pasillo, a mano izquierda, sorprende ver una especie de altar de madera presidido por una talla del beato Fray Leopoldo de Alpandeire. También hay estampas con demás santos y vírgenes. Y media docena de limones, algunos partidos por la mitad sobre un plato de sal y varios clavos —la especia— en su interior.
“No preguntéis por esto, porque es un secreto que no se lo digo a nadie; como lo diga, va a hacerme un mal para mí”, apunta sonriendo Rafaela antes de mediar pregunta. “¿Una protección?”, curioseamos. “¡No me tires de la lengua que no puedo!”, responde histriónica.
Desde el pasillo se ve el dormitorio. Sobre el armario, también en la cómoda, hay una colección estampitas y otras tantas de figuras religiosas envueltas en rosarios, velones, pañitos de crochet y flores de plástico. Todo allí puesto bajo la aparente lógica del hórror vacui. Y limones. Los inexplicables limones están por toda la casa.
“Soy muy creyente, les rezo una novena antes de verano; porque yo creo en Dios y en todos los santos del cielo”, zanja la anciana, que avanza diligente y resuelta por las poco iluminadas habitaciones de la casa.
Aceite para las quemaduras y otro para las almorranas
Arriba, en el altillo, subiendo por unas estrechas y empinadas escaleras Rosario guarda tarros y tarros de sus elaboraciones. En el viejo aparador hay botellas con aceite para las quemaduras, aceite de San Juan o alcohol de las almorranas. “Este es muy bueno —recomienda—, con una gasa mojada te lo juntas por el culete dos o tres veces y se acabaron las almorranas”.
De la techumbre, de gordas vigas de madera, cuelgan bolsas con todo tipo de hierbas: la sanjuanera, el marrubio, la hierbaluisa… La tenue luz de una lámpara de techo confiere al ambiente un punto misterioso. Entre tantos aceites, alcoholes y bálsamos Rafaela parece una druida y solo le falta la marmita. “Yo preparo las cosas en el perol de la cocina, donde hago las migas”, explica la octogenaria.
—¿Y cuál es la receta del aceite de las quemaduras?
—Pues lleva cagajones de guarro, no muy secos ni muy tiernos, antes iba a recogerlos yo, pero ahora me los trae Jorge, mi vecino el del supermercado de San Antonio. Él sabe los que necesito. Los cochinos comen las hierbas y en la mierda está la medicina. Primero los frío en aceite de oliva virgen extra, no vale otro, y le voy echando hiedra, luego el marrubio y, por último, la ortiga. Y lo voy dejando que se vaya haciendo. Yo le tengo cogido el punto. Y, cuando está listo, lo cuelo y lo guardo en botellas para repartirlas a quien lo necesita.
Rafaela explica que “la cosa”, por los excrementos de cerdo, huele cuando la mezcla pasa por la lumbre. Y que cuando se mete en faena prepara litros y litros. Este año, en primavera, cuando se pueden recolectar las hierbas que se necesitan, llegó a hacer 40. Y solo le queda una botella y media. Unos dos litros. El resto lo ha dado. Y nunca cobra.
“Mis nueras dicen que son guarradas”
“Mis nueras dicen que son guarradas, pero ellas bien que lo quieren, y bien que les gusta cuando les hace falta”, sentencia Rafaela, viuda y madre de cuatro hijos.
—Y los vecinos, ¿qué le dicen?
—Unos dirán una cosa y otros dirán otra, ¡a mí me dan tres leches! Cada uno que diga lo que quiera. Eso sí, el médico, Don Javier, se ha llevado un bote de un litro. Y no solo él, a mi casa viene el que lo necesita. O yo se lo llevo. Y no cobro nada. Y eso que yo pongo el aceite. Hasta la hora presente. Porque el dinero es mío, de mi paga, yo estoy sola y hago con él lo que me da la gana. Si puedo servir a alguien, le sirvo.
Quienes tienen confianza con Rafaela bromean con ella pidiéndole la crema que ella usa para tener la piel tan tersa pese a que el próximo 19 de enero cumplirá 88 años. “Yo les digo que, qué coño merengote, que es la cirugía estética”, remata la a veces hilarante anciana.
Se pone seria cuando habla de su aceite para las quemaduras. “Ese es milagroso”, confiesa. “Yo misma me quemé la cara con aceite hirviendo de freír pescado y mira mi cara, ¿ves alguna cicatriz?”, pregunta. Y no, apenas se ve nada raro. Solo una piel firme, con las arrugas propias de una octogenaria.
Relata Rafaela que al quemarse la cara, los ojos y los brazos, acudió rauda en busca de su ungüento. Y se lo echó con profusión por la zona quemada. Todos dormían en casa. Serían poco más de las cinco de la tarde, la hora de la siesta en un 10 de agosto. Su hijo se desveló con la respiración entrecortada e intensa de su madre y acudió a atenderla. Juntos fueron al hospital Virgen del Rocío de Sevilla, donde le aplicaron un fármaco en forma de crema.
“Yo estaba deseando volver a casa y ponerme mis cosas”, recuerda. Y así fue. Rehusó a emplear el remedio que le recetó el galeno y echó mano de su milagroso aceite para las quemaduras. Y, explica Rafaela, que en poco tiempo mejoró, para sorpresa del médico que la atendía.
La historia de la receta y el anciano misterioso
—¿De dónde sacó la receta?
—De un viejo. Cuando era zagala, mi primo Sebastián se cayó a una sartén hirviendo donde mi tía, cabrera, hacía suero para la cena. El llanto del niño alarmó a un anciano, no sabemos de dónde salió, que nos dijo que le frotásemos ortigas y cagajones de guarro al chiquillo. Y lo hicimos. Y mi primo se curó.
Cuenta Rafaela que en su niñez, cuando ella y su familia vivía en el campo, no había médicos de forma regular en los pueblos. De ahí se que se echara mano de los remedios naturales para curar las afecciones que venían sobreviniendo. “El campo me lo ha enseñado todo”, insiste.
La familia de Rafaela, su madre y ella misma, fueron mejorando la receta hasta ser lo que es hoy. “Siempre me gustó leer libros de hierbas, de ahí he sacado muchas recetas”, asegura la anciana.
Todas las conserva en la memoria. Ninguna está escrita. Nunca se le dio bien la escritura. Por eso teme que cuando ella falte se pierda el aceite para las quemaduras tan bien valorado por los vecinos de Higuera de la Sierra.
—¿Le daría pena si se perdiese su famoso aceite de mierda de cerdo?
—Naturalmente. Yo insisto para que lo hagan, pero no veo a nadie convencido para seguir con él. Algunos se ríen, pero cuando les sirve la cosa, bien que vienen a buscarla.