En el terreno de la antigua finca El Aguaúcho están a punto de salir a la luz las huellas de un crimen que es la encarnación del mal que arrasó España tras la Guerra Civil. Bajo esta tierra cuarteada yacen los huesos de las cinco niñas, las cinco mocitas, las nuevas, las vírgenes de entre 16 y 22 años a las que, según los testimonios de la tradición oral de Fuentes de Andalucía, a 60 kilómetros al oeste de Sevilla, torturaron, violaron, asesinaron y arrojaron al pozo del cortijillo un día de agosto de hace 81 años. La imagen de sus captores volviendo en camión al pueblo, paseándose con las bragas y los sujetadores de las muchachas en la punta de los machetes de los fusiles y sus comentarios jactándose de que “¡Esta noche hemos tenido carne fresca!” marcaron en voz baja la memoria de varias generaciones. Ahora, ocho décadas después el fin de la trágica historia parece estar más cerca: la próxima semana comenzará la búsqueda de sus huesos.
Eran sirvientas, costureras y jornaleras que se habían distinguido por simpatizar con los partidos de izquierda y participar en las movilizaciones sociales de los años de la República. Su delito fue bordar una bandera republicana, participar en la manifestación del 1º de Mayo o en una fiesta por la victoria en las elecciones del Frente Popular, ser novia de un rojo o secundar una huelga de criadas en las casas de los terratenientes que habían dejado ese año sin labrar fincas tras el ascenso al poder de la izquierda. Se llamaban María Jesús Caro González (18 años), Coral García Lora (16), su hermana Josefa García Lora (18), María León Becerril (22) y Joaquina Lora Muñoz (18), las cinco solteras.
Las autoridades anotaron posteriormente en diciembre de 1937 que habían muerto a consecuencia de la “guerra” el 27 de agosto de 1936. Puede que no fueran las únicas violadas y asesinadas en El Aguaúcho, porque días antes –inscribieron a posteriori sus muertes como ocurridas el 17 de agosto– se habían llevado a otras cuatro mujeres también jóvenes: María Caro Caro (35 años), Dolores García Lora (de 25, hermana mayor de Coral y Josefa, del grupo de las ‘cinco’), Josefa González Miranda (que iba a cumplir 18) y Manuela Moreno Ayora (40). Una hipótesis es que todas formaran parte del grupo del Aguaúcho.
Son las Nueve Rosas andaluzas, ya que su historia guarda paralelismo con las Trece Rosas, las 13 mujeres de entre 18 y 29 años fusiladas contra la tapia del madrileño cementerio de la Almudena después de la Guerra Civil debido a su militancia en las Juventudes Socialistas Unificadas y su defensa de la legalidad republicana. Fueron torturadas para obtener información, recluidas en un centro penitenciario y finalmente asesinadas.
Si hay cinco o nueve mujeres asesinadas en el pozo cegado del Aguaúcho se va a descubrir al fin muy pronto, porque esta próxima semana va a entrar la excavadora y el equipo de arqueólogos para ahondar en busca de sus huesos, gracias al acuerdo alcanzado por la Comisión de la Memoria Historia Fontaniega –que incluye a familiares de las víctimas y el Ayuntamiento, donde hay 7 concejales de Nueva Izquierda Verde Andalucía y 6 del PSOE, ninguno del PP–, la Junta de Andalucía y el actual propietario del terreno. El paraje se encuentra junto al punto kilométrico 1 de la carretera A-456 entre Fuentes de Andalucía y el vecino pueblo de La Campana, pero ya en el término de este último. El dueño sólo había pedido a los promotores de la excavación que esperaran a que él terminara la cosecha para iniciar el trabajo. “Le dijimos que por supuesto. Si han esperado 81 años, pueden esperar más”, dice sobre las víctimas el maestro jubilado Juan Morillo. Esta tarde acompaña a EL ESPAÑOL hasta El Aguaúcho como miembro de la comisión memorialista de Fuentes de Andalucía, impulsora de este rescate con el que quieren hacerles justicia.
Arrojadas al pozo de un cortijillo
Cubren la tierra los tallos secos de los girasoles recién cosechados. Parecen huesos vegetales, quebradizos fémures. Antes había campos de trigo. Al fondo continúa un cultivo de algodón –cuyos copos blanquísimos se recolectarán el mes que viene– y en el horizonte brilla el espejo de la torre de Gemosolar, una moderna planta de energía termosolar. La tierra se vuelve más blanquecina en el sitio donde se alzaba el antiguo cortijillo. Quedan sólo algunos cascotes y el pozo central al que se cree que arrojaron a las niñas masacradas está sepultado e invisible desde hace tiempo. Pero se ha determinado su ubicación gracias al estudio del terreno y a las fotos que realizó la fuerza aérea estadounidense. Después de firmar en 1953 el pacto con el gobierno de Franco que abrió la puerta a la redención internacional del dictador a cambio de la instalación de las bases de EEUU, “lo primero que hicieron los americanos fue fotografiar desde el aire toda España. Y en una de esas fotos se veía aún el edificio”, explica Morillo.
La hora de abrir esta tierra en busca, como dicen sus promotores, de “verdad y justicia” la lleva esperando desde hace décadas Pablo Caballero González, jornalero jubilado de 87 años. Él quiere encontrar los restos de su tía Josefa González Miranda, hermana de su madre, Pastora. El anciano, que se ha manifestado muchas veces pidiendo ayuda para la excavación con un cartel con el retrato de su tía Josefa, cuenta al caer la noche en Fuentes de Andalucía: “Yo tenía seis años y cuatro meses. Mi tía, que todavía no había cumplido 18 años, me cuidaba y era mi segunda madre, porque mis padres, que tenían cuatro hijos, trabajaban en el campo. Josefa me llevaba de la mano o a cuestas a todas las manifestaciones. Íbamos a la Fuente de la Reina con la bandera de la República”, recuerda.
Añade que hubo grandes propietarios que “cuando ganó la izquierda” en febrero del 36 “no sembraron nada y dejaron las tierras abandonadas”, condenando sin trabajo a muchos jornaleros de este pueblo agrícola de la campiña sevillana. Como respuesta, interviene Juan Morillo, las sirvientas dejaron de atender las casas de sus antiguos patronos. En el pueblo triunfó el golpe de julio de inmediato y no hubo ni una sola víctima entre sus partidarios. En cambio, los sublevados, dirigidos por los mandos de la Guardia Civil el brigada Martín Conde, el cabo Nicolás Moyano Vieco –que sustituyó al brigada como número uno tras su muerte el 10 de agosto–, el nuevo alcalde Luis Conde Herce y su hijo y jefe local falangista Luis Conde Soto, secundados por informadores y ejecutores de la Milicia de Falange local, fusilaron a 118 personas, 27 de ellas, mujeres, en un pueblo que tenía entonces 8.400 habitantes. Está todo documentado en los libros de dos cronistas locales, La represión franquista en Fuentes de Andalucía, de José Moreno Romero, y 41 años de memoria fontaniega (1936-1977), de Jesús Cerro Ramírez, ambos de 2013, y en la obra Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla (1936-1963), del historiador José María García Márquez, publicada en 2012.
“Era mi segunda madre”
—¿Qué recuerda de esos días? –preguntamos a Pablo Caballero.
—Se llevaron a mi madre y la trajeron de vuelta. No era la que buscaban. Y se llevaron a su hermana Josefa, mi tía. A su novio, Luis Caballero González, de 20 años, lo mataron antes, el 5 de agosto. Lo acusaban de que era comunista, pero ella no era nada.
Los libros de historia cuentan que a su tía Josefa González Miranda la señalaron por bordar una bandera republicana, la misma acusación que pesó contra las hermanas Dolores y Josefa García Lora.
—¿Cuándo supo que la habían matado?
—Yo la echaba de menos, porque estaba siempre con ella. Le gustaban mucho las flores, tenía muchas en el patio. Yo preguntaba, ¿y la tía Josefa?, ¿dónde está? ‘Ha ido a un viaje por ahí…’, me decían. ‘¿Dónde está, que no viene nunca?’. A los dos o tres meses, mi madre me dijo sólo que la habían matado.
—¿Y cuándo se enteró de los detalles?
—Me lo contaron los mismos que vivían en la entrada del pueblo, en la calle Carrera. Que a la punta del sol volvieron en un camión con las bragas y los sostenes enganchados en la punta de los fusiles. Me lo contaron cuando yo tenía diez u once años. Ahí me enteré yo bien.
Dice Pablo Caballero que se acuerda de pasar de muchacho junto al cortijillo de El Aguaúcho “buscando espárragos o escardillos por ahí” para comer, pero que jamás se atrevió a asomarse dentro. “En el poder de Franco no se podía mover uno”. La losa del miedo y el silencio ya se va destapando sobre la tumba sin nombre de las niñas del Aguaúcho. De la excavación espera averiguar si su tía, su “segunda madre”, está ahí.
Luisa, hija de Pablo, cuenta que su abuela Pastora, la hermana de la asesinada, se encargó en su niñez de contarles la historia. “Para que no lo olvidáramos”. “Mi abuela Pastora era una valiente. Una vez se encontró a uno de los que violaron a su hermana y le escupió al suelo a su paso y le dijo: ‘¿Todavía estás vivo por aquí? ¡Asesino!’”, recuerda Luisa Caballero. Pero ahora sonríe, entusiasmada: “¡Estamos deseando que entre la excavadora!”. Como si con la máquina y la exhumación de las difuntas pudieran por fin cerrar el último capítulo de esta tragedia.
Queipo llamó a la violación como arma de guerra
No se puede probar que antes de matarlas las violaran, pero la convicción popular de que fue así viene avalada por las propias proclamas del jefe de los golpistas en el sur de España, Gonzalo Queipo de Llano, que en una de sus alocuciones de radio desde Sevilla, el 23 de julio de 1936, animó a usar la violación de mujeres como arma de guerra: “Nuestros valientes Legionarios y Regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y, a la vez, a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen”.
Según los testimonios orales recogidos por Jesús Cerro en su libro, una noche (17 o 27 de agosto de 1936), llevaron en un camión al grupo de mujeres –sostiene que nueve, no cinco–, la mayoría jóvenes, al cortijo de Las Monjas, en el cruce de la carretera nacional IV a Madrid y la carretera a La Campana, donde falangistas y la Guardia Cívica tenían su cuartel general, “con la intención de organizar una pequeña fiesta”. Allí, “las obligaron a preparar la mesa con las viandas que iban a deglutir regadas con abundante vino y a servir la mesa completamente desnudas”. Para “evitar testigos”, ya que el guarda y su familia vivían allí, se las volvieron a llevar en el camión a un kilómetro, al cortijillo medio abandonado de El Aguaúcho, que servía para guardar ganado. En ese lugar, “uno tras otro se dedicaron a maltratar, violar y sodomizar una a una a las jóvenes, sin importarles para nada los lamentos, los llantos y la petición de clemencia que las gargantas de unas jóvenes, casi niñas, pedían”, sigue relatando el historiador local.
Luego las asesinaron y arrojaron sus cuerpos al pozo. “Una de estas mujeres, María Lourdes, al parecer mujer bragada, cuando tuvo ocasión cogió un fusil y amenazó a los ultrajadores, que seguidamente la abatieron a balazos con sus armas. Otra compañera fue liberada por la mediación de ciertas personas locales de gran influencia entre los sectores que dominaban el pueblo”. Pero sí hubo quien fue testigo de sus gritos, apunta esta versión. “Rafael Aguilar, y su mujer, que vivían en un chozo cerca del lugar, en el silencio de la noche pudieron escuchar los horribles gritos que salían de las gargantas de las mujeres”.
El destino de los asesinos
¿Quiénes eran sus asesinos y supuestos violadores? Todos los señalados han muerto, el último hacia 2006. Ninguno pagó nunca por los crímenes, salvo, quizás, la condena íntima de cargar con la conciencia de lo que habían hecho. El cronista local José Moreno menciona en su libro que en el pueblo se recordaba “a un falangista muy conocido” que, “borracho y dando con la cabeza en la pared, murmuraba quejoso: ‘Lo que hicimos con aquellas muchachas…’”. La violencia desbordó incluso los límites aceptables para las autoridades golpistas de Sevilla: estaba bien fusilar a ‘rebeldes’ rojos, pero a mujeres menores de edad –en aquella época la mayoría legal se alcanzaba a los 23 años– y a embarazadas era ya demasiado. Por eso destituyeron al alcalde Luis Conde Herce y al comandante, el cabo de la guardia civil Moyano. A éste le abrieron un proceso militar que se acabó archivando en 1946 después de que diagnosticaran que sufría una paranoia simple de Kraepelin con delirio de interpretación y persecución, por el que permanecía recluido en el Manicomio Provincial de Ciudad Real. Unos se manchaban las manos de sangre y otros señalaban a quién liquidar. El posterior alcalde y jefe de la Falange desde febrero de 1937, el médico José Rodríguez-Moya Picornell, había hecho fotos desde el balcón de su casa de la manifestación del 1º de Mayo de 1936 y se las había entregado a la Guardia Civil, material que se cree que sirvió para identificar a izquierdistas, hombres y mujeres, según recoge el estudio de José Moreno.
Sólo cuando el periodista le pregunte, Pablo dirá algo de los homicidas de su tía y las otras mujeres. Si no, los dejará ocultos –que no olvidados– bajo un piadoso velo de silencio. Menciona como miembro del grupo de victimarios a un vecino llamado Tortolero, apellido que compartía con varios de los hombres y mujeres fusilados. “Yo lo veía en el hogar del jubilado, él ofrecía cigarrillos o café, pero nadie se los aceptaba. Yo no quise nunca hablar con él”, recuerda Pablo Caballero, que aclara: “Nadie me ha pedido perdón nunca”.
Otro al que recuerdan cuando les preguntan es un hombre “alto y muy chulo” al que apodaban ‘El Beato’. Virtudes Ávila Estanislao dice que ya en democracia –a su lado, su hija Antonia calcula que sería hacia el año 1982 u 83, al volver de la emigración en Barcelona– lo vio un día en la calle al pie de la residencia de las monjas de Sor Ángela de la Cruz del pueblo. A ella, huérfana, la habían internado a la fuerza en ese convento cuando tenía 14 meses de edad y hasta que fue adolescente, cambiándole su nombre de Virtudes por el de Ángela. Allí no le enseñaron a leer ni escribir sino a prepararse para ser sirvienta. Al ver al ‘Beato’, Virtudes pensó de nuevo en el verano del 36 en que asesinaron a su padre, el peón agrícola de 37 años Francisco Ávila Fernández, teniente de alcalde legal por el PCE (también fusilaron al alcalde socialista y otros ediles), y a su madre, Carmen Estanislao Moreno, a ella sólo por ser la mujer del político comunista. Su madre tenía 24 años y estaba embarazada de ocho meses. Sabe que cuando la fusilaron en el cementerio, el enterrador falangista apodado el ‘Corrillo’, Manuel Ruano Gómez, al que habían colocado allí para rematar a los moribundos, le descerrajó un tiro al feto. Aún se movía en la barriga de la fusilada. También mataron a su madre y a su tía, Josefa y Manuela Moreno Ayora.
Venganza aislada
Pero más allá de esas expresiones de furia por el dolor causado, que no tuvieron consecuencias graves en el pueblo, el único caso letal de venganza personal por cualquiera de los 118 fusilados de Fuentes fue el de la madre de una de las cinco muchachas martirizadas en El Aguaúcho. Como relata en su libro el cronista Jesús Cerro y cuentan esta noche también de viva voz Virtudes, Pablo y Juan a EL ESPAÑOL, Rosario Muñoz Lora ‘la Candona’, madre de la joven Joaquina Lora Muñoz, una de las niñas violadas y asesinadas, que vivía en la calle Aurora 60, aparentaba tener una relación amable con su vecina apodada ‘la Morilla’. Pero secretamente la acusaba, como muchos otros en el pueblo, de ser una “chivata” que había denunciado a numerosos vecinos en esa calle, precisamente la calle que más fusilados acumuló: 22. El aparente ‘pecado’ de la joven Joaquina era haber participado en una fiesta municipal celebrando el triunfo del Frente Popular en febrero y portar una bandera republicana.
Un día, en plena posguerra, la madre de la muchacha fue a la casa de la vecina y la mató golpeándola en la cabeza con la badila o “paletilla” metálica usada para remover el cisco del brasero que había en la vivienda. Otro vecino, conocido como ‘el Gullarpo’, descubrió el cuerpo pero se manchó las manos de sangre al tocarlo y por miedo lo dejó y se fue. Unos días después se suicidó tirándose al Pozo Santo. Enseguida le echaron la culpa del crimen. Pero cuando Rosario Muñoz Lora yacía en su cama a punto de morir años después, se sinceró con un amigo al que le habían matado a tres hijos: “Te voy a confesar algo que no se lo he dicho a nadie. ¡Véngate de los asesinos de tus hijos, como yo lo hice con la mujer que acusó a mi hija Joaquina!”.
Pero ni ese hombre ni nadie más hicieron caso al consejo de esa madre, y no se produjo ninguna otra venganza sangrienta. Hoy Fuentes de Andalucía se enorgullece de que su modelo de recuperación de la memoria de las víctimas sepultadas en fosas comunes y cunetas sirva de modelo para otros pueblos golpeados durante la guerra civil por la represión franquista. No se aprecia ni animosidad ni revanchismo en su lucha cívica. El antiguo cementerio, donde en un rincón enterraban en una fosa común a la mayoría de los fusilados, es hoy un parque dedicado exclusivamente a su memoria, donde han plantado 118 árboles, uno por cada asesinado, con su correspondiente nombre en un azulejo. También han colocado en el parque un gran monumento que representa un pozo invertido elevándose esperanzador al cielo, varios murales alusivos pintados por jóvenes de institutos de la provincia y una placa con todos los nombres, a unos metros de donde sigue –sin señalizar– la fosa común.
Aquí está enterrada la madre de Virtudes. Parte de los huesos los sacaron de manera simbólica hace unos años y los llevaron al cementerio nuevo, adonde irán también los huesos que extraigan de la excavación de El Aguaúcho. Si la fosa común de los inocentes en el casco urbano de Fuentes no la sepultaron con casas es, dice Juan Morillo, gracias a Virtudes, la huérfana de padre y madre, que en democracia decidió protestar sentándose a coser, sola, junto a la masiva tumba para impedir que edificaran encima. Ha sido ella, dice Morillo, la principal activista que ha conducido a que ya estén tan cerca de encontrar y sacar de la tierra los restos de las ‘niñas’. Dicen que las arrojaron hace 81 años al pozo del cortijillo El Aguaúcho, a cinco kilómetros del pueblo. Se llamaban María Jesús, Coral, Josefa, María, Joaquina…