Junto a la puerta del número 2 de la calle San Roque de La Zarza (Huelva) cuelga un cuadrito en relieve de la playa de Benidorm. Bajo el alegre souvenir en colores está la ventana de uno de los tres dormitorios. Por el resquicio de la persiana la muerte sopla todavía su rastro de hedor. Es jueves, 28 de septiembre. Cinco días después de que el sábado 23 encontraran aquí los cadáveres de María del Rocío Jairo Aguilar, de 32 años, y de su pareja, José Antonio Mendo, de unos 40, el olor de la descomposición sigue pegado al lugar, aunque dentro no haya nadie. Este olor, pero aún más fuerte, insoportable, es el que respiraron los cuatro hijos de ella, Javier, de 14 años, Jaime, de 9, Jairo, de 8, y Yeray, de 5, en el tramo final de los al menos cuatro días que los niños convivieron con los cadáveres de su madre y su pareja. Se habían suicidado –según reveló la autopsia– al principio de la semana por una ingesta masiva de medicamentos y sus cuerpos yacían desde entonces en la cama de matrimonio, al otro lado de la puerta cerrada del dormitorio principal. Como si estuvieran dormidos y no quisieran despertarlos.
Quien ha olido los efluvios de la descomposición de un cuerpo humano sabe que es inolvidable. Se mete en el cerebro. Pero mucho más difícil de olvidar será para estos niños y para los familiares el último capítulo de las vidas de Rocío y José, que se desarrolló durante 17 días, desde que el 7 de septiembre llegaron a la aldea natal de ella –en busca de refugio, de una existencia nueva, o del descanso vacío de la renuncia final–, hasta que encontraron muertos a los adultos el 23 de septiembre. Ese día los hermanos descubrieron al fin que su madre estaba muerta y que su nuevo padre no estaba “jugando a la Play”. Ésta es la crónica de la historia tristísima que conmociona a España.
7 de septiembre: rumbo a La Zarza
En la tarde del 7 de septiembre, Rocío, José Antonio y los cuatro niños viajan en autobús desde Huelva capital, donde han residido hasta entonces, hasta un pueblecito a 68 kilómetros al norte en la comarca minera del Andévalo. La Zarza, su destino, tuvo más de 7.000 habitantes en la época dorada del siglo XIX, cuando de Huelva se extraía el 66% de todo el cobre del mundo y Minas de Riotinto y La Zarza eran sus epicentros, pero dos décadas después de su cierre tiene censados 1.140 (en el año 2016). En el camino se ven algunas minas reabiertas gracias a la revalorización de los minerales, como la de Matsa, que han reinyectado en la moribunda comarca sangre económica nueva, pero en La Zarza y sus alrededores las antiguas instalaciones siguen abandonadas, renegridas, descomponiéndose año tras año como cadáveres industriales a la espera de quien invierta en sus yacimientos aún sin explotar.
El único minero que se ve trabajando en sus calles es el de la estatua dedicada a su figura en la entrada del paseo central del pueblo. Minero eran el padre de Rocío, Francisco, y muchos antepasados más. Con el declive de la mina, que cerró en 1995, había emigrado con sus padres siendo niña, y esta tarde de septiembre volvía al origen de la mano de sus cuatro hijos –de dos padres distintos– y de su nuevo compañero, José Antonio, con el que tenía una relación desde enero de 2016. Volvía a la desesperada. No parecía lógico buscar un nuevo techo en un pueblo de economía deprimida y que se sostiene gracias a los pensionistas, pero es que era aquí donde Rocío tenía su raíz, su posible albergue: la casa abandonada de sus padres.
Ese jueves 7 de septiembre, sobre las seis y media de la tarde, Bella Vázquez, que regenta la pensión La Coneja junto a su cuñada Isabel Hermoso, vio pasar a la familia recién llegada arrastrando su equipaje. Pensó que Rocío venía a pasar el fin de semana y enseñar su viejo hogar a sus niños. Subiendo esa cuesta por encima de la pensión se abren a derecha e izquierda varias callejuelas de casitas, o ‘cuartos’, como las denominan aquí, que la compañía minera inglesa construyó para los trabajadores hace más de un siglo y que al marcharse ‘heredaron’ sus moradores. Pocos vecinos viven aún en estos estrechos callejones, donde alternan las casitas dignas con otras abandonadas y otras ya derrumbadas donde se mezclan las ruinas con los enseres viejos. En la callejuela de La Roda, la familia de los ‘Pando’, el apodo por el que conocían a la rama materna de Rocío, tiene dos casitas. La de la esquina de la izquierda, teñida de verde desleído, era de su abuela, y la de la esquina de la derecha, en el número 5, la de los azulejos caídos, pertenecía a sus padres, María y Paco el minero.
Rocío llegó a lo alto de la cuesta y se paró ante su vieja casa familiar, deshabitada desde hacía años. Como no tenía llave, tuvo que ocupar su propia casa entrando como una intrusa por una ventana lateral. Desencajaron un poco de la pared una fijación de la reja de la ventana y estiraron las barras hacia afuera lo suficiente para que se metiera por el hueco uno de los niños, al que siguió la madre, para abrir la puerta de la casa desde dentro. Lo recuerda con lástima al periodista una vecina de la calle que vio la operación, Manuela García Cuaresma, que vive en el número 2. Manuela conocía a Rocío de cuando era niña y se saludaron cariñosamente. La hija pródiga llegaba a una casa sin luz, sin agua, con parte del techo caído, llena de suciedad. Manuela y las escasas vecinas de la callejuela les dieron agua y les llevaron comida para ayudarles a instalarse.
La joven madre les decía que iba a limpiar y arreglar la casa para vivir allí. Y se puso manos a la obra. Fue a comprar a un supermercado fregona, cubo, escoba, y adecentó la casita ahora reducida a infravivienda. Allí pasaron tres noches, desde el jueves de su llegada hasta el domingo. En esos días, su pareja, José Antonio, por lo habitual muy reservado, entabló conversación con la señora Manuela. Ella, de 75 años, le contó que era pensionista. Él respondió que también él, pese a su juventud, era pensionista: había sido militar y lo declararon inválido por una enfermedad física que le obligaba a medicarse y a usar a veces silla de ruedas y muletas.
Manuela le contó su historia, paralela a la de Rocío. “Con 33 años me quedé viuda y con cuatro niños pequeños. Mi marido, Agustín González Prieto, murió con 37 años en un accidente en la mina de La Zarza. Se le cayó el techo de una galería encima. Cuando se lo conté, él me dijo: ‘¿Y sacó adelante usted sola a los cuatro niños?’”. José Antonio se lo preguntaba con admiración. Manuela confiesa al periodista que también tras la muerte de su marido en accidente laboral, viéndose sola y con una pensión exigua, también pensó muchas veces en suidarse. ¿Cómo resistió? “Porque miraba a mis cuatro hijos y yo pensaba que sólo me tenían a mí”. Y siguió luchando. Resistiendo. Excavando hacia la luz en el túnel de cada día.
8 de septiembre: los niños, al colegio
El viernes 8 de septiembre, a la mañana siguiente de su llegada, Rocío, con iniciativa de buena madre, se fue al colegio público de La Zarza, el Santa Bárbara, que tiene también los dos primeros cursos de Secundaria, para matricular a sus críos en el curso que empezaba el lunes siguiente, día 11. El pequeño, en Infantil de 5 años; los medianos, en 2º y 4º de Primaria, y el mayor, en 1º de la ESO. Javier, que cumplirá 15 años en diciembre, ha repetido curso varias veces. Tiene reconocida legalmente una discapacidad intelectual por la que su madre percibía una pequeña pensión de invalidez.
A continuación, Rocío fue al pequeño Ayuntamiento de La Zarza a ver al alcalde. Juan Manuel Serrano (PSOE) cuenta a EL ESPAÑOL en su despacho que la mujer llegó acompañada de su pareja a las dos menos cuarto de la tarde del viernes, a punto ya de cerrar la oficina. Se había ido de niña y volvía como una mujer, y el alcalde no la reconoció al principio hasta que mencionó a sus antepasados y la ubicó. “No vino a pedir ayuda ni dinero, sino a informar de su situación, que se había metido en la casa de sus padres y quería empadronarse. Yo le dije, porque conozco cómo están esas casas, que no podía vivir allí con cuatro niños. No le podía ofrecer tampoco una de las casas antiguas que quedaron abandonadas y pasaron a titularidad municipal, porque estaban igual o peor que la suya. Tal como hablaba con ella, llamé a los servicios sociales para buscarle una vivienda en condiciones”.
10 de septiembre: mudanza a una pensión
Rocío y los suyos siguieron durmiendo la noche del viernes 8 y la del sábado 9 en la casa familiar, usando dos colchones viejos tirados en el suelo del salón. A los niños los lavaba con toallitas húmedas. Pero a pesar de las difíciles circunstancias, los niños lucían limpios, destacan las vecinas. El domingo día 10 al mediodía, Bella, una de las dueñas de la cercana pensión, subió la cuesta y, al llevar la comida a su madre, que vive al fondo del callejón, vio al pasar cómo vivía la nueva familia. Apiadada de su situación, habló con su cuñada Isabel, que ese fin de semana no había estado allí y no conocía el caso, y ambas invitaron a Rocío a instalarse en la pensión mientras buscaban un alojamiento apropiado.
La joven les dijo que ese mismo día José Antonio se había vuelto a Huelva porque por su salud no podía aguantar más en esas condiciones. Bella enseña la habitación relimpia con baño y televisión que ocuparon durante tres noches y cuatro días, desde el domingo 10 al miércoles 13. Es la primera habitación entrando por el pasillo. A las dos camas individuales añadieron otra supletoria y así se acomodaron la madre y sus hijos. Rocío, puntualiza Isabel, llamó a José Antonio para avisarle de que estaban en la pensión y entonces él regresó con ella y los niños el lunes. El alcalde dice que él respiró algo más tranquilo al saber que la familia estaba en la pensión a la espera de mudarse.
En la hostal dormían, comían, hablaban, se cogían cariño. Insisten las dos anfitrionas que Rocío cuidaba bien a sus hijos y que éstos eran muy educados. La refugiada reveló a Isabel su desesperación: “Me dijo que había intentado suicidarse varias veces”. El hijo mayor también contó que su madre usaba pastillas para dormir que la dejaban en la cama durante mucho tiempo.
Al empezar la semana –el alcalde dice que fue el lunes mismo, las mujeres de la pensión creen recordar que fue el martes, que es el día fijo de visita de las asistentas–, el equipo social de la Diputación de Huelva venido desde La Puebla de Guzmán se entrevistó con Rocío en el Ayuntamiento de La Zarza, en una visita en la que la acompañó su hijo grande, recuerda el regidor. La pareja de la Diputación también fue con ella a ver la casa donde había vivido unos días y a donde planeaba volver cuando la arreglara. Le advirtieron de que allí no podía meterse con los niños. Luego Rocío comentaba a sus benefactoras: “Me han dicho que me los pueden quitar”.
Quizás los hermanos mayores escuchaban y eran conscientes de que las autoridades intervendrían en la familia si su situación empeoraba. Cuando vivían en Huelva ya les había visto el Equipo de Tratamiento Familiar, financiado por la Junta de Andalucía y gestionado por los servicios sociales comunitarios del Ayuntamiento de Huelva, que dictaminó que, pese a los problemas de Rocío –que la Junta de Andalucía no ha precisado–, los niños estaban bien cuidados y no era urgente una actuación que requiriera retirarle la tutela o tomar otras medidas.
No ha trascendido cuándo y durante cuánto tiempo recibieron asistencia social en Huelva ni si los especialistas conocían esos intentos de suicidio que Rocío confesó a sus acogedoras en La Zarza. En las fotos de su perfil de Facebook –donde tenía 551 ‘amigos’–, se mostraba como una madre joven, robusta –aunque al pueblo llegó muy delgada–, que acompañaba a sus cuatro hijos en sus fiestas escolares con aspecto feliz. Si sufría depresión, no lo reveló en sus numerosas publicaciones, donde pregonaba en cambio, por ejemplo, su pasión por sus dos equipos de fútbol, el Recreativo de Huelva y el Barça.
La veían triste en La Zarza por su precaria situación, pero no hundida. De hecho, el problema del alojamiento lo arregló pronto. Aunque Rocío y José Antonio no podían recibir una ayuda económica en concepto de vivienda social, pues entre los dos sumaban la pensión de él, la pensión del hijo mayor y un subsidio de ella –no ha trascendido de qué tipo y la cantidad–, el Ayuntamiento les buscó una casa de alquiler en el pueblo, bien acondicionada y barata. Andrés Molina, empleado a temporadas como minero, no tuvo inconveniente en no cobrar adelanto ni fianza y esperar hasta que, como le pidió Rocío, José Antonio recibiera su pensión el 25 de septiembre para entonces pagarle esos días del mes.
No concretaron el precio, dice Andrés, pues aún estaban negociando: él pedía 300 euros, ella ofrecía 200. En todo caso, era una cantidad modesta. Ese miércoles por la tarde, 13 de septiembre, la familia dejó la pensión y se instaló en la casa del número 2 de San Roque, donde eran los únicos vecinos entre viviendas de emigrantes que permanecen vacías casi todo el año. La dueña de la casa de al lado acababa de volverse a Mallorca. Estaban solos, aislados, sin testigos que alertasen si les ocurría algo.
Semana del 18 de septiembre: a clase hambrientos
Esa primera semana escolar, del lunes 11 al viernes 15, los cuatro hermanos acudieron al colegio con normalidad. Limpios y desayunados. El único problema, recuerdan en la escuela, es que ni la madre ni su compañero –al que los niños se habían acostumbrado a llamarle también papá– iban a recogerlos. Los pequeños salían a las dos de la tarde, y hasta las tres esperaban una hora en el patio a que saliera el mayor para volver todos juntos a casa. No era lo reglamentario. La segunda semana escolar, la del lunes 18 al viernes 22 de septiembre, la rutina de los niños se trastocó. Además de que los padres seguían sin llevarlos ni recogerlos, un día tras otro, esta semana acudían a clase hambrientos. “Les dábamos de desayunar leche, galletas y dulces que les comprábamos entre los profesores”, dice uno de ellos, el que enseñaba a Javier en 1º de ESO. Como hacían otras veces con otros niños e padres en paro.
El chaval, al preguntarle qué ocurría en casa, les dijo que es que su madre estaba enferma en la cama. El miércoles 20, ante la reiterada ausencia de los padres a la salida del colegio y el aparente abandono, hasta entonces sólo leve, de los niños, la directora, María José Vera, llamó a la Guardia Civil del puesto de Calañas –el municipio del que pertenece La Zarza– para alertar de que podía pasar algo en la casa de los niños, y unos guardias, como ha contado esta semana a los periodistas el coronel jefe de la comandancia de Huelva, Ezequiel Romero, fueron a buscar a los padres.
Preguntaron a varios vecinos hasta que dieron con la casa. Al llamar a la puerta, uno de los niños dijo que su madre y su pareja estaban acostados y no podían levantarse. Los agentes, viendo que en apariencia los niños estaban bien, y puesto que, como añadió el jefe de la comandancia, tampoco tenían orden judicial de registro, se marcharon sin entrar. No hay constancia de que volvieran más tarde.
Pero cuando la Guardia Civil llegó ese miércoles a la casa, la tragedia ya se había producido y los cadáveres yacían ocultos detrás de la puerta del dormitorio, al fondo de la vivienda. “El hijo mayor sabía desde el primer momento que estaban muertos, pero no quiso decirlo por miedo a que ‘vinieran los guardias’ y lo separaran de sus tres hermanos pequeños, que son de otro padre; los tres pequeños no sabían nada”, dice a este periódico el casero Andrés, asomado a la puerta de su casa, cercana a la del suceso. Detalla que su mujer, al ver que sus nuevos inquilinos no aparecían por ningún lado, y queriendo avisarles de que se estaba acumulando basura en su calle, fue el martes 19 de septiembre a la casa, y uno de los niños le contestó que su madre le había dicho que “no puede levantarse porque está en la cama y le duele mucho la cabeza”.
Intuye Andrés por esa respuesta que quizás Rocío aún estaba viva. Pero también podía ser una respuesta falsa o equivocada, y ya estaban muertos, o inconscientes, agonizando en el sueño final. Todas las mañanas de esa semana, Javier levantaba a sus hermanos e iban juntos al cole, como si no pasara nada. Martes, miércoles, jueves… El viernes, en cambio, el mayor fue solo, sin los pequeños. Su profesor le había puesto en los días anteriores notas en la agenda escolar dirigidas a su madre, pidiéndole una cita, explicaciones. Así que, dice el docente, cuando el chico se dirigió a él y le dijo que los tres pequeños habían faltado ese día porque su madre se los había llevado “a una revisión médica a Huelva”, respiró aliviado, porque eso significaba que Rocío se había recuperado de la supuesta enfermedad que había tenido abandonados y sin desayuno a los niños toda la semana. Pero era una mentira infantil de su primogénito, con la que el niño ocultaba el horror de la muerte de su madre y aplazaba el temido momento en que lo separaran de sus hermanos si se descubría.
23 de septiembre: ella, desnuda; él, con la Xbox en la mano
El sábado 23 de septiembre, pasado el mediodía, Andrés el casero fue a ver qué pasaba, llevando una llave. Llamó a la puerta. “Salió el segundo hijo, Jaime, que es un encanto, muy maduro. ‘Tengo que hablar con tu madre’. Me dijo que no podía salir porque estaba dormida. Le insistí que entrara y la despertara”. El niño fue y vino varias veces, dudando qué hacer. Hasta que en una de esas idas y venidas el niño se atrevió a entrar en el cuarto de matrimonio, y le dijo al volver: “Mi madre está muy fría. Está desnuda entera en la cama, con sangre en la nariz. Y mi padre está en calzoncillos”. “Le dije, ‘hijo, coge una sábana y tapa a tu madre; a tu padre no me importa, pero tapa a tu madre”. El niño obedeció.
Entonces el adulto entró en la casa, recorrió el pasillo y se asomó al dormitorio. Un puñetazo de pestilencia le golpeó en el umbral. La pareja yacía muerta en la cama de matrimonio. “Ella, a la derecha, tapada con la sábana. No era sangre lo que tenía en la nariz, sino líquidos de la descomposición. Y él estaba a la izquierda, incorporado, recostado con la espalda contra el cabecero de la cama, con las piernas salidas hacia fuera y con el mando de la ‘Play’ en la mano derecha, que en realidad era el mando de una ‘Equis Box’ [la consola de videojuegos Xbox]. Tenían las caras negras. En la mesilla había unas tapaderas, y un bote de medicamento, creo que del que él tomaba por su enfermedad. Salí, saqué a los niños y llamé a la Guardia Civil. En la casa estaban los tres niños pequeños; el mayor los había dejado allí y se había ido a jugar”.
Porque el mayor, el que cuidaba de sus hermanos chicos, seguía esos días de tiempo suspendido entre la vida y la muerte jugando con amigos nuevos en la calle o yendo a conectarse a internet en los ordenadores del centro juvenil. Cuando el muchachito volvió y se encontró a los guardias civiles ante la casa, salió corriendo para esconderse en la pensión de sus acogedoras de los primeros días. Lloraba al revelarles, como un gran secreto, que su madre y su compañero estaban muertos. Y lloraba después pidiendo que no lo separaran de sus hermanitos.
El destino de los cuatro hermanos
Mientras levantaban los cadáveres de su madre y de su otro papá a instancias del Juzgado de Valverde del Camino, a los niños se los llevaron los agentes de Policía Judicial de la Guardia Civil a comer al cercano café-bar Casa Santos, donde su dueño Juan Santos, como éste recuerda ahora, les invitó a un bocadillo de lomo con patatas fritas y un refresco. Esa tarde les dijeron que su madre no despertaría. A los cuatro hermanos los separaron: el mayor se fue con sus abuelos maternos y los tres pequeños con su padre, Juan. Pero éste, que según les dijo a las mujeres de la pensión llevaba año y medio reclamando judicialmente la custodia de los niños en diferentes instancias, solicitó poder quedarse también con la tutela del primogénito de Rocío, al que él había criado de pequeño como si fuera hijo suyo –del padre biológico no hay noticias–. Y como Javier también mostraba su deseo enorme de reunirse con sus hermanos, a principios de esta semana lo llevaron con ellos.
Lo mejor para la Junta de Andalucía es que los cuatro hermanos sigan juntos, ha dicho el delegado de Salud, Igualdad y Políticas Sociales de la Junta en Huelva. Los cuatro niños están con el padre de los tres pequeños a la espera de que el servicio de menores de la Junta convierta esta medida provisional en definitiva tras un estudio de idoneidad sobre el hombre, que se prevé positivo. Isabel, la ‘tita’ de la pensión, cuenta que el padre la ha llamado esta semana para darle la buena noticia de que los niños están otra vez todos juntos y agradecerle su ayuda. Ella critica “la burocracia” y cuestiona por qué a una madre atenta con sus hijos pero con reiterados intentos de suicidios, con incluso algún ingreso hospitalario, le mantenían la custodia de los niños en vez de dársela al padre: “Con esos antecedentes, tenían que haber estado con él”. Su cuñada Bella culpa a la pobreza de la zona: “Es que hay mucho paro. Si la gente tuviera trabajo, no se desesperaría”. Pero coinciden en que no sólo sus penurias económicas explican que se suicidara.
El proceso administrativo sigue su curso. Toxicología estudia las muestras para determinar qué medicamentos ingirieron Rocío y José Antonio. La Junta de Andalucía ha abierto un expediente para estudiar el caso de los hermanos y decidir su futuro. Y la oficina del Defensor del Pueblo y del Menor andaluz ha iniciado su propia investigación.
Tras la autopsia, practicada el domingo 24 en el Instituto de Medicina Legal de Huelva, la familia de Rocío, la de José Antonio y el padre de los tres hijos pequeños coincidieron en el tanatorio de la capital onubense, sin presencia de los niños. A Rocío la enterraron por la tarde en el cementerio del cercano municipio de Gibraleón, señala el alcalde de La Zarza a EL ESPAÑOL.
Los niños habían convivido con los cadáveres en descomposición de sus seres queridos, expuestos al terrible olor a la vez que rebuscaban comida en la cocina, jugaban, dormían. “Me dijo Jaime que había empezado a oler así ese mismo día, el sábado, pero yo creo que no, que empezó antes”, relata Andrés, el casero, aún conmocionado por la experiencia. “He ido con mi mujer a limpiar la casa, con la cara tapada con mascarillas. Pero ni aún así podíamos soportarlo. Al acercarnos a la habitación [donde se suicidaron Rocío y José Antonio], tuvimos que dejarlo y salir”. El alcalde y los dos agentes de Policía Local (que no están disponibles las tardes ni los fines de semana, por eso el descubridor de la tragedia llamó el sábado a la Guardia Civil) fueron el miércoles a la casa para hacer un inventario de las pertenencias de la pareja, que siguen allí dentro. “Pero no pudieron entrar” por el hedor, continúa el casero. Al final, precisa el alcalde, han acordado que “la Diputación de Huelva enviará este viernes una cuadrilla de especialistas para desinfectar la casa primero y limpiarla por la tarde”.
Los cuatro hermanos ya han empezado el viaje de regreso a la vida normal. Esta semana los tres pequeños han vuelto al colegio en Huelva y su padre ha arreglado los papeles para que el mayor comience también su curso de secundaria. Tras sobrevivir a los 17 días del último capítulo en la odisea de su madre, todos los hijos de Rocío seguirán creciendo y recordándola unidos en un nuevo hogar. Y éste es, quizás, el único epitafio feliz que se podría cincelar en su tumba.