Barcelona

Lo admito. Casi no veo el discurso de Felipe VI. Y no porque no lo intentara, sino porque la misión es harto complicada en el barrio del Raval, en el corazón de Barcelona. En las calles siguen sonando las bocinas de los manifestantes y “els carrers seran sempre nostres”, proclama que estos días hace latir el espíritu indepe de la capital catalana. En el cielo, las hélices del helicóptero de Policía; el mismo al que la gente, al levantar la cabeza, le muestra el dedo más feo de todos. En esas, e interrogando a los propietarios de los bares -“¿el discurso del rey aquí? No, busca en otro sitio”-, por fin doy con el Manoda.

El Manoda es un bar como cualquier otro, con la diferencia de que aquí prometen que se verá la diatriba de Felipe VI. Está ubicado en la calle d'Elisabets, esquina con el pasaje del mismo nombre. Dos camareros indios, sudorina y mala leche, atienden tras la barra.

-¿Pondrán aquí el discurso del rey?

-¡Sí, amigo, en la televisión de abajo!

La estancia se divide en dos espacios; el de la entrada y el salón que se encuentra bajando unos escalones.

Empecemos por el primero.

En la barra se sienta un hombre con perilla, otro señor sonriente de pelo blanco y dos periodistas, delatados por su cámara de vídeo. Intento hablar con el primero.

-¿Y qué dirá hoy el rey?

-Pf. Lo de siempre.

El hombre deja su cerveza y sale a la calle a fumar. No parece muy interesado.

Lo intento con el segundo. Resulta que se llama Reinier, es alemán pero se siente vasco. Vive en Rentería desde hace décadas y dice que ha venido a “divertirse” estos días en Barcelona. Congeniamos pronto porque mis orígenes también son vascos. Me toma por independentista que ha venido “buscando mambo”.

Dice que está contento porque está viendo muchas ikurriñas y que viene de la Jefatura Superior de Policía Nacional, en la calle Laietana, donde centenares de personas siguen acosando a los agentes por las cargas policiales del 1-0.

Dentro del Manoda, antes de empezar el discurso real. G. Araluce

Juntos decidimos bajar al salón para ver el discurso. Le pedimos al camarero que ponga TVE, donde seguro que lo darán. “¡No!”, grita el hombre, corriendo con varios botellines de cerveza vacíos. “¡No cambiamos de canal!”, señala con la cabeza a la televisión. Es TV3. “Está un poco loco”, susurra Reinier, siempre sonriente. Pedimos un par de tragos, bajamos los escalones y nos sentamos en la única mesa libre.

Alrededor se habla de todo y de nada. Debe de haber unas 15 personas y ninguna parece mirar la televisión. Falta un minuto para que arranque el discurso real. Un presentador informa de los altercados que se han registrado en diversas carreteras catalanes, donde los radicales han cerrado el tráfico con barricadas más o menos improvisadas. Pregunto interesado a un hombre y a una mujer que están al lado:

-¿Qué esperan que diga el rey?

[La misma desidia que el primer hombre, el de perilla, al que interrogué].

-Pues lo de siempre.

Pero ese desinterés no es real. Felipe VI no tarda en aparecer en escena y los parroquianos piden silencio.

[Estamos viviendo momentos muy graves para nuestra vida democrática. Y en estas circunstancias quiero dirigirme a todos los españoles. Todos hemos sido testigos de los hechos que se han ido produciendo en Cataluña, con la pretensión final de la Generalitat de que sea proclamada ilegalmente la independencia de Cataluña...].

El “ilegalmente” marca el aldabonazo que da rienda suelta al cabreo de los presentes:

-“¡Este no se entera, no habla para nosotros!”, clama uno.

-“Que diga lo que quiera: ¡Independencia!”, brama otro, ganándose una ovación.

Reinier, creyendo que habla bajito -pero con un potente tono alemán- me muestra sus inquietudes sobre Felipe VI: “Si te fijas, dice lo mismo que el PP; que estemos unidos, que la poli es buena y que quiere mucho a los catalanes, aunque sean malos”.

Se vuelve a escuchar al rey, ponente en pantalla de plasma en el bar Manoda:

[...Con sus decisiones han vulnerado de manera sistemática las normas aprobadas legal y legítimamente, demostrando una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado…].

Irrumpen los dos periodistas que estaban en la primera estancia. Se presentan y dicen que son de Reuters. El cámara se abre paso con torpeza entre los allí reunidos. Muchos sorry y algún que otro reproche por golpear las sillas con sus pies. Es un tipo grande de cara redonda. Se instala junto a la pantalla de televisión y, mirando en la misma dirección que el rey, apunta con su cámara a los congregados.

Como yo, los periodistas quieren hacer una historia sobre cómo se vive el discurso en un bar cualquiera de Barcelona, aunque no parecen encontrarse con el beneplácito del público.

-¡Para qué grabas!

-¡Baja ya la cámara, hombre! ¡Quita de ahí!

-¡Que te vayas! ¡Qué haces!

El hombre pide disculpas y lanza otros muchos sorry que no son muy bienvenidos. Baja la cámara, graba un mal plano sin apuntar a nadie y se vuelve por donde ha entrado.

Los periodistas de Reuters finalmente sí encontraron a quién entrevistar. G. Araluce

Entre unos y otros, la diatriba real casi ha terminado y apenas se ha escuchado el mensaje que Felipe VI quiere transmitir “a todos los españoles, particularmente a los catalanes”.

[...nuestros principios democráticos son fuertes, son sólidos. Y lo son porque están basados en el deseo de millones y millones de españoles de convivir en paz y en libertad. Así hemos ido construyendo la España de las últimas décadas. Y así debemos seguir ese camino, con serenidad y con determinación…].

Nada, que la última parte del discurso tampoco la escucharemos.

Esta vez la culpable es una batalla gramatical entre los asistentes. Por un lado, un hombre sin pelo por arriba pero con abultada cabellera cana rizada por los laterales. Viste camisa negra y gafas redondas. Por otro, una mujer de cabello corto. Ambos rondarán los 50 años.

-“¡No puede decir debemos seguir! ¡Porque yo no quiero imperativos! ¡Tendría que decir debemos de, como una sugerencia!”, reproche él.

-“Anda, anda, que viene a ser lo mismo”, reprende ella.

-“No, porque yo no quiero imposiciones de alguien al que además no hemos elegido”, esgrime el primero.

Reinier mira la escena divertido -"están locos, ¿eh?"-, otros piden silencio.

Termina el discurso real y la pantalla se vuelve azul con unas letras blancas sobreimpresas. La discusión gramática se ve sofocada por los abucheos de los presentes.

“¿Ves como no ha dicho nada?”, me pregunta mi amigo vascoalemán. “Que quiere a los catalanes, pero que son malos. Y que los polis son los buenos”. Apuro el último trago y me encojo de hombros antes de despedirme. “Bueno, muchacho -me dice, siempre sonriente-, yo estaré aquí hasta el jueves; a ver si nos encontramos. Agur!”.

En el exterior del bar se respiraba, al término del discurso, la resaca de la huelga de este 3 de octubre. G. Araluce

Subo los escalones, me despido de los camareros con mala leche y del señor con perilla, igual de apasionado que al principio, y salgo del Manoda, un bar como cualquier otro pero en el que sí se pudo ver al rey.

En la calle, en respuesta al monarca, suena una cacerolada. Desde las ventanas, los vecinos golpean sus pucheros en un zumbido metálico ensordecedor. Dura un par de minutos hasta que -organizados, congraciados o simplemente cansados- cesan el estruendo al mismo momento.

Los viandantes, banderas catalanas al cuello, responden con una ovación. Y de nuevo, la misma proclama, esta vez azuzados tras las palabras de Felipe VI: “Els carrers seran sempre nostres!”.

Cacerolada en Barcelona