Las 37 comisarías locales de la Policía Nacional en Cataluña tienen entre sus competencias las labores de extranjería y expedición de documentos de identidad. Últimamente los agentes encargados de estas tareas escuchan el mismo chiste casi a diario: “Agente, si este número me va a durar tres semanas, qué me importa”.
La ironía esconde un panorama triste y alarmante para los aproximadamente 5.000 policías y guardias civiles que trabajan en Cataluña. EL ESPAÑOL ha visitado una población de tamaño medio de la provincia de Barcelona para pasar una jornada con dos agentes que llevan años trabajando allí (uno de ellos casi una década) y que, bajo rigurosa condición de anonimato y fotos de espaldas, acceden a relatar las experiencias que han llevado a miembros del cuerpo a acuñar el término ‘Síndrome del Este’: “Aquí no hay bombas ni tiros en la nuca... Esto no es el País Vasco ni Kosovo. Pero queremos alertar de que ha sucedido algo, de que está pasando algo grave. Esto hay que vivirlo. Miedo no pasamos. Pero estamos señalados, marcados, aislados… Perseguidos. Y es un estrés enorme, constante”.
Todas las noches a las diez, desde hace semanas, hay caceroladas organizadas frente a comisarías de la Policía Nacional y casas-cuartel de la Guardia Civil por toda Cataluña. Les gritan desde “¡Fuera, fuerzas de ocupación!” a “fachas”, el término que los ‘indepes’ han escogido para denigrar a todo ciudadano que no apoya el ‘procés’. En el caso de la Benemérita, el escrache tiene un matiz siniestro: dentro del recinto viven las familias de los agentes allí destinados. Los niños, a la mañana siguiente, van a la escuela y son señalados, como viene siendo publicado en diversos medios desde que se agravó la situación política.
Cuando llegan los ‘escrachadores’, algunas comisarías están vacías: han cerrado a la hora de comer por falta de efectivos, en una estampa gráfica de la progresiva desaparición de la Administración Central en un territorio cuyo Gobierno autonómico gestiona todo menos el ejército, la emisión de moneda, la Agencia Tributaria y el sistema judicial. En otras, las que siguen abiertas, los agentes se parapetan detrás de los muros y las puertas hasta que la multitud se dispersa y vuelve el silencio a la calle. No tienen competencias de seguridad ciudadana, cedidas en bloque a los Mossos d’Esquadra.
Felipe (de Valladolid) y Juan (asturiano; ambos nombres alterados) recorren las calles de su localidad en un ‘K’, coche sin distintivo alguno, vestidos de civil y con la pistola reglamentaria cerca. Llevan sin librar desde la última Diada, hace cinco semanas, y el estallido del proceso revolucionario catalán, que tiene a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en situación de alerta permanente. A su paso, esteladas, pancartas, carteles y pegatinas escenifican el apoyo mayoritario de la población de su localidad al proceso separatista: peticiones de liberación de los “presos políticos” (sic), exigencias de “democracia”, acusaciones de fascismo, dianas en muros con la palabra “policía” o “guardia civil”.
“Siempre estuvimos orgullosos de lo que somos, y eso que el rechazo siempre existió... Pero se ha recrudecido. Cuando llegamos, notabas que todo el mundo sabía que éramos policías: el acento, la forma de comportarte, el ir en parejas… Esa cosa de ‘no eres de aquí’, la sensación de que eres un marciano. Todos mirándote, dejándote claro que te tienen fichado. Pero cuando la cosa estaba tranquila no pasaba de ahí: la novia de Felipe es catalana de pura cepa, por ejemplo, y teníamos mossos amigos. Ahora ya no sabes con quién hablar. 'Jijijajá' y poco más. Un auténtico choque de trenes”.
“El día a día se está poniendo difícil”, continúa. “Muy difícil, irrespirable... Vamos a velocidad de vértigo; parece que ha pasado un año y sólo ha pasado un mes. Estamos muy, muy jodidos desde que nos mandaron a los niños aquí”. (Se refiere al inicio de los escraches generalizados, el 20 de septiembre: ese día los manifestantes, por ejemplo, llegaron a colocaron una estelada en el mástil del cuartel de la Guardia Civil en Manresa).
“A ver dónde termina esto: porque desde el 20 de septiembre es insoportable la vida, qué quieres que te diga. El humo siempre estuvo en el ambiente: entrabas en un bar, se hacía el silencio típico, te habían ‘marcado’, y después venían los comentarios. Pero esta vez es diferente. Imagínate por ejemplo los hijos de los guardias civiles en Berga [localidad barcelonesa de 16.000 habitantes, gobernada por la CUP, en la que el 75% de la población votó a partidos independentistas]”.
"Sufrimos mucho"
Felipe, que vivió en Navarra durante los últimos ‘años duros’ del terrorismo vasco, miraba varias veces al salir de un edificio y registraba los bajos de su coche permanentemente. Hace unas semanas, admite con rubor, lloró por primera vez en su vida (ante el “asombro” de su novia). “Sufrimos mucho”, dice como para justificarse.
“Hemos jurado la Constitución y es nuestra obligación cumplirla. Somos personas. Yo jamás cumpliría una orden ilegal: soy policía, me da igual el traje que me pongas. Hay cosas que no entiendo. Puede haber fractura ideológica, pero no en cuanto a la legalidad… Entiendo que una pareja de Mossos no vayan a detener a 200 personas que están en un colegio, pero al menos no sonrías, no abdiques de tu obligación… Si no se cumple la ley, esto es una selva”.
En los Mossos d’Esquadra, dice la pareja de policías, “hay un conflicto brutal. Llevamos el mismo uniforme y estamos entrenados para lo mismo, pero a nosotros nos llaman marionetas del Estado español. Y yo me pregunto: ¿por qué pusieron a niños y abuelos delante de todos el 1-O? ¿Por qué no se pusieron los organizadores en primera fila? A nosotros nos llaman marionetas, ¿pero qué eran los abuelos y los niños?”
“Vivimos en una gigantesca mentira que, a fuerza de repetirse, se da ya como cierta”, continúa Juan. “Todo el mundo dijo que la huelga general del día 3 era contra la represión policial, pero nosotros teníamos información de que se iba a hacer desde la Diada [11 de septiembre]. ¡No era por la represión! Se han saltado la ley a la torera, y francamente echamos de menos un discurso sólido desde el Gobierno que llegue a los medios”.
A nosotros nos llaman marionetas, ¿pero qué eran los abuelos y los niños?
Sorprende la quemazón de los agentes de la ley, reducidos a un papel testimonial y repudiados por sus vecinos. Una diputada del Parlamento catalán que prefiere no revelar su nombre explica a este periódico que comprende la ansiedad de los policías, “especialmente porque la división, la fractura social, se ha agudizado muchísimo en el último año. Cuando la consulta del 9-N, tú no sabías quién había ido a votar y quién no. Ahora la gente sabe perfectamente quién piensa qué y ya sabe con quién no debe hablar si quiere evitar problemas. Es una enfermedad social”.
“Yo estuve veinte años trabajando en el País Vasco, en la Unidad de Información, y jamás vi algo como lo que pasó en septiembre en Barcelona”, dice Ramón Cosío, portavoz del Sindicato Unificado de Policía. “He ido a muchos funerales, pero este nivel de acoso y persecución no lo había visto nunca. Agentes nómadas de 7 de la mañana a 11 de la noche porque no tienen dónde ir, pegatinas con fotografías de compañeros, su nombre y el colegio al que van sus hijos… Es un nivel que nos recuerda a películas como La vida es bella y momentos históricos espantosos”.
Los policías nacionales aceptan su distanciamiento de los Mossos, con quienes prefieren ya no colaborar en operaciones conjuntas. Los amigos que tenían ya no lo son, “porque la fractura social es tan grande que también la hay en la policía. Para que te hagas una idea, hay hijos de guardias civiles criados aquí, con 20 años, que son independentistas y ni hablan a sus padres”.
Discriminación salarial
Hay un asunto que agrava la baja autoestima del cuerpo: la falta de equiparación salarial, un asunto que se arrastra desde hace más de una década. Policías y guardias civiles cobran al mes 700 euros menos que los agentes catalanes (o la Ertzaintza). “¿Hasta cuándo debemos aceptar esta injusticia?”, se pregunta Felipe. “¿Y encima con chulerías y deslealtad?”.
“Yo me he quedado por las circunstancias, estoy separado y tengo un hijo aquí”, dice Felipe, que reconoce haber sentido ganas de marcharse en los últimos meses. “Se quedan los de toda la vida y los que tienen otros intereses”, dice: en cuanto obtienen los puntos para volver a su provincia, se van. “Los jóvenes se están marchando todos al año y medio de llegar: no les compensa”.
No hay complementos salariales por ir a trabajar a Cataluña, una región con un coste de vida sensiblemente superior al de otras regiones españolas. (Un apartamento de una o dos habitaciones en determinadas ciudades y pueblos de Barcelona puede costar el doble que en una capital castellanoleonesa). En el País Vasco había un complemento de 400 euros mensuales y tenían derecho a dos meses de vacaciones en lugar de uno para compensar el estrés. Actualmente sólo hay complementos en Ceuta y Melilla, Canarias y el País Vasco.
“Hay que guardar la distancia con el Síndrome del Norte y aquella tensión, los muertos, el riesgo por la vida”, afirmará Felipe en más de una ocasión para huir de la quejumbre vacía. Pero la experiencia diaria de estos agentes en pleno proceso separatista es muy desagradable: escraches, caceroladas, aislamiento en los bares (ya no salen a tomar cañas), reuniones sólo con los que piensan igual que ellos.
Grados de violencia
“En Navarra, o cuando iba a visitar a algún compañero en San Sebastián o Bilbao”, continúa Felipe, “notabas perfectamente cómo la violencia y la división de una sociedad en gente de primera y segunda tiene grados: la convivencia va degenerando, hay gente que no se atreve a ser violenta pero lo apoya, a los niños les lavan la cabeza. Yo me alegro mucho de que aquí no haya violencia, de no tener que lidiar con la posibilidad de morir si me toca y tengo mala suerte, pero la gente tiene que saber que aquí está pasando algo muy chungo. Si no se respetan las leyes, esto va a terminar muy mal”.
Los agentes (y sus superiores) reconocen que las imágenes del 1-O les hicieron “muchísimo daño”. “Es lo que buscaban y fue un grave error de cálculo por nuestra parte”, sentencia Juan sin miramientos. Pero inmediatamente se revuelve: “Ada Colau era activista anti-desahucios, te lo recuerdo. Y los Mossos repartían de lo lindo a los ‘indignados’. Era lo mismo que el 1-O, una orden judicial que llevaba un secretario judicial. Artur Mas tuvo que llegar en helicóptero a la Generalitat. Pidió penas de cárcel para los que protestaban. Y ahora lo idolatran. Y nosotros somos el diablo. Es una locura: cuando ha habido recortes sociales o sanidad, no han salido a la calle ni la mitad de la gente”.
Los Mossos repartían de lo lindo a los ‘indignados’. Era lo mismo que el 1-O, una orden judicial que llevaba un secretario judicial.
Escapar de la opresión silenciosa (o no) de los independentistas está en la cabeza de muchos agentes, asegura un portavoz. “Cuando tú sales por la puerta aquí no te quitas el trabajo de encima”, recalca Juan. “En Burgos o Salamanca haces vida normal, aquí te miran sin parar o giran la cabeza cuando te reconocen y ya no quieren saludarte. En otro lugar, encima no tienes problemas económicos. Ni tienes estrés. Puedes ir al parque con tu hijo sin problemas. Dime tú qué ventajas tiene trabajar aquí”.
El sutil (o manifiesto) maltrato psicológico se ha agudizado en el último mes: a Juan le pidieron a mediados de septiembre que no regresase al gimnasio donde se entrenaba desde hace tres años. “Hay días que ni hablamos cuando salimos a tomar café con otros compañeros”, confiesa: “La frustración es enorme, una confrontación de sentimientos constante. ¡A mí la política no me había interesado nunca! Y el día 12 me bajé a la manifestación de Barcelona porque sinceramente no aguantaba más”.
“Es el monotema”, rezonga Juan. “No salimos de ello. Estoy estudiando unas oposiciones para mejorar y desde la Diada no soy capaz de leer dos líneas de mi temario. En el fondo la presión es doble: me quiero cagar en Dios y no puedo. El ciudadano no tiene por qué pagar mi frustración. Pero alguien tiene que resolver esto antes de que sea demasiado tarde”.