Exhaustiva, minuciosa, perfeccionista, ingobernable. O, para quienes consideran que sus fortalezas son a la vez sus mayores debilidades, controladora, rígida, distante, prepotente. Capaz, dicen sus detractores, de alargar una instrucción hasta el infinito con tal de no perder el control sobre un caso que ha convulsionado la vida política andaluza y la ha colocado, para bien y para mal, en el manido disparadero de los jueces mediáticos. En cualquier caso, tímidísma. En su despacho del juzgado de Instrucción número seis de Sevilla, donde trabajó en la instrucción de los ERE rodeada de una pequeña célula de incondicionales, costaba oírla desde el otro lado de la mesa. La jueza Alaya tiene un tono de voz engañosamente suave pero la mirada del que está acostumbrado a esperar que el interlocutor se delate. Y ya se sabe que el que habla, pierde.
Ella calló durante los cuatro años en que instruyó el caso de los ERE y en los que se convirtió en una mujer escrutada, a la que se criticaba o alababa un auto, una resolución o el tamaño de su armario. Admirada pero también muy cuestionada por sus propios compañeros. Una estrella con un club de fans en Facebook de 50.000 seguidores que continúa activo, aunque la cifra no ha aumentado desde hace meses, que la llaman “doña Mercedes” en sus comentarios y la jalean y la piropean como a la Esperanza de Triana.
Mercedes Alaya es peleona y territorial. Lo dejó claro en su tira y afloja constante con la Fiscalia. Y volvió a dejarlo claro en octubre de 2015 en el encontronazo con su sucesora, la magistrada María Núñez Bolaños cuando, después de solicitar y conseguir el ascenso a la Audiencia Provincial, el TSJA, no le concedió la Comisión de Servicios que había pedido para continuar con un macroproceso que acumula un millón de folios y que ha sentado en el banquillo a 22 acusados.
Una sucesora que, en su opinión, no estaba cualificada y a la que reprochó, como recordó el viernes en una conferencia en Valencia mantener una “estrecha relación” con el entonces consejero de Justicia de la Junta andaluza, Emilio de Llera. Una sustituta que, y ese es quizá el fondo de la cuestión, no parecía compartir una tesis que Alaya ha mantenido con claridad durante su instrucción: la existencia de una organización jerarquica y piramidal en el Gobierno andaluz creada para malversar.
Terminar una instrucción, me dice un juez veterano y famoso, es como pasar el relevo en una carrera. Ya no estás en el foco, no eres el centro de atención. Has hecho tu parte y te resignas a que otro continúe. Entregarla es dejar que alguien le ponga la última pincelada a un cuadro en el que llevas años trabajando. ¿Se sintió así Alaya este miércoles, el día que comenzaba por fin el juicio de los ERE?
Un juicio que dilucidará si 800 millones de euros destinados a ayudas al desempleo se repartieron de forma discrecional y sin control y en el que, entre los 22 imputados hay una exministra de Fomento, Magdalena Álvarez, dos expresidentes de Andalucía, Griñán y Chaves y nueve de sus consejeros. O lo que es igual, las fuerzas vivas de la ciudad donde ella estudió derecho y donde ha ejercido durante más de veinte años y para los que la Fiscalía pide entre 6 y 8 años de cárcel y entre 10 y 30 de inhabilitación. En ese microcosmos no ha debido de ser fácil aguantar no sólo la presión política que ella mismo denunció hace unos meses cuando recogía el Premio Jurista del Año, sino la expectación social.
Durante muchos meses la vimos, casi a diario, entrando de los Juzgados de Instrucción. Ocasionalmente, en la feria, vestida de flamenca y en los toros. Impecable y a la vez impasible. Sin declaraciones, sin entrevistas, sin variar el gesto. Guapa y hermética. La combinación que alimentaba nuestra curiosidad y la colocaba indistintamente en la lista de las más admiradas y las más criticadas, o de las mejor vestidas, dependiendo de quién se encargara del ránking.
¿Vanidosa? Un sanbenito que se endosa a cualquier mujer con poder que exhiba una talla 38 y un buen armario aunque esté más cerca de Zara que de Loewe. Muy lejos en cualquier caso de la soberbia a que nos tienen acostumbrados algunos de sus compañeros. Tradicional, como ella misma reconoce pero no necesariamente conservadora.
Mercedes Alaya, la misma capaz de gestos tan provocadores como enviar a la Guardia Civil al Parlamento y al Senado para notificar la “preimputación” a Griñán y Chaves es extremadamente cauta y reservada con su vida privada. Tiene cuatro hijos, la mayor de 33 años, años, la menor de 13, y le hubiera gustado adoptar un quinta niña en China. Hace tres años la vimos vestida de blanco y renovando sus votos matrimoniales con Jorge Castro con el que se casó hace más de tres décadas, cuando los dos acababan de cumplir los veinte y descubrieron que esperaban el primer hijo.
Jorge Castro, sevilano como ella, consultor, bético, estuvo a su lado en uno de los momentos más duros de su vida, la muerte en un accidente de moto de su único hermano a los 34 años. Un punto y seguido vital muy doloroso que la convirtió en una persona creyente. Jorge, sociable, extravertido, simpático, tiene la llave del único puente levadizo que se permite Mercedes Alaya en la fortaleza familiar que ha construido a su alrededor.
El miércoles, la vimos impasible como siempre, llegar con su trolley a la Audiencia Provincial de Sevilla y todos nos preguntamos si recorría ese trayecto con alivio o con nostalgia. El jueves la escuchamos en una conferencia, la segunda en los últimos meses hablando con firmeza de reformas que considera necesarias en la Justicia y que nos son menores ni están faltas de polémica. Quizá sólo quería dar la última pincelada al cuadro que estaba a punto de exponerse. Quizá Mercedes Alaya ha descubierto que el silencio es el camino más recto al olvido.