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Durante meses lo planeó a conciencia desde la cama, situada junto a la ventana por la que imaginariamente era capaz de olvidar la tetraplejía que le aquejaba desde joven y lanzarse al mundo para correr, volar, amar. Ramón Sampedro repartió once llaves entre otros tantos amigos. Al primero le pidió que comprase cianuro. Al siguiente, que lo analizara. Un tercero calculó la proporción de la mezcla. Un cuarto lo cambió de lugar. El quinto lo recogió. El sexto preparó el mejunje que un séptimo lo dejó caer dentro de un vaso. De inmediato, una octava persona colocó la pajita para que, incapaz de mover de cuello hacia abajo, pudiera ingerir el brebaje sin desplazarse. El noveno amigo lo dejó a la distancia exacta para que alcanzase a aspirar aquel líquido. El décimo recogió una carta en la que Ramón se despedía del mundo y que firmó ayudándose de la boca. La última persona apretó el botón de grabar de la cámara de vídeo que registró su adiós. Así, creando una cadena humana en la que cada uno de sus miembros hacía una pequeña acción, impidió que ninguno de ellos fuese acusado de nada por la Justicia.
Ramón Sampedro ingirió el cianuro el 12 de enero de 1998. Este viernes se cumplen 20 años. Pese a que su historia conmovió a los españoles y se llevó al cine de la mano del director Alejandro Amenábar y del actor Javier Bardem, en España sigue sin legislarse en torno a la eutanasia dos décadas después.
El legado de este cruzado gallego sólo pervive en el pueblo en el que nació, Porto do Son (A Coruña). Allí, hasta donde ha acudido EL ESPAÑOL en busca de su huella, aún se conserva intacta la casa en la que vivió, se levantó una escultura en su honor, se instaló una placa en las rocas contra las que impactó al lanzarse al mar desde un acantilado cuando tenía 25 años, y el cementerio de la localidad alberga unos restos que él quería que se incinerasen.
Mientras tanto, la legislación española sigue sin contemplar la eutanasia, aunque sí hay partidos que piensan que ha llegado el momento de debatir sobre ella. En marzo del año pasado el Congreso de los Diputados rechazó una proposición de ley presentada por Unidos Podemos para despenalizarla. Los diputados de las filas socialistas y naranjas se abstuvieron. Los populares votaron en contra.
Tres meses después, en junio de 2017, el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, y el líder de IU, Alberto Garzón, acordaron presentar una propuesta conjunta para legalizar la eutanasia en España. Ese texto todavía no ha llegado a la Cámara Baja para el posterior debate de sus señorías.
LA CASA, DONDE SE DETIENE EL TIEMPO
Ramón Sampedro nació el 5 de enero de 1943 en Porto do Son. Marino mercante de profesión, amaba el mar bravo de las costas gallegas que lo vieron venir al mundo. Un cuarto de siglo después, en 1968, un día se lanzó de cabeza a ellas desde un acantilado. Aquella ocasión todo salió mal. Las olas retrocedieron de súbito y él chocó contra las rocas. En el accidente se le quebró la séptima vértebra. Quedó tetrapléjico y postrado de por vida en una cama.
Tras su muerte, los forenses encontraron restos de cianuro durante la autopsia del cadáver. Hasta el momento sólo lo sabían sus once amigos. También Ramona Maneiro, la mujer que se enamoró de él durante sus últimos años de vida. Ella le cuidó y le ayudó a conseguir su último deseo, aunque nunca se ha sabido su grado de implicación. Desde entonces su historia personal se conoció en cada rincón de España.
Ramón y Moncha se conocieron en mayo de 1996. Los presentó una amiga en común. "Hace tiempo que quería conocerte", le dijo ella, morena, nerviosa. Moncha, como se le conocía, había visto a Ramón en televisión el día que él cumplía 50 años de vida y 25 de exigencia del derecho a morir con dignidad.
"Me gustaron sus ojos, y me gustó lo que decía. Yo no sabía que evitar el sufrimiento inútil se llamaba eutanasia, pero comprendía bien sus palabras", recerdaba por aquel tiempo la propia Ramona. Desde aquella imagen en televisión no dejó de pensar en él. Moncha confesó que cada noche esperaba que Ramón llamara al programa de radio que ella presentaba en la emisora municipal de Rianxo.
Hoy, la casa de Ramón Sampedro sigue intacta. En la parte alta se encuentra su habitación. Subir hasta ella es viajar al pasado 20 años atrás. Su cuñada, Manuela Santas, conserva todo en el mismo sitio que ocupaba antes de la muerte de Ramón. Su cama está cubierta por una colcha blanca. En las estanterías y colgadas en las paredes están sus fotos, sus maquetas de barcos, los libros que leyó o los artilugios que inventaba para poder escribir o pasar una página durante sus lecturas mediante un simple giro de cuello.
Acceder a la habitación es volver a un sitio en el que uno alberga la sensación de haber estado antes. Tiene la culpa el cine. Amenábar, en Mar Adentro, supo capturar a la perfección la luz que se colaba por la ventana que Sampedro tenía a su izquierda. Sigue siendo la misma: una cristalera de tres piezas con un persiana a medio abrir.
“Seguimos estando enamorados”, solía repetir Ramona Maneiro a todo el que le preguntaba pasado el tiempo. Él, desde donde esté. Y yo, desde aquí”.
UNA PLAYA SOBRE LAS ROCAS CONTRA LAS QUE IMPACTÓ
Ramón Sampedro nunca llamó a la radio en la que Ramona pinchaba los discos a petición de sus oyentes. Aquello lo hacía por afición. La mujer se ganaba el pan limpiando el pescado en la conservera La Onza de Oro de A Ribeiriña, donde nació. El hombre del que se enamoró, tras haber surcado los cinco océanos y ahora verse inmóvil en una cama, prefería pasar el tiempo leyendo a Kant, a Nietzsche o a Platón. También escuchaba música clásica o pintaba con los labios.
Y también escribía. Casi siempre, sobre la necesidad que tenía de acabar con su vida para dejar de sufrir, un dolor que no era físico sino psicológico, “el peor de todos”, decía. "El derecho de nacer parte de una verdad: el deseo de placer. El derecho de morir parte de otra verdad: el deseo de no sufrir. La razón ética pone el bien o el mal en cada uno de los actos. Un hijo concebido contra la voluntad de la mujer es un crimen. Una muerte contra la voluntad de la persona también. Pero un hijo deseado y concebido por amor es, obviamente, un bien. Una muerte deseada para liberarse de un dolor irremediable, también. Ninguna libertad puede estar construida sobre una tiranía. Ninguna justicia sobre una injusticia o dolor. Ningún bien universal sobre un sufrimiento injusto".
Ramón Sampedro acudió a la Justicia. Pidió a los juzgados de Barcelona y Noia (A Coruña) que le permitieran rechazar las sondas con las que se alimentaba, o que los médicos pudieran recetarle fármacos sin incurrir en un delito de ayuda al suicidio. Ambos tribunales de primera instancia denegaron su petición. Más tarde recurrió al Trabunal Constitucional, que no admitió uno de sus recursos de amparo: se le condenó a vivir.
Pero Sampedro se sentía muerto desde los 25 años, cuando su cuerpo se golpeó contra las rocas de la playa de As Furnas, en Porto do Son, donde nació. Hoy, ese lugar es un sitio de peregrinación para los autóctonos y los turistas que visitan la zona. Este pasado jueves un mar embravecido golpea la península de Barbanza, donde está enclavado. No hay nadie, sólo una placa con su nombre y una estrella que asemeja una brújula. Debajo se lee: “Defensor de la vida y de la muerte dignas. Marinero en tierra, vecino y amigo”.
EL BUSTO SOBRE EL ACANTILADO
En esa misma playa de As Furnas, sobre el acantilado desde el que Ramón Sampedro se lanzó al mar, desde hace unos años hay un busto que recuerda su rostro. Su instalación data de enero de 2011. Es obra del escultor gallego Nacho C. Beiro.
Hasta allí, año tras año, conocidos de Sampedro y miembros de la organización Derecho a Morir Dignamente (DMD) se desplazar para realizarle un homenaje en forma de ofrenda florar. “Ramón fue, ante todo, un luchador por el derecho a morir dignamente ante una incapacidad física total. Era un hombre que miraba a la muerte fijamente y mucho más vitalista de lo que la gente pueda pensar. Precisamente, por esa gran vitalidad no podía soportar más la forma en que vivía”, recordaba en su momento Elías Pérez, presidente de dicha institución en Galicia y amigo de Sampedro desde 1992. “Es un busto casi horizontal, que representa a Ramón tumbado en la cama, en una situación un poco de espaldas al mar porque él siempre decía que olía y sentía el mar, aunque estaba lejos”.
EL CEMENTERIO, DONDE NO QUERÍA ACABAR
Tras conocer el rechazo de la Justicia a su reivindicación, Ramón Sampedro entendió que su muerte sólo podría ser clandestina y que quienes le ayudaran a morir serían perseguidos por ella. Así que trazó un plan minucioso para protegerlos.
¿Con quién podía contar? Era el primer paso. "Yo pienso que un amigo, si es amigo, no me impondría nunca sus convicciones por encima de las mías, porque entonces no habría respeto y amistad, sino dominación", escribió Ramón Sampedro en el libro Cartas desde el infierno. Encontró once de amigos que le ayudaron. Comienza la cuenta atrás.
En noviembre de 1997 la ambulancia inició un viaje sin regreso desde Porto do Son, su aldea natal, hasta Boiro, 25 kilómetros al sur, también en la provincia de A Coruña. Allí se instaló en un apartamento alquilado. Repartió las llaves y confió a cada amigo una parte de su plan. Nadie sabe qué ha hecho el otro, ni cuándo, ni cómo. Ni siquiera Ramona.
Pocos días antes de morir se hizo con una cámara de vídeo para asegurarse de que sus últimos momentos serían filmados. En esas imágenes cuenta que desea la muerte desde hace 29 años y que nadie debe ser culpado por ella. Sonríe a la cámara, mantiene mirada tranquila, acerca sus labios al vaso mortal y pide que nadie llore por él ni le tenga compasión. Está cumpliendo su deseo, el de un ser humano lúcido, consciente y adulto.
Ramón Sampedro se marchó hoy hace veinte años. Su cuerpo, en contra de la voluntad que expresó en vida, descansa en el cementerio de Porto do Son. Bernardo José Vila Cameán, amigo íntimo, confidente de Ramón Sampedro y miembro de la asociación Derecho a Morir Dignamente fue testigo de la voluntad inicial del, además de marino, también poeta: "Quería ser incinerado, pero en un primer momento no fue posible por razones forenses. La incineración no era entonces una práctica muy extendida y a la familia de Ramón no terminaba de gustarle la idea", recuerda.
El legado literario de Ramón Sampedro corrobora esta tesis. En el poema homónimo recogido en su obra póstuma Cuando yo caiga, que vio la luz en 1998, el escritor gallego dejó redactado lo siguiente: "No me cubras de tierra, ni me metas en un nicho, si no quieres verme, llévame a campo abierto". Una suerte de epitafio en verso que condujo a los integrantes de DMD a pedir a la familia del difunto que reconsiderase su postura al respecto.
"Yo hablé personalmente con ellos en nombre de la asociación sobre la posibilidad de que sus restos fuesen incinerados, pero se negaron. Cada uno tiene su propia forma de pensar y todos respetamos la voluntad de la familia", contaba a EL MUNDO José Vila.
"No vamos a incinerarlo, está bien donde está y de allí ya no hay quien lo saque", decía convencido José Sampedro, hermano de Ramón. "Fueron sus amistades las que comenzaron a pedir la incineración, pero ya no hay nada que hacer. A mí me dijo que cuando llegara el momento hiciéramos lo que creyéramos conveniente. Lo dejó todo en nuestras manos".
La lápida de Ramón Sampedro se encuentra hoy en una tercera altura de nichos del camposanto de su pueblo. En ella se lee el siguiente epitafio: “Es una cabeza viva pegado a un cuerpo muerto”. Su legado sobre la eutanasia, 20 años después de morir, ha caído desde el acantilado del olvido.