Ocho años, una Infanta en el banquillo y una abdicación después, Iñaki Urdangarin y Diego Torres esperan el final del thriller político, social y mediático más trepidante de las últimas décadas. Una historia de dinero, sociedades interpuestas, cuentas en el extranjero, ambición, infidelidades, mentiras, conexiones internacionales, traiciones y espías. De reyes y reinas. De intrigas dentro y fuera de palacio. De persecuciones, micrófonos, y filtraciones kamikazes a la prensa. El capítulo final llegará, previsiblemente en las próximas semanas, con la resolución del Tribunal Supremo al recurso contra la sentencia del caso Nóos y dos posibilidades. O la absolución que han pedido sus abogados o, esta vez sí, la entrada en prisión para cumplir la condena de seis y ocho años de cárcel que les impuso el tribunal y que la Fiscalía del Supremo ha elevado en su petición, en el caso de Urdagarin, a 10 y en el de Torres a 16.
Misma espera, pero uno desde Ginebra, amparado por un cierto halo de indulto familiar, después de la visita de sus suegros eméritos en su 50 cumpleaños y hasta social, visto el lugar de honor desde el que asistió junto a la Infanta Cristina y sus hijos a la misa de Epifanía en el Vaticano. Otro, en Barcelona, en su casa, pero en una situación más parecida a como imaginamos el destierro o el infierno. Sin dinero, sin perspectivas laborales, solo, sin amigos, sin apoyo familiar más allá de su mujer, Ana María Pérez Tejeiro y sus hijos. Aferrado, dicen en su entorno a una frase muy suya, “Ana María y yo somos fuertes y resistimos”. Los dos exsocios, inseparables durante años, tan alejados ahora el uno de otro como Saturno de Plutón.
Torres y Urdangarin no se han visto ni han hablado desde el juicio por el caso Noós. Entonces, en febrero de 2016, les veíamos saludarse en Palma con una deferencia más propia de caballerosos adversarios en una final de Roland Garros que de los enemigos sin tregua en que se habían convertido. O eso sostienen y a pesar de que entonces se dispararon los rumores de acuerdo de última hora, de estrategia conjunta para salvar a sus mujeres de una condena, o incluso de encuentros en la cumbre en lugares tan cinematográfico como un balneario para asegurarse un terreno neutral y limpio de micrófonos.
"Diego está, como es lógico, expectante y en una situación personal complicada pero también, de alguna forma, aliviado. Se ha quitado de encima la losa del juicio y la presión, todo el festival que había montado alrededor del caso, ha bajado mucho. Las cosas se han relajado- dice González Peeters, su abogado- Y no, no me consta ningún contacto con el señor Urdangarin, más allá del buenos día o el buenas tardes, cuando se encontraban en la sala durante el juicio. Desde luego, no lo ha habido por parte de las defensas”.
Todos nos preguntábamos en febrero de 2016, cuando comenzó el juicio por el caso Nóos, cómo sería entonces el encuentro, después de que Torres hubiera desplegado durante muchos meses una estrategia de bombas de racimo que estallaban antes de cada hito judicial: el duque Em-palmado, las gestiones del Rey Juan Carlos para conseguir patrocinios, el trabajo en Telefónica con sueldo de 200.000 euros anuales que supuestamente le ofrecieron a cambio cargar con la mayor parte de la responsabilidad, Corinna sobrevolando el escenario… Una guerra de guerrillas que Torres, condenado por fraude, tráfico de influencias, un delito contra la Hacienda Pública y blanqueo justificaba con una línea estratégica que ha repetido: ¿Cómo no iba a ser todo legal si la máxima institución del Estado consentía y alentaba las actividades con las que ingresaron más de seis millones de euros de dinero público?
Si yo caigo, la Monarquía cae conmigo
Diego Torres nunca se paró en cortafuegos. Y desde luego, su abogado Manuel González Peeters, tampoco. A ninguno de los dos se le puede reprochar no poner toda la carne en el asador o falta de sentido del espectáculo. Cada uno a su manera. Desde el exceso y la grandilocuencia del defensor a la a veces exasperante contención de su defendido. Porque Torres es monolítico. No resiste con la flexibilidad de un junco que recomiendan los orientales, sino anclado a sus argumentos como un bloque de granito. La resistencia del falso sumiso. El preferiría no hacerlo de Bartleby, el escribiente. Horas y horas de estudio de su propio caso, extendido a través de miles de folios y resumido en presentaciones de power point. Didáctico como un catedrático. Envolvente como un consultor. Imposible moverle un milímetro de una posición que defendía con la temeridad de las filtraciones y la toneladas de detalles con que pretendía ahogar cada uno de los cargos que se le imputaban.
Quién habría imaginado que este hombre al que un director de casting podría darle el papel de respetable profesor en Oxford pero también el de contable de la mafia, se revelaría como un dinamitero tan eficaz y tan perseverante. Torres continúa atrincherado en su posición: La que repitió durante la instrucción, el juicio y la que ha mantenido para fundamentar su recurso: Todo estaba bien porque todos lo sabían y alentaban. Todos participaban y ayudaban. Y si no estaba bien, bueno, si no estaba bien, venía a decir, … terminen ustedes la frase y actúen en consecuencia. Si se atreven, claro. Porque si yo caigo, la Monarquía cae conmigo.
Mientras su socio se ha amparado en su papel de “amable componedor”, de ingenua y no muy brillante comparsa para pedir la absolución, Torres se mantiene en sus trece. Quedan en cualquier caso, muchas preguntas por contestar. Y sí, Torres ha terminado por tener razón. De alguna forma, la Monarquia, cayó. Falta por ver si ellos terminarán también despeñándose y hasta dónde por una trampilla que quizá ya existía pero que se empeñaron en abrir. Solos o en compañía de otros.