Carmen sabe encajar bien los golpes. Los derechazos, las directas, no han
conseguido que bese la lona. De vez en cuando, cuando las fuerzas flaquean, se
agarra a las cuerdas, recibe las arengas de los suyos y vuelve a la pugna. Dos
tumores, la quimioterapia, el fallecimiento de su marido y las horas y horas que
pasó limpiando para conseguir un jornal con el que sacar adelante a sus tres hijos
ya están entre los púgiles batidos. Ahora está jubilada, con 80 años, sin cargas y
sigue recibiendo golpes, de los que ya apenas duelen, encima de un cuadrilátero.
Cádiz. Hace frío, o todo el que puede hacer en la costa gaditana. Mientras las olas
rompen en el Campo del Sur, unas doce octogenarias entre las que se cuelan
algunas mujeres de menos edad se reparten golpes sin mesura. Algunas contra la
soledad, otras contra el machismo que sufrieron durante décadas, la mayoría para,
sencillamente, tumbar al aburrimiento. Derechazos y directas, siempre con mucha guasa. Mientras que unas ejercitan las piernas, otras se reparten los guantes de boxeo para hacer sombras.
“La primera vez que vi un guante de estos me eché a llorar… de risa”, explica
Carmen. “¡¿Quién me iba a decir a mí hace unos años que acabaría boxeando?!”, insiste la octogenaria, una mujer vitalista, menuda y con el pelo cardado y blanco.
Hace seis años se vio sola en la calle. Algo falló en su cabeza y no recordaba su casa,
nada en su entorno. Se puso tan nerviosa que acabó llorando. Una vecina la vio,
desconcertada y la llevó a casa. Era la segunda vez que le pasaba algo similar. Años
antes tuvo dificultades para recordar el nombre de su hijo. “Era un coágulo en una
venita en la cabeza”, explica Carmen, que vive sola desde que enviudó. Las clases
de boxeo son, muchas veces, la excusa para salir a la calle y relacionarse con gente
con las mismas aficiones.
Y ahí está ella. Colocándose los guantes con sus amigas Carmen, Dolores, Manuela,
María, Ana, otra Carmen y Ana María. Todas obedecen, espartanas, las indicaciones
de Jesús, el entrenador que las hace moverse, estirar los brazos y golpear todo lo
duro que el cuerpo les permite.
Boxeo, deporte y terapia
“Un día le di un puñetazo a una de ellas y… ¡Qué Dios me lo perdone!”, comenta
entre risas Carmen Gelos, una de las veteranas. Escondida bajo varias capas de bufandas, tocas y demás abrigos, responde resuelta las preguntas de EL ESPAÑOL.
“Esto es una terapia —subraya—, nos da muchísimo”.
Ya hace un par de años desde que el boxeo se sumó a la lista de actividades que
ofrece la asociación de vecinos del Barrio de Santa María de Cádiz a sus mayores.
Surgió sin más, gracias a uno de los habituales del grupo, Jesús, que ahora hace las
veces de entrenador. Su propuesta fue bien recibida por todos, también por las
alumnas, que jamás imaginaron que terminarían a golpes entre ellas.
“Fue una buena idea, porque aplicando técnicas sencillas, además de mejorar el
tono muscular, aprenden cómo zafarse de agresiones y eso les da seguridad para
salir a la calle”, explica el entrenador, un antiguo trabajador de encargado de
almacén ya jubilado pese a sus cincuenta años. Un infarto cerebral y una
discapacidad lo sacaron del mercado laboral, pero no de los gimnasios, que lleva
frecuentando toda su vida. Allí, en el de Issac Manhattan, un espacio en el que se
practica Muay Thai o Krav Maga, aprendió lo que hoy enseña a estas octogenarias.
“Las artes marciales son una excusa para que ellas se muevan, para que fortalezcan
las articulaciones, pero siempre les insisto lo mismo: si alguien le saca una navaja,
mejor que le entreguen todo lo que les pidan y no se resistan”, zanja Jesús.
El entrenador señala a Manuela y María como sus alumnas más aventajadas. La
primera es la benjamina; la segunda es portentosa, alta y fuerte. Las dos destacan,
más que por sus golpes, por la guasa. “Ahora les estaba comentando a las
compañeras lo mucho que me reí ayer con el cuarteto ‘Los tres’, tienen esa gracia,
ese ‘age’ de Cádiz, que sacan un chiste de cualquier tontería”, comenta María
Torres. 74 años y vecina del barrio de La Viña, epicentro de los ensayos del
carnaval de Cádiz. “De la calle San Vicente —apunta—, de donde nació el
comparsista Antoñito Martín”.
Los días de concurso en el Falla, María se acuesta tarde. Vive sola y ve sola las
actuaciones de las comparsas, las chirigotas, los coros o cuartetos. La final también
la vio sola. “No me hace falta nadie —se consuela—, yo misma me jaleo y me
entono”. Es animosa y nunca evita una broma con una compañera.
“El boxeo es un cachondeo”
“El boxeo es un cachondeo”, advierte casi antes de empezar la entrevista. “Una se
puede agachar, otra no; una se mueve mejor, otra más lenta; las hay que golpean
más fuerte, pero todas le ponemos mucha voluntad”, explica.
—¿Y qué se le da mejor a usted?
—¿A mí? Ir a ver al Cádiz en el Carranza todos los domingos. Eso me lo quita todo.
Explica María que el boxeo es la excusa para verse con el resto de púgiles. “Aquí
hablamos de todo; y lo que aquí se dice, aquí se queda”, confirma.
El espacio en el que entrenan es un lugar de confianza. Hablan de sus vidas, de lo
mucho que pasaron en su infancia, en su juventud y, en muchos casos, de lotormentosas que fueron sus vidas de casadas. La mayoría viudas, gracias a esta
intimidad generada, han conseguido verbalizar situaciones de machismo, de
maltrato, de violencia.
“Eran esclavas de sus propios maridos, no todas, pero sí muchas; las víctimas de
controles enfermizos, de dependencias, económicas y afectivas”, explica José
Antonio Migueles, Pepe, el profesor que atiende otras cuestiones más allá del
entrenamiento de boxeo. Él, profesor jubilado, se ha ganado la confianza de sus
pupilas. Es el gurú al que todas recurren. La persona que les ha abierto una
ventana al exterior. Alguien a quien respetan todas y que impone orden cuando
empiezan a aflorar las coplillas de carnaval.
Una excusa para la liberación
“Esto es una liberación para ellas, es darle respuestas a aquello que no saben,
también a sus necesidades; fomentamos el autocuidado del grupo”, puntualiza
Pepe.
María estuvo 17 años cuidando de su marido, encamado por una grave
enfermedad. No salió de casa en todo ese tiempo. Su marido no consentía que
alguien que no fuese ella lo atendiera. Las comidas, los baños, las curas. Enviudó
hace ocho años. “Ahora es cuando estoy viviendo”, sentencia.
“Ahora es cuando estamos disfrutando de una libertad que antes no tuvimos”,
asegura María. “Yo no me podía poner bañador para ir a la playa —explica—, eso era impensable. Ni escote. Y ahora voy a la Caleta, con mi bañador, cómo no”.
En otros casos, el grupo fraguado en la asociación de vecinos del barrio de Santa
María ha sido la medicina con la que superar depresiones o situaciones de agobio
económico. Manuela Aragón, la benjamina, relata ahora desahogada la que fue la
situación más dramática a la que se ha enfrentado en su vida: la separación del que
fue su marido. “Antes no era capaz de decírselo a mi familia, porque me daba
vergüenza. Me pasaba los días llorando”, explica a sus 64 años Manuela, alumna
aventajada.
—Manuela, si se cruzara con un chorizo que le sacara una navaja, ¿cómo
reaccionaría?
—Me da pánico pensar en que me puedan atracar en la calle. Y ojalá que no tenga
que vivirlo. Aunque sé que ahora puedo estar más preparada. No para plantarle
cara, por supuesto, pero sí hablamos mucho de las cosas que hay que hacer en esas
situaciones. Hay que saber responder. Hay que saber evitar los golpes. Y no
ponerse nerviosa.
Mientras que habla con los periodistas de EL ESPAÑOL, Manuela marca varios
movimientos de defensa con los que zafarse de agresiones. Y se le ve convencida.
“¡Ay, si hubiese conocido esto hace doce años!”, se lamenta. “La separación fue muy traumática, confié en él y se quedó con todo, me vi en la calle sin nada”, recuerda Manuela. “Era dependiente, y no solo económicamente, no sabía ir a los sitios sin él”, explica. “Lloraba y lloraba cada vez que tenía que arreglar un papeleo
—insiste— , estaba sola. Si me pilla ahora, con todas las mujeres que tengo alrededor…”.
A golpes contra la soledad
La depresión a Manuela le duró años. Hasta que un día pasó por la puerta de la
asociación de vecinos y se decidió a preguntar el motivo del jaleo. “El día que le dije
a mi hija, Eva, de 38 años, que iba a boxear no podía parar de reír”, recuerda. “Me dijo que siguiese adelante; que me iba a hacer bien. Y así fue”.
Aún recuerda el primer día que se enfundó los guantes. “Parecía de película”,
apunta riéndose. “Más allá del grupito que hemos hecho —apunta Manuela—, en el
que nos apoyamos unas en otras, el boxeo nos da seguridad”. “Mi cambio ha sido
brutal, algo radical”, zanja.
El grupo se reúne tres días en semana. Algunas solo salen a la calle para esa cita.
Poco más. A Dolores, de 77 años, le gusta andar. Enviudó hace once años. No tuvo
hijos. Sí tiene sobrinos de sus cinco hermanos. Solo que quedan dos. Y rara vez
recibe visitas en casa. “La gente va a lo suyo”, lamenta. “Me quieren mucho, pero es
normal, la gente tiene mucho por hacer”, insiste tratando de descargar
responsabilidades a los demás.
“Menos mal que tenemos este grupito”, apunta. Dolores, aunque torpemente, se
maneja en WhatsApp. Aunque allí no haya muchas compañeras de cuadrilátero.
“Nosotras somos más de llamarnos por teléfono”.
—¿Fijo?
—¡Claro!
“Nos cuidamos, estamos pendientes unas de otras, quedamos para salir, para ir de
viaje… siempre estamos para lo que se nos pide”, detalla Dolores. “Y con el boxeo le
vamos comiendo horas al día”.
—¿A qué le pegaría un derechazo?
—A la soledad.