Cuando le diagnosticaron que era portador del VIH, la vida de Carlos se convirtió en un infierno. Antes de que tuviese que abandonar su casa para no volver nunca más por allí, su familia lo repudió. Los últimos días de convivencia con ellos, su madre arrojaba lejía al suelo a su paso para desinfectar allí por donde su hijo pisaba. No le perdonó nunca haber hecho caer a la familia en aquella "desgracia". Tampoco su padre le perdonó aquello, como si fuera culpa suya. No le volvió a dirigir la palabra. Tampoco quiso saber la verdad.
Carlos tenía 31 años. Vivía en Nigrán (Pontevedra), un paraje incomparable y rural al borde de la playa. Tenía una casa en medio de una de las aldeas que conforman el municipio. Se había enamorado y después casado. Su hija tenía 10 años. Él y su mujer tenían muchas ilusiones puestas en ella y las cosas le iban muy bien. Y así fue hasta el año 2000, el del diagnóstico, cuando todo eso que tenía lo perdió. Entonces se vio obligado a desaparecer, a alejarse de sus seres queridos. Pero ellos actuaron primero: fueron quienes le apartaron de la familia: “No me dejaban ni tocar a mi hija”.
Un error de diagnóstico mantenido durante más de 15 años en el tiempo le arruinó a Carlos la vida para siempre. Ahora, casi dos décadas después, tiene 49 y acaba de ganar el juicio contra el hospital cuyo veredicto le hizo creer durante todo este tiempo que era portador del VIH, y que podía ser contagioso. La vida idílica con su familia se desmoronó por completo. Sus amigos le repudiaron, y su nombre quedó marcado en una localidad de 17.000 habitantes del sur de Galicia.
Era mentira, claro, pero se convirtió en el ‘sidoso’ del pueblo. Ahora, una sentencia de los juzgados de Vigo condena al hospital Povisa a indemnizarle con 60.000 euros por aquella falsa diagnosis. 4.000 por cada año de diagnóstico erróneo.
La historia de Carlos es la de una vida torcida desde el principio por un error gravísimo sostenido durante mucho tiempo. Junto al diagnóstico de VIH, los médicos que le atendieron aquel día le dijeron que tenía también hepatitis B y C. Todo ello consta en la sentencia, a la que ha tenido acceso EL ESPAÑOL.
Después de aquello se echó a perder. Carlos fue un “bala perdida”. Abandonó su vida anterior, a sus más allegados y entró en una espiral de delincuencia que le condujo de un modo irremediable de un delito al siguiente, de una droga a la siguiente, de una cárcel a la siguiente.
En ese entonces era un tipo risueño, alegre y bonachón. En las imágenes que nos ha cedido para el reportaje se puede observar cuál era su aspecto en aquel entonces. Ya no queda nada de aquella persona. Esas fotografías fueron tomadas en los años previos al fatal veredicto. Un tipo sano, de mejillas rollizas y sonrosadas.
Dice su abogada que la delincuencia y el paso por la prisión le ha cambiado por completo. Tres veces trató de suicidarse. Las tres falló en el intento. Carlos sigue su vida en la cárcel pontevedresa de A Lama. Le quedan unos meses para salir, pero siente la necesidad de contar su historia para que un error así no vuelva a ocurrir.
El día del diagnóstico
La primera de las tres vidas de Carlos termina el 16 de febrero del año 2000, justo cuando empieza la segunda. Ese día, acude al Hospital Povisa de Vigo porque tiene “una herida inciso-contusa en la pierna derecha”. Se trata de su centro de referencia, al que le toca acudir por la Seguridad Social. Se ha caído por la calle y se ha hecho un daño realmente importante. Le hacen unas pruebas y le dejan marchar tranquilamente.
Carlos vivía de forma apacible con su mujer y su hija. Tenían una pequeña casa dentro de la finca de sus padres, situada dentro de los terrenos de la vivienda de la familiar. Con él, son 9 los hermanos que forman parte de la familia.
Días después, llega a la casa carta del hospital con los resultados de los análisis realizados. La recibe uno de sus hermanos. En ella se detallaba el alta médica fechada a día 17 de febrero Al abrir el sobre, va directo al apartado de “Otros diagnósticos”. Ahí encuentra las cuatro siglas fatídicas: “VIH. VHB. VHC. ADVP”.
El hermano coge el sobre y se apresura a entregárselo a la mujer de Carlos. La vida de este hombre no había sido la de ningún santo hasta aquel momento. Años atrás, en la veintena, tuvo sus episodios de meterse heroína. Eso sí, ya no consumía drogas ni ninguna clase de estupefaciente. Mucho menos en vena. Nunca se había drogado utilizando una aguja. Por eso su mujer, cuando se enteró, pensó que le había engañado. Que había contraído el virus al acostarse con otras mujeres. Que no le había sido fiel. Ahí se acabó su vida.
Carlos y su mujer comenzaron a acusarse mutuamente acerca del origen del contagio. La relación acabó totalmente rota y no tardaron en separarse. Perdió la relación con sus ocho hermanos y sus respectivos hijos.
El protagonista de esta historia dejó inmediatamente de ver a su hija, que siguió creciendo desde aquel entonces. Tanto él como su mujer tenían miedo a que fuese contagiada. Esa niña creció. Ahora es madre y hace años que no le ve y que tampoco le dirige la palabra. A día de hoy, Carlos tiene un nieto al que apenas conoce.
“Dejó el trabajo. Su mujer le abandonó. Se separaron. Su familia le echó de la casa. En el pueblo quedaron marcados y señalados todos. Al principio, le separaron de su hija porque tenían miedo de que la contagiara. Desde entonces no se habla con ella”. Noemí Martínez, abogada del Colegio de Abogados de Pontevedra, lleva su defensa que ahora puede respirar tranquila tras la victoria de la indemnización sobre la mesa. Conoce perfectamente la historia de este hombre. Pese a la sentencia favorable, la relación con la familia continúa deteriorada.
Para el afectado y su familia, aquello era prácticamente una condena a muerte. Años atrás, Carlos había visto morir a algunos de sus amigos por esta enfermedad. Los años 90 fueron una auténtica lacra en este sentido. Según el Ministerio de Sanidad, a mediados de esa década, el sida alcanzó su mayor grado de mortalidad.
Por eso, su proyecto vital quedó completamente destruido. Sin asumir ni querer aceptar lo que creía que le había ocurrido, Carlos descendió a las profundidades del mundo del crimen. Le dio la espalda a la vida, del mismo modo que ésta le había repudiado a él. La única perspectiva que tenía era la de unos pocos años más, una existencia breve por delante antes de acabar bajo tierra y marcharse al otro barrio. Así que volvió a consumir drogas. Entró en una espiral delictiva con la que encadenó un delito tras otro.
No habían transcurrido ni dos años desde que le realizaron el falso diagnóstico cuando Carlos entró en prisión por primera vez. Era el año 2002. Desde ese momento, ha seguido entrando y saliendo de prisión por los delitos que ha ido acumulando a lo largo de estos años.
La primera vez que durmió en una celda llevaba dos años inmerso en una fuerte depresión. Ya entre rejas, decidió que lo que tenía que hacer era quitarse de en medio. Devastado por la cruz que le había tocado, la del VIH, intentó suicidarse por primera vez. Los funcionarios de la prisión lograron salvarle. Desde entonces, le aplicaron un riguroso Protocolo de Suicidio.
En los años siguientes, trataría de quitarse la vida dos veces más.
La “serofobia”
Todos estos detalles son importantes en la vida de Carlos porque ayudan a entender lo que psicológicamente ha sufrido durante todos estos años. En los pacientes de VIH y hepatitis, el impacto en el día a día y en el entorno social es tal que se acuña para ello el término “serofobia”. Vivir con VIH se convirtió en una suerte de sambenito para Carlos, un estigma indeleble marcado a fuego en su piel. Todos sabían quien era por lo que tenía. Y por eso lo dejaron solo.
En el año 2004, al poco tiempo de que Carlos comenzase su nefasta deriva vital creyendo que era portador de estas enfermedades contagiosas, el Instituto Nacional de Estadística arrojaba un dato desolador. Una cifra que en aquel momento, a sus 35 años, advertía el futuro que le podía aguardar a una persona con la vida ya vida destrozada: en una de sus encuestas, el INE afirmaba que uno de cada tres españoles no estudiaría o trabajaría teniendo al lado a una persona infectada con VIH.
Otro estudio de aquellos años sobre la conducta sexual y de riesgo ante el sida en adultos encontró que un 18,3 % de los españoles no dejaría en compañía o al cuidado de sus hijos a una persona seropositiva.
El juez que ha emitido el veredicto favorable a que se indemnice a Carlos es muy claro en sus palabras, sobre todo en este párrafo de la sentencia del caso, a la que ha tenido acceso EL ESPAÑOL:
-“En la conciencia social, aún hoy en día, ser portador del VIH o de la Hepatitis B es sinónimo de vida desordenada, cuando no libertina o instalada en los malos hábitos y en el vicio. Ser diagnosticado como portador del virus le convierte al sujeto en apestado, y acarrea su muerte civil. A ese entierro virtual, en no pocas ocasiones los primeros que acuden son los familiares, como aconteció en el caso examinado. Así como a una persona a la que se diagnostica una enfermedad potencialmente letal (póngase como ejemplo el cáncer) se le procura el máximo apoyo por parte de su círculo familiar, social e incluso laboral, a quien se le detecta el VIH se le aparta, se le discrimina y se le señala en el ágora”.
El falso diagnóstico de VIH pudo subsanarse en varios momentos: los servicios sanitarios pudieron comprobar en cuatro ocasiones el gravísimo error que se había cometido. A Carlos se le realizaron diferentes analíticas en los años 2005, 2007, 2012 y 2014. En todas ellas, dice el juez, “pudieron comprobar que los resultados de la serología eran negativos, y aun así ni se corrigió documentalmente ni se comunicó al interesado”.
El descubrimiento del falso diagnóstico
Durante todos estos años, Carlos ha estado entrando y saliendo de la cárcel y no ha tenido un trabajo fijo al que aferrarse. En Nigrán, todo el mundo sabía quién era y qué le había pasado. Como para contratarle. “Está muy dolido todavía porque ha perdido muchos años de su vida. Porque en el pueblo le estigmatizaron y le discriminaron”, explica Noemí, su abogada.
En realidad, toda la familia quedó marcada por aquello. Los años siguientes, a su hija la insultaron sin piedad en el colegio. Los padres decían que era un suplicio convivir con “la vergüenza” de haber tenido un hijo así.
En el año 2015, Noemí ya era la abogada de Carlos y le explicó que debía pedir las ayudas sociales que existen en estos casos. Desde la prisión encargaron unas analíticas para confirmar las infecciones. Y ahí se encontró con el resultado real: no tenía ninguno de los virus que le habían diagnosticado. Ni VIH, ni Hepatitis ni nada. Decidieron interponer la demanda al hospital.
Estos días, Carlos celebra desde la cárcel haber podido poner fin a una pesadilla demasiado larga. Ahora solo piensa en salir y en rehacer su vida, en iniciar una posible y redentora tercera parte. “Si no me hubieran diagnosticado esto habría tenido otro hijo”, asegura a EL ESPAÑOL a través de su abogada, Noemí. La letrada también lo lamenta: “Pocas opciones tiene de rehacer su vida. Con historial de delitos menores...”.
Todavía hoy recuerda el desprecio de su madre desde el primer momento que se enteró de que su hijo era portador del VIH. Durante casi 20 años pensó que su hijo, "el del sida", había arruinado la reputación a la familia. La anciana falleció hace unos años. Él todavía lo lamenta. “Lo que más me impactó fue que muriera justo cuando se supo que yo no estaba infectado”. Quizás Carlos nunca sepa si su madre llegó a conocer esta determinante revelación.