En la antesala de su final definitivo, ETA ha emitido uno de sus últimos comunicados para pedir “perdón” por la sangre derramada, pero sólo por la de los asesinados que “no tenían responsabilidad alguna en el conflicto”. “Errores o decisiones erróneas”, así llama la banda a Alberto Muñagorri, el niño de 10 años que quedó mutilado en 1982 tras dar una patada a una mochila bomba que no era para él. También a Daniela Velasco y a Daniel Garrido Velasco, madre e hijo asesinados en 1986 en San Sebastián junto al padre de familia, el general Rafael Garrido. La banda lo dejó claro entonces: lamentó la muerte de madre e hijo. Sólo de madre e hijo.
La retórica del terrorismo etnonacionalista, presente en el último comunicado de ETA, ha vuelto a recrear en el imaginario colectivo su macabra e histórica distinción entre víctimas inocentes y víctimas culpables. Las primeras, a ojos de la organización criminal, fueron una suerte de daño colateral. Las segundas, no. Orgullo, por tanto, por la sangre derramada de periodistas, de políticos, de jueces, de empresarios. Y de una niña llamada Coro.
15 de abril de 1991. Ese lunes negro es el punto de partida de uno de los relatos más salvajes de la historia del terrorismo de ETA, un relato ennegrecido aún más por el orgullo que la propia organización criminal mostró tras matar. Se llamaba Coro Villamudria Sánchez, tenía 17 años y esta es la historia de cómo murió alguien que no había empezado a vivir. Lo cuentan los ojos húmedos de su hermana gemela Josune, que presenció cómo el terrorismo se llevó por delante a golpe de llamas las ilusiones de toda una familia.
Miedo y huida
Atiende al periodista por teléfono mucho tiempo antes de que ETA emitiese su último comunicado, desde una ciudad que no es San Sebastián porque 72 horas después del atentado padre, madre y tres hermanos escaparon a toda prisa de la capital donostiarra sin siquiera recoger muebles, ropa o pertenencias personales. El “miedo” provocó la espantada en ambulancia de heridos en atentados terroristas que no se atrevieron a sanar sus graves heridas en Euskadi. “El miedo”, insiste Josune.
Aquel lunes Jesús Villamudria, policía burgalés de 46 años destinado en el País Vasco, se despidió de su mujer en el domicilio de San Sebastián en el que vivía la familia, un séptimo en el 13 de la calle Eustasio Amilibia. Llegaron a esa casa tras mudarse de los bloques de viviendas de la Policía Nacional en el barrio de Txintxerpe, atacados con granadas en noviembre de 1990 y en febrero de 1991. Como todos los días, era Jesús quien se encargaba de llevar a Coro y a Josune al Instituto La Paz; a Luis, de 15 años, al colegio Maristas de Champagnat; y a Leyre, de doce, al colegio Eucarístico San José.
El relato de la explosión
Los pequeños puede que aún no lo notasen o que simplemente no se pronunciasen, pero Coro y Josune tenían 17 años y ya se percataban de miradas punzantes, de ojos acusadores, de reproches en forma de gestos. “Todo el mundo te señalaba con el dedo. Todavía tengo una buena amiga allí, pero había gente muy mala. Les inculcaban odio [a los niños]. No había buen ambiente para los hijos de policías”, recuerda.
Todo el mundo sabía a qué se dedicaba Jesús. ETA también y así lo dejó claro un 15 de abril. Llovía. Los críos abandonaron la vivienda y se encaminaron hacia el coche de la familia, un Renault 25 metalizado aparcado en la calle. La madre de los chavales, Luisa Sánchez, aguardaba como todos los días desde la ventana de la vivienda para poder despedirse de sus hijos y de su marido. De lo que Luisa no se percató desde esa ventana fue de cómo la fortuna se cebó con Coro y salvó la vida a su gemela: “Súbete tú delante si quieres”, le dijo Coro a Josune. “No, súbete tú, que yo prefiero ir detrás”, respondió la gemela. Así sucedió.
Los niños en el coche. Coro, delante. Josune, Luis y Leyre, detrás. Luisa, en la ventana del séptimo piso. Jesús, fiel a sus rutinas, cogió las mochilas de sus cuatro hijos, abrió el maletero, las metió allí y lo cerró. En ese preciso instante una bomba lapa colocada en los bajos del vehículo y a la altura del asiento del conductor se accionó. La explosión fue brutal. Las llamas envolvieron el vehículo mientras la madre de los pequeños gritaba, mientras asistía a aquel horror desesperada y sin poder hacer nada. Las llamas, de hecho, se sienten en el relato atropellado de la hermana gemela de Coro, quien intentó reclamar la atención de su hermana mientras el fuego envolvía a los cuatro niños: “Fue al meter las mochilas en el coche... Yo sabía que era una bomba... Sabía que estaba muy mal porque mi hermana no se movió, pero no pensaba que se fuera a morir. Éramos gemelas, yo sentía algo. No me decía nada”.
Nadie se acercó a socorrerles
El caos se apoderó de una calle repleta de escolares que en ese momento pasaban en autobús. Gritos, llantos, fuego y humo. Luis salió despedido a quince metros del coche y fue recogido del asfalto mojado por un chaval de unos 15 años que le llevó hasta un portal cercano por temor a una segunda explosión. Pero nadie, “nadie”, se acercó a socorrer a los niños que estaban ahogándose en un mar de fuego. “Solo un barrendero. Fue el único. Hasta que llegaron las ambulancias y los policías nacionales... Mi padre fue el que nos sacó a todos del coche. Él solo”, narra Josune. Cuando Jesús logró liberar a Coro de aquel amasijo de hierros, la cría aún respiraba, pero apenas le quedaba un hilo de vida. Se apagó a las dos horas y media en la Residencia Sanitaria de San Sebastián.
El complemento al suplicio de la familia de Coro llegó en el hospital. Allí un funcionario, al entregar los objetos personales de la fallecida a su madre —unos pendientes y una medalla—, creyó conveniente incluir en ellos la chaqueta aún empapada en sangre de la niña. “No sé por qué lo hizo, no sé por qué se la dieron”, cuenta Josune. La gemela añade que tuvo que pedir unas muletas prestadas a una enferma para poder asistir al funeral de su hermana asesinada. Cuenta además que aunque Leyre se lo preguntó, no fue capaz de decirle que su hermana Coro había muerto. Incide en que a los dos días del entierro no aguantó más y se lo anunció a su madre: “Me quiero ir”.
No hicieron ni las maletas. La situación era complicada. Este era el pronóstico de Leyre, de doce años: “Politraumatismo, fractura de ambas piernas, heridas faciales, hematomas palpebrales y cuerpos extraños en sacos conjuntivales”. Las primeras en huir de forma apresurada de la ciudad fueron Luisa, Josune y Leyre. La familia pidió una ambulancia para que Leyre, intubada y con suero, pudiera hacer el viaje con Luisa y con Josune, con la pierna totalmente vendada y llena de metralla. El hospital accedió, pero la ambulancia que la familia obtuvo estaba llena de “goteras”. “Mi hermana iba escayolada, con los oídos y un ojo tapados. Mi hermana tenía que ir con suero, pero como no había médico ni enfermera y mi madre no sabía ponerlo, se lo quitaron”, matiza Josune.
El viaje en ambulancia
En la ambulancia solo viajaron el conductor, Luisa y Leyre. El miedo, otra vez el miedo, obligó a que el vehículo realizara un trayecto de cerca de cinco horas del tirón, sin paradas y a no más de 80 kilómetros por hora dado el estado de la ambulancia. Ni siquiera pararon en busca de mantas cuando madre e hija herida se vieron incapaces de soportar el frío del húmedo habitáculo. Fue un segundo coche camuflado de la Policía Nacional, en el que viajaban Josune y un compañero de Jesús Villamudria el que tuvo que desviarse hasta Burgos y pedir mantas a un cuartel de la Policía para más tarde y a toda prisa dar caza a la ambulancia y tapar a Luisa y a Leyre, que en su estado casi ni oía ni veía.
Al llegar a una ciudad emplazada lejos del País Vasco, Leyre y Josune fueron ingresadas en un hospital. La primera permaneció allí dos meses y medio; la segunda, cuatro. Y durante ese lapso “alguien de la Administración” fue a ver a la familia a las instalaciones sanitarias cuando los padres de las pequeñas no se encontraban en el hospital. Como allí no estaban ni Jesús ni Luisa, hablaron con Josune, la mayor. Así se lo dijeron: “El que se tenía que haber muerto es tu padre para que a tu madre le hubiera quedado una pensión”. La chica, a la que ETA obligó a madurar a golpe de fuego, se derrumbó.
Y vuelve a hacerlo “siempre que se acerca el 15 de abril”. Lo cuenta: “A mi hermana nunca la voy a olvidar. Días antes de todos los 15 de abril mi marido me lo dice: ‘No llores más’. Me dice que no puedo hacer nada, que lleve a mi hermana en el corazón... Pero tendré setenta años y seguiré sin olvidarlo. Está bajo tierra, pero solo pienso en todo lo que se está perdiendo”. El dolor se siente en cada palabra de Josune, pero se vuelve punzante cuando de forma improvisada anuncia que cuando se quedó embarazada hubo algo que la obsesionó: “No quería tener gemelos”.
La historia de Coro no es sólo el relato de cómo murió alguien que no había comenzado a vivir. Es la historia de cómo ETA logró que uno de sus atentados más brutales fuera recordado más por el odio que imprimió en su comunicado de reivindicación que por la propia acción terrorista. En un texto publicado el 24 de abril de 1991 en la página 4 del diario Egin, la banda reivindicó siete atentados, uno de ellos el que acabó con la vida de Coro. En él acusó a Jesús Villamudria de utilizar a su familia “como escudo” en el atentado. Como justificación, ETA añadió que “Koro Villamudria quería ser policía [sic]”. Hoy, como ayer, lo que queda de la banda sigue justificando la sangre derramada de periodistas, de políticos, de jueces o de empresarios. También la de una niña llamada Coro.
***Juanfer F. Calderín es periodista y autor del libro “Agujeros del sistema: más de
300 asesinatos de ETA sin resolver (Ikusager)”