“Yo también estuve a punto de suicidarme. Un día cogí la pistola con la idea de pegarme un tiro. Siempre he practicado tiro olímpico, por lo que tengo licencia de armas. Una tarde agarré el arma y me fui a las Tres Chimeneas de Sant Adrià del Besòs (un lugar apartado) con la intención de volarme la cabeza. Estando allí se me vino a la mente la imagen de mi hija pequeña. Por eso me arrepentí y no me quité la vida”.
Lo cuenta Javier García Martín, un barcelonés de 47 años que ha visto de cerca tantas veces la muerte ajena, que al final ha quedado seriamente afectado. Javier pensó en quitarse la vida porque era conductor de metro en Barcelona y ha tenido la desgracia de que se le han suicidado ocho personas arrojándose a su convoy.
“No sé si será el récord, pero probablemente. Normal no es. Un caso único es lo que me pasó en 2013. El 13 de diciembre se me suicidó una persona. Me dieron unos días de baja laboral. Volví 13 días después, en San Esteban, 26 de diciembre. Y ese mismo día que yo me reincorporaba, se me suicidó otra persona”.
Fue entonces cuando dijo basta. Fue entonces cuando entró en una profunda depresión que le llevó a engordar casi hasta los 150 kilos, a no tener ganas de vivir y a pensar seriamente en el suicidio. Fue entonces cuando dejó de conducir para siempre.
El metro le salvó la vida en los 90
Pero esta historia empieza antes, mucho antes. En la Barcelona preolímpica. A finales de los 80, Javi era un adolescente conflictivo que sólo tenía un aliciente en la vida: ser motorista (conductor) de metro igual que su padre. “Es algo que he mamado desde pequeño, cuando yo todavía ni hablaba y ya 'conducía' el metro en las rodillas de mi padre”, rememora.
El metro fue lo que convirtió a un adolescente conflictivo en un hombre de provecho: “Con 20 años entré a trabajar en TMB y eso me enderezó. Digamos que me salvó la vida. Cambié para bien. Dejé de meterme en líos. Había conseguido mi sueño”, confiesa. Entró a trabajar como jefe de tren: “En el metro iban dos trabajadores: el motorista, que es el que conduce, y el jefe de tren, que va con él y es el que da autorización para arrancar en cada estación”. Eran finales de 1990 y le adjudicaron el tren número 13. Un número que le ha acompañado toda su vida.
El sueño se convirtió, a la larga, en pesadilla. Y es que no tardó ni seis meses en experimentar la cara amarga de su profesión. Los suicidios. “Es muy habitual; más de lo que la gente se imagina. En Barcelona, más de la mitad de los suicidios que se dieron el año pasado fueron personas que se arrojaron al metro”, desvela. En su caso, no tardó ni medio año en sufrir “el primer piscinazo, o barrigazo, como llamamos coloquialmente los conductores a este tipo de suicidios”.
Suicidada por ser mala estudiante
Fue el primero de una larga lista, pero también uno de los que más le ha marcado: “Era junio de 1991 y acababan de repartir las notas en los colegios. Recuerdo que entré con el tren en la estación del Hospital Clínico y vi que una chica corría como si fuese a perderlo. Al llegar a nuestra altura se nos lanzó contra el cristal. La víctima era una niña de 16 años que llevaba una carta en el bolsillo pidiéndole perdón a su padre por ser mala estudiante”. Todavía le cuesta recordar aquel episodio.
Eso sucedió en verano de 1991. Entre ese año y 1997, a Javier se le suicidaron dos personas más. “La segunda fue en la estación de Lesseps y la tercera en la de Fabra i Puig. En ambos casos, cuando vinieron las asistencias, los suicidas todavía estaban vivos. Muy malheridos y sufriendo, pero vivos. Porque eso es una cosa que la gente no sabe: que aunque tirarse al metro sea un método muy habitual para quitarse la vida, es de los menos fiables que hay. Nosotros entramos en la estación a 45 kilómetros por hora. No es una velocidad vertiginosa. Hay muchas posibilidades de que la persona no se muera, pero le queden unas lesiones tremendas de por vida. Mutilado para siempre”.
Suicidio para acabar con los malos tratos del marido
Eso fue lo que le sucedió en su cuarto caso. “Fue el primero que me pilló ya como motorista, porque en 1997 dejé de ser jefe de tren y empecé a llevar yo el metro”. No tardó mucho en llegar el cuarto caso, que en este caso quedó sólo en intentona: “Fue en la estación de Besós, al lado del barrio de La Mina. En el andén había un gitano pegándole una paliza a su mujer. Cuando pasé yo con el metro, ella se tiró a la vía. No se murió pero el convoy le cortó un brazo y una pierna”.
El quinto episodio tuvo lugar en la estación de Torrasa: “No recuerdo el año. Antes de 2005 seguro, que fue cuando me pillé una excedencia del trabajo. Este quinto caso fue un toxicómano que iba corriendo por la estación. Huyendo de algo, parecía. Saltó a las vías y lo atropellé. A ese también lo sacaron vivo, con suero y eso, pero iba muy mal y se murió enseguida”.
Un paréntesis en su vida
Con cinco basta, debió de pensar Javier, que en 2005 dejó el trabajo de forma temporal: “Eran los días de la construcción y me tomé un tiempo para probar en una empresa familiar”. No salió bien. Ni el proyecto, ni estar fuera del las vías, que era la pasión de su padre “al que, por cierto, mataron en el 93. Fue a llevar a mi hermana al trabajo. Cuando la dejó, un borracho iba conduciendo y le atropelló. Mi vida ha sido bastante dura, como ves”, recuerda.
Volvió a conducir el metro seis meses después, “con ganas, con energías renovadas. Parecía que había dejado atrás aquella pesadilla. Pero un par de años más tarde, llegó el sexto suicidio. “Fue en la línea 3, en la estación de Poble Sec. Un hombre que estaba agachado. Aunque intentas frenar no te da tiempo, lo atropellas. A aquel también lo sacaron vivo de allí pero muy malherido”.
Todos estos casos curten. “Hay conductores que en toda una vida no atropellan a nadie. Y yo pues mira… Pero con eso lo que consigue uno es aprender a conservar la calma, porque cuando pasa una cosa de esas, además del drama que supone, es un follón para el que conduce y para el resto de pasajeros. Hay que evacuar el tren, avisar a las asistencias, evacuar la estación, hay que esperar que vengan los bomberos… Y eso ahora que ellos ya tienen la autorización para llevarse a la persona, pero antes había que esperar a que llegase el juez para hacer el levantamiento de cadáver y eso suponía horas. Hay conductores que en esas situaciones pierden los nervios, pero yo siempre he conservado bien la calma y la sangre fría”.
El funesto diciembre de 2013
Pero aunque uno parezca llevarlo bien, estos casos van medrando por dentro. Y explotaron en 2013. Javier llevaba ya más de cinco años sin un hecho luctuoso, y en diciembre de 2013 se le juntaron dos. “El primero, que era el séptimo suicidio que yo he sufrido, era un chaval joven que se tiró de cabeza contra el cristal de mi cabina en la estación de Poble Nou, en la Línea 4”, cuenta Javier, haciendo especial hincapié en la experiencia tan dura que es verle la cara a una persona a la que “de alguna forma, aunque sea sin querer, contribuyes a su muerte”.
Javier se tomó 13 días de baja. Estuvo en Francia visitando a unos familiares. Volvió a Barcelona el 26 por la mañana, día de San Esteban (festivo en Cataluña). “Yo podía no haber trabajado ese día: libraba el 27, 28, 29 y 30. Pero como estaba saliendo de una baja, tampoco quería pedirme un día más de fiesta”. Por eso volvió a ponerse a los mandos del metro. Se reincorporó a trabajar a las doce de mediodía, y por la tarde…
“Yo entraba despacio en la estación de La Barceloneta. Despacio porque todavía tenía muy presente el último suicidio. Es como cuando te atracan. Cuando vuelves a salir a la calle, piensas que todo el mundo te va a atracar. Pues con esto es lo mismo. Después de un suicidio, cuando te reincorporas, ves a alguien corriendo por la estación y piensas que se te va a tirar”.
La última mirada
Por eso iba lento. Lo que no imaginaba era que su octavo caso de suicidio no iba a venir corriendo desde el andén: “Era un señor mayor, de unos 80 años. Bien vestido. Se había arrodillado en las vías y tenía puesta la cabeza en el raíl. Poco antes de llegar a su altura giró la cabeza y me miró a los ojos. Fue lo último que vio, y yo no me he podido sacar de la cabeza esa última mirada”.
Murió en el acto. “Un compañero me había recibido por la mañana haciéndome bromas, diciendo que yo era un gafe. Cuando por la tarde se enteró de que se me había suicidado otro, me pidió disculpas”. En ese octavo caso, Javier actuó como siempre: “Conservé la calma, desalojé el pasaje y tranquilicé a mi compañero, que llevaba poco tiempo trabajando y nunca había tenido un caso”.
La depresión
Javier actuó normal… en ese momento. Pero algo se rompió en su cerebro. No pudo más. Explotó. Eran ya ocho suicidios en toda su vida, dos de ellos consecutivos en sólo trece días, el último sucedió justo el día que se reincorporaba, esa última mirada del suicida, esa mirada… “Dice el médico que es como si alguien hubiera metido un dedo en mi herida y hubiera apretado”. Javier cogió una baja laboral y así estuvo 11 meses. “Entré en depresión. Me mandaron medicación, no tenía ganas de nada. Engordé muchísimo. Me puse en 148 kilos. Me sentía inútil”. Fue durante esa época cuando estuvo a punto de quitarse la vida pegándose un tiro.
Javier pensó, ocho meses después, que volver a trabajar le ayudaría: “Intenté volver a conducir en agosto de 2014, pero ese mismo día hubo un percance en la estación de La Barceloneta. Unos manteros estaban huyendo y uno de ellos saltó a las vías. No lo atropellé, pero yo tuve un ataque de ansiedad y volví a estar de baja”.
Para entonces, desde su empresa ya habían tomado la decisión de buscarle acomodo en otro puesto. Es donde está ahora. Cinco años después de aquel momento en el que tocó fondo, ha dejado de conducir trenes. Sigue en la misma empresa, pero se encarga de la parte de seguridad: “Hago, por ejemplo, los controles de alcoholemia y drogas a los conductores de metro. Curioso que yo me dedique a eso y que a mi padre lo matase un borracho que lo atropelló”, recuerda.
El metro, la peor opción del suicida
Ahora se ha decidido a hablar. A explicar su caso para intentar ayudar a otras personas. “El suicidio es un tema tabú, en la sociedad y en los medios. Pero se tiene que hablar. Hay muchas cosas que explicar. En mi caso concreto, a todo el que se quiera quitar la vida, decirle que no lo haga. Pero que además, el metro es una opción muy mala. En Barcelona hubo 583 suicidios el año pasado y un centenar de ellos fueron tirándose al metro, que es un método que no es fiable. No se matan. Sufren mucho y si sobreviven, les quedan secuelas de por vida”.
También “que piensen en lo que provocan cuando se tiran al metro. Los suicidios me destrozaron la vida sin tener yo nada que ver con ello. Yo podría estar un psiquiátrico. O muerto. He tenido depresión, ansiedad, he estado con ansiolíticos… y yo no he hecho nada malo para encontrarme en esa situación”.
Una vida tatuada en sus brazos
Ahora Juan da charlas para intentar evitar los suicidios. Para no olvidar, ha tatuado parte de su vida en su cuerpo. En el brazo izquierdo lleva serigrafiado el metro con el número 13: “Es el que me tocó desde el principio. Alguna vez me han dicho que igual a mí se me ha suicidado tanta gente porque dicen que es el número de la mala suerte y por eso lo escogen para quitarse la vida”. En ese tatuaje, justo delante del convoy, a la altura de su muñeca, hay una tumba con la bola 8 de billar, la negra. La mala. “Es el número de suicidios que me ha tocado sufrir”.
En el otro brazo lleva tatuado un reloj de arena y la pregunta “Qué tiempo me das”, porque ver la muerte tan de cerca le ha hecho replantearse muchas cosas. “Yo esto de las charlas lo hago por ayudar. Porque también he estado a punto de quitarme la vida, y si no lo he hecho ha sido por esa imagen de mi hija justo cuando iba a pegarme un tiro. Después te das cuenta de que es el momento, sólo ese momento. De que se te pasa. De que luego te arrepientes. Se te pasan esas ganas de matarte, pero si llegas a dar el paso… no tiene vuelta atrás”.