Mustafa, la pareja de Leyre González Justo, apartó a la joven -de 21 años- de su casa, la llamaba continuamente para saber dónde y con quién estaba, le restringía las salidas, no dejaba que ningún hombre se le acercara o estableciera cualquier tipo de contacto con ella y le faltaba al respeto. Todo esto son signos evidentes de violencia de género que la víctima nunca se atrevió a denunciar. El lunes pasado, él la apuñaló hasta la muerte en la vivienda que compartían en la localidad granadina de Dúrcal.
El presunto autor de los hechos, un hombre de 39 años de origen marroquí, ingresó en prisión provisional comunicada sin fianza el pasado jueves. Actualmente, se encuentra a la espera de ser juzgado por un supuesto delito de homicidio. No tiene denuncias previas por maltrato.
“Él la tenía muy controlada”. Son palabras de Belinda Justo, de 40 años y madre de Leyre, que durante toda la semana ha dado la cara por su hija ante los medios de comunicación. La mujer, que lleva dos años padeciendo artritis, está destrozada por la pérdida pero aguanta el tirón ante los flashes de los periodistas que la fotografían. “No me gusta llorar delante de las cámaras”, aclara. Belinda cuenta para EL ESPAÑOL cómo vivieron Leyre y ella los cinco años que duró la relación de su hija con Mustafa.
Leyre era una chica “rebelde y muy risueña”, a la que se le pasaban las horas mientras se reía “de sus tonterías” con su madre. Ambas eran uña y carne, y tenían los mismos gustos: viajar, ir a la piscina y salir a comer en terrazas. Pero la joven “lo ocultaba todo detrás de una sonrisa” y su familia nunca pudo ser plenamente consciente del drama que sufría por culpa de su pareja.
Mustafa arrancó a Leyre de su hogar
Mustafa y Leyre se conocieron cuando ella tenía tan sólo 16 años. Poco después, la chica tuvo que pasar una temporada reclusa en un centro de menores: “Se escapaba continuamente de casa y no iba a la escuela”. Cuando salió, su relación se consolidó y los problemas comenzaron.
Al año siguiente, Belinda les encontró “en la cama”. Su hija era menor de edad, pero él ya tenía 35 años y la madre “podría haberlo denunciado perfectamente”. No lo hizo porque tenía miedo de que pudiera perjudicar a su hija menor, Karima, de 12 años. “No quería que me pudieran culpar de algo”, se excusa. Las relaciones se tensaban cada vez más.
Una semana después de que Leyre cumpliera 18 años, Mustafa se la llevó a vivir con él, ante la impotencia de su madre. “Si ella se quería ir, se iba a ir; ya era mayor de edad”, se lamenta la mujer. Al principio se trasladaron a una casa en el mismo barrio de Granada que Belinda pero, tras varios problemas, la pareja se fue alejando de ella. Hace poco más de un año se mudaron a la que sería su última residencia, la de la calle Escribano en Dúrcal.
Entonces fue cuando el maltrato de Mustafa se hizo más evidente. Era un hombre “celoso y obsesivo”, que llegó a pelearse con un chico que le había pedido fuego a Leyre porque “creía que quería algo con ella”. Karima, la hermana menor de la víctima, pasó una temporada viviendo con la pareja, pero no pudo aguantarlo por mucho tiempo: “Me agobio mucho porque siempre se están peleando”, le contó a su madre.
Su obsesión era el control
La obsesión de Mustafa era controlar a su pareja. Si veía un número de teléfono que no conociera en el móvil de Leyre, llamaba rápidamente para comprobar si era un hombre. Cuando ella le decía que quería irse a Granada a comprar algo, él se llevaba el coche pronto por la mañana para que su novia tuviera que quedarse en casa, prácticamente reclusa. Le aterraba la posibilidad de que ella le pudiera cambiar por otro.
Él ignoraba en reiteradas ocasiones a Leyre. “Ella quería estar todo el día con él (...), que siguiera su ritmo, pero a él no le interesaba”, relata la madre. Le gustaba quedarse sentado, con su móvil “mirando sus vídeos musicales y otras cosas”. Apenas mantenía conversaciones con Belinda o con su hija. Se limitaba a aportar dinero a la unidad familiar y a cuidar de su hijo por las noches. Esto no sentaba bien a su pareja. “Ya te has puesto los cascos y no hablas”, le reprochaba la joven.
Sin embargo, Leyre no podía hacer lo mismo con Mustafa. “Cuando él salía y tardaba cinco horas en volver le molestaba que mi hija le llamase, pero si luego ella se iba a tomar algo, él no paraba”, se queja Belinda. La mujer recuerda cómo uno de los últimos desayunos que compartió con su hija se quedó en un café rápido por la insistencia de su pareja.
Ambos discutían habitualmente y “todo lo hacían chillando”. Leyre era una joven con mucho carácter y a su pareja no le gustaba que fuera tan insumisa. Él se lo iba guardando todo hasta que terminó por arrebatarle la vida a puñaladas en el domicilio que compartían en Dúrcal.
Madre e hija: uña y carne
La vida de Leyre siempre estuvo marcada por la tragedia. Su madre, Belinda, también fue víctima de malos tratos a manos de su padre. “Él venía borracho a casa y me insultaba, me llamaba puta”, relata la mujer, que se vio obligada a enviar a su hija a vivir con su abuela para protegerla de su marido.
A pesar de todas las dificultades, Belinda y Leyre estaban muy unidas. Ni siquiera la conducta absorbente de Mustafa logró separarlas lo más mínimo. “Mi hija era muy loca, en el buen sentido”, sonríe la primera con tristeza. La joven tenía pocas amigas y no era mucho de salir, así que con quien más se divertía era con su madre: se iban de tapas, sacaban a pasear a “los nenes”, e incluso hicieron un viaje solas.
Fue unos meses antes del asesinato de Leyre. Su abuela residía en Asturias desde hacía varios años y llevaba mucho tiempo sin verlas. Madre, hija y varios familiares cogieron el autobús y emprendieron la marcha a casa de la anciana. “Fue una locura, pero nos encantó”, ríe Belinda, que guarda con gran cariño uno de los últimos recuerdos más especiales que tiene con Leyre.
Madre e hija pasaban horas y horas hablando por teléfono. “Hacíamos como diez videollamadas al día, no parábamos”. Pero Mustafa se encargó de que nunca volvieran a hacerlo. Ahora el hijo de Leyre vive con su abuela, que sigue sintiéndose fuerte a pesar de todo. “He aprendido a tener un corazón más duro. Llorando no se arregla nada.”