Miguel Ángel huye del atropello de palabras. No habla sin medida. Lo hace pausadamente, escogiendo discurso y seleccionando ideas. Un día decidió contar su historia en la intimidad; ahora lo hace de forma pública. Siente que tiene una deuda con las próximas generaciones. Él, cuando tenía 16 años, sufrió abusos sexuales. Un cura se aprovechó de él. Le tocó los genitales y lo besó en la mejilla y en los labios. Lo dejó marcado. Aquellos días los vivió con el pánico inocente del niño que no entiende muy bien qué está pasando. La persona en la que confiaba, su “segundo padre” –como reconoce–, lo traicionó. Por eso, muchos años después, mantiene la firmeza de su lucha: quiere que los delitos por abusos y las agresiones sexuales tarden más en prescribir (lo hacen en cinco y 10 años respectivamente).

A sus 36 años, las secuelas las ha ido calcinando en su memoria. No olvida, pero tampoco actúa condicionado por su pasado. Vive en Londres desde hace seis años. Allí, como otros muchos españoles, llegó por motivos laborales. Sus estudios en medicina y su residencia en psiquiatría no le sirvieron para quedarse en España. Tuvo que emigrar, encontrar trabajo y hacerse un hueco. Y, en este tiempo, lo ha conseguido. Trabaja en un centro de salud mental de 09:00 a 17:00 horas donde ejerce como psiquiatra. Ahora, su mente sólo alberga problemas generacionales: qué hacer el día que el Brexit se haga efectivo, dónde comprar un piso o qué papeles hay que presentar para pedir la nacionalidad británica.

Su vida, convencional, choca con su pasado. Hace una década, un cura abusó de él. “Nunca utilizó la fuerza, pero me manipulaba, me tocaba...”, reconoce en conversación con EL ESPAÑOL. Tenía 16 años y, en un un primer momento, no se lo contó a nadie. Lo traicionó el cura en el que confiaba. Era la persona que lo había ayudado cuando tenía problemas familiares. Y le afectó. Perdió la fe. Dejó de creer en Dios. “Es normal. También hay secuelas espirituales. Hay quien sigue pensando que existe algo pero deja de ir a la iglesia. Otros, le damos la espalda totalmente”.

Miguel, llevando las firmas al Congreso.

Años después, se atrevió a iniciar una petición en change.org. Recogió firmas y fue al Congreso. Entonces, todos los partidos políticos les apoyaron. Incluso Pedro Sánchez, días antes de las elecciones, les contestó comprometiéndose a “estudiar su propuesta con atención”. “Los socialistas comprendemos el dolor y las reivindicaciones de las víctimas de delitos de abusos sexuales (…) Es fundamental trabajar para terminar con esta lacra”, añadió en su carta. Sin embargo, esas intenciones se perdieron por el camino. Ahora, la comisión de la infancia del Congreso no se ha querido reunir con ellos para que les entreguen su petición.

Pero Miguel Ángel no se rinde. Su propuesta la titula con un “no habrá paz para los malvados”. Su historia, una de tantas, le recuerda cada día su compromiso con las próximas generaciones. Al fin y al cabo, él fue un niño normal. Nació en Barcelona (1982) en una familia católica. Sus padres iban a la iglesia y él, como otros muchos chicos de su edad, hizo la comunión y la catequesis. Y entonces cambió todo…

"ME DECÍA QUE LA MASTURBACIÓN NO ESTABA BIEN"

Un amigo le instó a unirse a un grupo de jóvenes católicos. “Empecé a ir y, al principio, había muy buen ambiente. Lo dirigía un sacerdote y lo pasábamos bien”. Entonces, tenía 14 años, era un crío. “Y empecé a tener una serie de problemas familiares. Estaba triste y bajo de ánimo. Un cura se fijó en mí y, al verme mal, se acercó y me dijo que quería verme en privado, que si necesitaba ayuda o apoyo, podía contar con él”. Y se fue ganando su confianza. Poco a poco, sin mostrar malas intenciones. Su relación se forjó entre conversaciones mundanas y relatos de la vida diaria. “Yo le cogí cariño. Era como mi segundo padre. Cuando tenía dificultades, lo comentaba con él”.

Hasta que aquellas buenas maneras se fueron desvaneciendo con el tiempo. En las excursiones de los fines de semana, su tono fue cambiando. “De temas normales pasamos a sexuales. Me decía que la masturbación no estaba bien. Me metía las manos por debajo de los pantalones y me tocaba los genitales. Los abusos comenzaron cuando él se empezó a meter en las habitaciones por la noche. Las reuniones dejaron de ser comunes para ser individuales”, recuerda Miguel. “Es esa etapa en la que el abusador se gana tu confianza para que después no puedas reaccionar”, añade.

Miguel, en Naciones Unidas.

Miguel, al principio, no se lo contó a nadie. No se atrevía. Huyó del grupo. Sin embargo, pasado un tiempo, cuando tenía 17 años, sí que se lo hizo saber a los sacerdotes para que tomaran medidas. “Él seguía en contacto con niños y me daba miedo que otros pudieran sufrir lo mismo que yo. La iglesia tenía la obligación de comunicárselo a la Policía para que lo investigara. Sin embargo, no lo hicieron”. Todo se quedó en casa.

Pero Miguel no quiso dejarlo ahí. Con 18 años, se lo reveló a sus padres. “Mandaron una carta al superior para que tomara medidas”. Sin embargo, aquello no prosperó. Desde la institución respondieron apartándolo del grupo, pero pidieron que el incidente no fuera a más, que el abuso del cura se quedara allí y se solucionara internamente. “Yo no lo volví a ver ni fui al sitio donde habían abusado de mí”, rememora.

EL COMIENZO DE SU LUCHA

El abuso se quedó marcado en la piel y en la mente de Miguel. Durante cinco o seis años, tuvo que ir al psiquiatra. Aquello le afectó en las relaciones sociales. “Cuando estás aprendiendo a socializar te chocas con el abuso. Tienes una imagen distorsionada de lo que es estar con la gente”. De ahí sus problemas para hacer amigos o tener pareja. Incluso, para mantener la cordialidad con sus jefes. Todo eso lo ha ido atemperando con los años y con la comprensión de la mente humana a través de la psiquiatría, su profesión.

Mientras, ha intentado que su lucha prospere. A los 22 años, consultó a un abogado, pero no le sirvió de nada. “Me di cuenta de que el delito había prescrito (antes lo hacía a los tres años)”. Estudió medicina e hizo la residencia en psiquiatría. Se fue a Inglaterra y decidió que tenía que hacer algo a raíz del escándalo de Jimmy Sevile, presentador de la BBC que había estado abusando sistemáticamente entre 1955 y 2009. Entonces, en Reino Unido, donde ese tipo de delitos no prescriben, investigó a 1.400 figuras relevantes por delitos contra menores. Muchos fueron condenados después.

Miguel, en la ONU

Ese es el motivo por el que inició una petición en change.org para pedir que estos delitos tarden más en prescribir. Hasta el momento, han recogido más de 450.000 firmas apoyándolos, pero no es suficiente. Necesitan que los políticos lo entiendan. “Actualmente, cualquier abusador puede seguir dando clase o estar en un grupo y que no le ocurra nada”.

Su proposición no es ni siquiera que este tipo de delitos no prescriban. Así es en los países anglosajones de la common law, en algunos de latinoamérica (Argentina o México) y otros europeos (Suiza u Holanda). No, lo que él quiere es que se implante el modelo alemán, que establece que las víctimas tienen hasta los 35 años para los delitos de abusos y hasta los 45 para los de agresión, tal y como propone el Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona, Víctor Gómez Martín.

Esa es su lucha. Miguel no piensa abandonarla. Ha decidido contar su historia, ‘desnudarse’ –metafóricamente– para que las próximas generaciones puedan denunciar a sus agresores. Sabe que es una necesidad, que no hay otra manera. Dejó de creer en Dios, pero no en la justicia. La vida le ha enseñado que ese es el camino. No hay otro. Va a seguir adelante. Sólo pide que le escuchen los grupos políticos. No es mucho, pero, de momento, sería suficiente... 

Noticias relacionadas