—¿Ha leído el periódico esta mañana? Menudo panorama...
—A ver, déjeme echarle un ojo a la portada. “Intentona sediciosa en Asturias, manifestada con huelgas, desmanes y crímenes de los sediciosos en distintos puntos de España”. (...) Mucho tiempo ha tardado en estallar todo...
—Y mire en las páginas de Deportes, ¡hasta se ha suspendido el derbi de mañana en Vallecas! Que dice el secretario de la Federación Castellana que el partido entre el Atleti y el Madrid no se puede jugar “en atención a las circunstancias actuales”.
—Ya no nos queda ni el fútbol… Anda España revuelta, querido amigo.
Madrid amanece el 6 de octubre de 1934 todavía conmocionada por los sucesos del día anterior. Los obreros habían amenazado con celebrar una huelga general que paralizase la ciudad entera, como en otros puntos del país, pero el paro ha resultado un fracaso. La crispación social desembocó en un pequeño derramamiento de sangre en el barrio de Prosperidad, donde un guardia de asalto y un revolucionario fallecieron a causa de un tiroteo. El resto de incidentes de la jornada se saldaron con un puñado de heridos y varias decenas de detenidos, una anécdota comparada con lo que se avecinaba en las próximas horas: el estallido de la revolución en Asturias y Cataluña.
Es sábado y la tranquilidad vuelve a respirarse por las calles de la capital a pesar de que algunos obreros se niegan todavía a regresar a sus talleres y fábricas. Los periódicos, hoy solo salen de imprenta los de derechas, llegan a su hora a los puntos de venta; los tranvías, el metro y los autobuses recuperan la frecuencia habitual, y hay también más taxis de servicio. La gran preocupación del pueblo se centra ahora en las largas colas que se suceden para conseguir un trozo de pan: la harina escasea.
Los cafés y bares también recobran el color, el bullicio diario; y ahí se desmenuza la cartelera y los nuevos espectáculos que se anuncian en las vallas y en las esquinas: Dama por un día, de Frank Capra, por 2 pesetas en el Cine Progreso; en el Cine Madrid proyectan esta tarde Tempestad al amanecer, con los actores Kay Francis y Nils Asther; una película de dibujos, El flautista de Hamelin, para todos los públicos en el Cinema Chamberí.
Aunque en Madrid se impone la calma, las noticias que llegan desde otros puntos de España son más alarmantes: en Asturias, el primer embiste de la revolución no ha podido contenerse. Los mineros han cargado las carabinas y las pistolas y han comenzado a pegar tiros en Mieres, Langreo, Campomanes o Pola de Lena. La cuenca donde están instaladas las mayores industrias se ha convertido un auténtico polvorín, una riada desbordada que grita consignas revolucionarias —“¡U. H. P.!” (¡Unión, hermanos proletarios!)— y comienza a organizarse en comités.
El foco de lujo que representa Oviedo, que muchos solo habían entrevisto en rápidos viajes desde sus miserables viviendas en el monte, ejerce en los mineros una atracción irresistible. Armados con los fusiles de los guardias caídos y con bombas de dinamita creadas por un minero llamado Feliciano Ampurdián, los obreros asturianos contrarrestan con explosiones el traqueteo de las ametralladoras de las fuerzas de la República —donde combate Juan Rodríguez Lobato, un militar anónimo que acabará siendo el abuelo del presidente Zapatero—, así hasta llegar a la plaza del Ayuntamiento. Ampurdián y los suyos, excitados por el empoderamiento de la revolución, inician la toma del edificio consistorial. Subiendo por la escalera principal, un ráfaga de balazos le acribilla. Arrojando sangre por la boca, con la cara destrozada, aún es capaz de exclamar: “¡Quemadlos vivos!”.
El desorden y los saqueos se propagan por Oviedo; queda abolida la moneda y los comités revolucionarios implantan un régimen de vales. También se amenaza con la muerte a todas aquellas personas que reproduzcan noticias falsas —es decir, contra la revolución—. De la misma forma, se ordena el cierre definitivo de las tabernas y los cafés como método para luchar contra el alcoholismo y su consecuencia natural, el analfabetismo, como dice Pla. Por las calles y montes de toda Asturias los mineros repiten una y otra vez el mismo mantra: “¡Como en Rusia, hay que hacer como en Rusia!”.
Estado de guerra
Las informaciones referentes a otros incidentes que se registran en el norte —especialmente el asesinato del diputado tradicionalista Marcelino Oreja en Mondragón—, pero también en distintos puntos de todo el territorio español, van llegando a cuentagotas a la sede del Gobierno del presidente Lerroux, apoyado por la CEDA y cuyo mandato pende de un hilo. El Consejo de Ministros decide declarar el estado de guerra en Asturias mientras el titular de la cartera de Gobernación, Eloy Vaquero, pide calma al pueblo a través de la radio: “Españoles, el orden público está garantizado. El Gobierno está firme y decidido a mantenerlo a todo trance por dolorosas que sean las medidas a adoptar. No toleraremos intento sedicioso alguno”.
Pero en Cataluña, al mismo tiempo que los mineros asturianos encienden la mecha de la revolución, está fraguándose un golpe de Estado. En los corrillos de la prensa y en las calles, donde la agitación se transforma en disturbios, se extiende el rumor de que Companys va a declarar la independencia de Cataluña. A las ocho de la tarde, la plaza de Sant Jaume está rebosante, a la expectativa del esperado mensaje del presidente catalán. Unos minutos más tarde Companys sale al balcón del Palacio de la Generalitat y anuncia la creación del “Estat catalá”:
“Las fuerzas que hasta ahora permanecían al lado del monarquizante y fascista Lerroux abandonan el camino del deshonor del Gobierno decadente y se suman a la revolución. La Cataluña liberal, democrática y republicana, no puede estar ausente de la protesta que triunfa por todo el país, ni puede silenciar su voz de solidaridad con los hermanos que, en las tierras hispanas, luchan hasta morir por la libertad y por el derecho. Españoles todos, salvad la República. A las armas, uníos, defendeos. ¡Viva la República! ¡Viva la libertad!”. Y a Companys lo aclaman como a un libertador.
La sensación de calma y tranquilidad huye de Madrid ante el vendaval que amenaza. El vértigo a un enfrentamiento social es cada vez más pronunciado. Hasta los vendedores ambulantes que vociferan sin cesar corren a guarecerse. Entre las ocho y las nueve de la noche, los radicales intentan asaltar con fuego de ametralladora el Ministerio de Gobernación, el de Comunicaciones, la Telefónica y otros centros policiales. La escalada de tensión es de tal envergadura que el presidente Lerroux se ve obligado a proclamar el estado de guerra en todo el territorio.
A las diez de la noche lo anuncia oficialmente a través de la radio: “Españoles, la hora de la presente rebeldía, que ha logrado perturbar el orden público, llega a su apogeo (...) El Gobierno declara que ha esperado hasta agotar todos los medios que la ley pone en sus manos, sin humillaciones ni quebrantos de su autoridad. En las horas de paz no escatimó la transigencia; declarado el estado de guerra, aplicará, sin debilidad ni crueldad, pero enérgicamente, la ley Marcial (...) Estad seguros de que ante la revuelta social de Asturias y ante la posición antipatriótica de un Gobierno de Cataluña que se ha declarado faccioso, el alma entera del país entero se levantará en un arranque de solidaridad nacional”.
En Barcelona, el general Batet rechaza la creación del Estado catalán y, conminado por Lerroux, ordena al Ejército tomar los puntos neurálgicos de la Ciudad Condal para sofocar la revuelta. Tras una noche de cañonazos, tiroteos y más de medio centenar de muertos, a pesar de intentar dominar la situación con el menor grado de destrucción y violencia posibles, las tropas de Batet penetran en las dependencias de la Generalitat con los primeros rayos de sol del domingo 7 de octubre y detienen a Companys y varios miembros de su Gobierno.
El golpe a la República consigue frenarse en Cataluña, pero Asturias despierta espoleada por las noticias de que la revolución se expande, se contagia a otros lugares. Y los mineros vuelven a agarrar los fusiles embriagados de idealismo. Mientras tanto, España sigue desmembrándose en dos bandos... y con Vallecas vacío, sin derbi, con el fútbol aplazado.
Así era España y así es ahora, con sus parecidos y diferencias.