“Me pegaron siete tiros en el cuerpo. Una bala me voló ocho centímetros de tibia de la pierna derecha. Otras me dieron en la cadera izquierda. Otra me destrozó la mano derecha, que no perdí gracias a que sólo me la rozó. De la fuerza de los impactos, salí volando por los aires”. María José Ríos, sevillana de 52 años, estaba “en la flor de la vida” a sus 38 cuando, el 4 de diciembre de 2004, sufrió siete balazos disparados con subfusiles de guerra AK-47, los temidos kaláshnikovs. Estuvo a punto de morir y sufre aún secuelas físicas y mentales sólo por verse atrapada por azar en medio del ataque de un grupo de sicarios en Marbella.
“Yo veía a los tres encapuchados y pensaba: ‘Estoy viendo una película’. Estaba en shock. Caí sentada por los primeros disparos, con el cuerpo erguido. Entonces me impactó la bala que yo digo que me salvó la vida. Me dio en el muslo izquierdo, no me dolió, pero brotó un chorro de sangre, como una fuente, y ahí reaccioné: ‘¡Ay, que me están matando!’, y me tiré de espaldas al suelo para que no me dieran más. Por eso salvé la vida”, explica María José Ríos mientras representa con gestos los movimientos de la coreografía brutal que la convirtió en un pelele acribillado.
Su hija Rocío Contreras, hoy maestra infantil de 24 años, tenía 10 ese día; mientras corría para huir de los asaltantes, una bala le rozó la pierna izquierda: “Esos proyectiles son tan fuerte, que sólo el roce me hizo un agujero”. Madre e hija encontraron una suerte en la desgracia: sobrevivir. No la tuvieron los dos inocentes que murieron en el ataque: su sobrino y primo José Manuel Contreras Cañadas, de siete años, y el peluquero italiano Cossimo Pizzi, de 36, junto a cuyo negocio ocurrió el tiroteo. “Cuando después del salir del coma me enteré en el hospital de que mi sobrino había muerto, porque me lo dijo sin darse cuenta la familiar de otro paciente, me volví loca. ‘¡Es mentira, es mentira!’, gritaba yo”, rememora María José junto a su hija en un encuentro con EL ESPAÑOL.
El objetivo de los hombres tapados con pasamontañas y vestidos de negro que asaltaron aquella tarde la galería comercial del hotel H10 Andalucía Plaza de Marbella, en el glamuroso Puerto Banús, no eran estos inofensivos turistas ni el peluquero, sino un miembro del hampa francesa asentado en la Costa del Sol, Alain David Benhamou, alias Adiel Ouanoglu, o también Omar Abdel, más conocido como El Chacal, francés de origen argelino, nacido en 1952, antiguo colaborador de los GAL, que en ese momento se estaba cortando el pelo en la peluquería de Cossimo. Escapó ileso. “Una amiga escuchó que el hombre al que iban a matar salió sacudiéndose los cristales del pecho y diciendo, ‘de buena nos hemos librado’”, apunta la mujer que entonces yacía desangrándose a unos metros.
Menos suerte que El Chacal tuvo su guardaespaldas, al que los atacantes hirieron a tiros mientras estaba fuera del hotel esperando a su jefe a la puerta de un coche BMW X3. Los tres asesinos huyeron en un Audi 4 conducido por un cuarto secuaz. El terrible ajuste de cuentas, de móvil desconocido, cometido a plena luz del día en un espacio abierto al público y con armas de guerra, destrozó como víctimas colaterales –como llaman en lenguaje militar a las bajas civiles de los bombardeos– al peluquero italiano y a esta familia sevillana que acababa de llegar al hotel para pasar el puente de la Constitución.
Su tragedia conecta 14 años después con los episodios violentos protagonizados por bandas criminales dedicadas al narcotráfico y otros negocios ilegales que están conmocionando en los últimos meses de este 2018 a la Costa del Sol. Los ajustes de cuentas corren el riesgo real, como en aquella sangría de 2004, de causar víctimas entre personas ajenas a las guerras de los narcos: el martes 2 de octubre un grupo armado persiguió a tiros y secuestró en plena calle a un hombre en el centro de Estepona cuando a las diez y media de la noche los bares estaban llenos. El secuestrado, Brian Martos Carmona, conocido por dedicarse a sustraer droga a otros traficantes (dar vuelcos, en el argot), apareció asesinado a cuchilladas horas después en un descampado junto al hospital Puerta de Europa en Algeciras. Por suerte, entre los viandantes de Estepona no hubo heridos.
Una semana después, a las 00.30 horas del 10 de octubre, a un empresario marroquí le volaron con sendas bombas su nave industrial y la puerta de su casa en Benahavís, cerca de Marbella: lo acusaban, supuestamente, de haber informado a la policía del asalto que meses antes había sufrido el gimnasio de su vecino, un narcotraficante español, David Ávila, El Maradona, que debía droga a otro grupo. En mayo, un mes después del ataque contra su gimnasio, a David lo asesinaron el día de la comunión de su hijo. Esas bombas y tiroteos criminales, como en tiempos de ETA, podrían matar no sólo al destinatario del ataque sino a cualquiera que pase por allí.
La lista de asesinatos mafiosos recientes se va alargando. El 18 de agosto, sábado por la tarde, los vecinos de la urbanización Puebla Tranquila de Mijas Costa alertan del ruido de una reyerta y la Guardia Civil al llegar a un apartamento se encuentra a dos suecos, relacionados con el narcotráfico, torturados y maniatados, uno de los cuales murió; los habían torturado supuestamente otros tres compatriotas, a los que detuvieron.
El 20 de agosto, un encapuchado en bicicleta mata a tiros en la urbanización El Campanario de Estepona a un hombre de 34 años, de Ceuta, identificado como S.A.B., El Zocato (otro ceutí, Karim D.A., había sido asesinado menos de un año antes, en marzo de 2017, en Marbella: le dieron un tiro en la cabeza con una bala blindada que atravesó su casco de motorista).
También este agosto, los artificieros de la policía neutralizan una bomba que iba a explotar en una urbanización de lujo de Marbella (el detenido en relación al artefacto, holandés, es miembro de una banda de narcotraficantes).
El 8 de septiembre, encuentran, también en Marbella, el cadáver de un británico al que le han cortado los tendones y rajado las comisuras de la boca hasta las orejas, método de tortura que se conoce como la “sonrisa del Joker”. Dos días después, el 10 de septiembre, otro británico estrella su coche de lujo en el puerto deportivo de Puerto Banús; cuando dos policías llegan a su casa en la zona de Cancelada, en Estepona, el hombre, un traficante de armas conocido como Hércules, abre fuego contra ellos, según informó la Policía, y los agentes responden matándolo a tiros.
Sin ir más lejos, este pasado sábado, 27 de octubre, un individuo con la cara tapada entra en un restaurante de Playamar, en Torremolinos, y acribilla a bocajarro a un cliente, de rasgos árabes según los testigos, que cena allí; la víctima muere el día siguiente.
Virulencia de métodos usados por las mafias
Aunque se trata de episodios aislados, circunscritos al mundo del crimen organizado y que suceden en una provincia con bajos niveles generales de delincuencia, crímenes como éstos están causando una gran alarma por su extremada violencia. Muertes accidentales como la del niño José Manuel, al que segaron la vida a los siete años con 16 balazos (los pésimos sicarios dispararon más de 100 balas de forma indiscriminada), y heridas físicas y mentales como las sufridas por María José y Rocío, podrían repetirse ahora a juzgar por la virulencia de los métodos usados por las diferentes bandas que se reparten y disputan el dinero del hachís, la cocaína o las armas.
María José y Rocío dan testimonio en su conversación con EL ESPAÑOL sobre una de las mayores tragedias relacionadas con ajustes de cuentas sucedidas en España. Esa tarde del 4 de diciembre de 2004, recuerda Rocío, acababan de llegar al hotel de Marbella desde Sevilla. En el grupo iban su abuelo paterno, sus tíos Juan Carlos y Mercedes con su hijo José Manuel (todos ellos vecinos del pueblo sevillano de La Rinconada), Rocío con sus padres y su hermana, y otra pareja amiga con sus dos hijas pequeñas, de unos tres y cuatro años. Una parte de ellos se fue a las habitaciones y otra se quedó esperando y haciendo tiempo en la galería comercial del hotel.
“Yo estaba con mi hija Rocío, mi sobrino José Manuel, y una amiga, Ana, y sus dos hijas. Bajamos a la piscina climatizada, pero como iban ya a cerrar, no nos dio tiempo a entrar y nos fuimos con los niños al salón de juegos de la galería. Los niños estuvieron jugando allí con los ordenadores. Como estaban revoltosos, Ana dijo que por qué no íbamos a la peluquería de la galería. Cuando llegamos, la ayudanta del peluquero, una británica, nos dijo que ya no había sitio hasta el día siguiente, y nos dimos la vuelta. Ya fuera, en el pasillo, oímos ruidos, mi sobrino se creyó que eran petardos y se giró y se fue hacia donde venía el ruido, hacia las cristaleras que separan la galería comercial de la calle. Fui hacia él, lo abracé por el hombro y nos volvimos hacia dentro del hotel”, dice María José. No eran petardos sino los primeros tiros con subfusiles AK-47. “Estaban disparando al guardaespaldas, que estaba esperando a su jefe en la puerta de su coche en la calle”.
Los siguientes disparos fueron contra todo lo que se moviera al otro lado del ventanal, en el interior del pasillo de la galería comercial del hotel. “Nos dispararon por la espalda, desde la calle, a través de las cristaleras. Sentí un dolor muy grande en la cadera y recuerdo cómo volaba” por la fuerza de los balazos. María José cayó y quedó sentada con las piernas estiradas, a cuyos pies yacía el cuerpo del peluquero, que había salido al pasillo desde su peluquería a ver qué pasaba. Desde allí, en shock, creyendo que vivía “una película”, vio de frente, al otro lado de las cristaleras que estallaban, a tres asaltantes vestidos de negro que seguían disparando. Uno de ellos, según supieron luego, había entrado unos minutos antes en la peluquería como un cliente más, fingiendo interés en cortarse el pelo, para comprobar que su objetivo estaba dentro pelándose. “Vi a tres tíos disparando, de negro los tres. Llevaban la cara tapada con pasamontañas, sólo dejaban al aire los ojos”. En esa posición, María José recibió un tiro más en el muslo izquierdo y al ver la sangre que saltaba “como una fuente” se tiró de espaldas para protegerse. Su sobrino, a unos metros, murió en el acto pero no lo vio, envuelto todo el pasillo en una nube gris, cuyo espantoso olor “a pólvora” se le quedó grabado.
Su hija Rocío lo recuerda así: “Vi a un hombre vestido de negro con ropa ajustada, con la cara tapada con un pasamontañas, que se puso a disparar a lo loco con una metralleta. Recuerdo que miré atrás y era como una película de acción de las que ves en la tele. Salí corriendo por la adrenalina de la supervivencia. Mientras corría, me rozó una bala que me hizo un agujero en la pierna izquierda, y se me incrustaron cristales. La madre amiga de la familia se había escondido con sus hijas detrás de un macetón gigante en la galería, pegado a la pared, me llamó y me escondí con ellas. Nos tapó con un abrigo y no vi más desde allí. No paraban de disparar. Cuando escuché que habían terminado, y pasó un rato, salimos. Estaba todo lleno de humo gris de los disparos, era brutal. No se me olvida la imagen del peluquero muerto. A mi primo y a mi madre no los vi”.
El tiroteo, que se le hizo “eterno” a su madre, duró segundos, pero sus efectos se han prolongado durante años y años: efectivamente, una eternidad en la vida de una persona. “A los quince días”, relata María José, “me trasladaron en helicóptero desde Marbella al hospital Virgen del Rocío de Sevilla. Estuve dos años en el hospital, tres con muletas. Me han hecho 18 operaciones, sobre todo para reconstruirme la pierna derecha con autoinjertos. Tengo fragmentos de balas en el pulmón derecho y la cadera izquierda”.
Bajo las heridas físicas se desangraba además emocionalmente por sus heridas mentales, incluso peores que las visibles. “He tenido pánico durante años. Salía a la calle y pensaba que me iban a matar porque había quedado viva. Iba en la silla de ruedas con mi hermana Toñi, veía a cualquiera que me miraba, y le decía: ‘¡Éste me va a matar!, ¡vámonos, vámonos!’. Tuve que ir a Marbella a declarar como testigo ante la juez y fui tapada por completo, disfrazada con sombrero, pañuelo, gabardina negra, sólo se me veían los ojos, porque tenía pánico. Si celebraban una victoria del Sevilla, porque vivo cerca del estadio de fútbol, y tiraban cohetes, me iba corriendo y me encerraba en casa. Una temporada me fui a otra casa en el campo. Mi marido, por lo que sufrió, se quedó tartamudo el primer mes. Lo superé echándole valor, pensando en que no podía morirme y dejar solas a mis hijas, y gracias al apoyo de mi familia. Ellos han sufrido lo más grande”.
Madre e hija cuentan que aún hoy evitan leer o ver noticias sobre violencia. No podría soportar ver a su nieto con una pistola de juguete. Dice la joven Rocío: “En casa no tocábamos el tema. Yo he tenido miedo a salir de casa hasta los 18 años. No lo superé hasta los 20 o 21. Yo estaba muy apegada a mi primo, el único varón [el niño era hijo único]. No entiendes el porqué. No teníamos nada que ver”. De niña, se dirigía mentalmente al hombre del kalashnikov y le decía que fuera a por su objetivo mafioso pero los dejara a ellos en paz: “Mátalo a él, pero ¿qué tenemos que ver contigo?”.
Catorce años después, el crimen sigue impune. La investigación policial no logró detener ni a los sicarios ni a los que presumiblemente los contrataron. Se baraja que el ataque contra El Chacal tenía relación con el asesinato dos años antes en Ronda, cerca de Marbella, de su socio Jean-Gilbert Para, con quien tenía negocios en la Costa del Sol, entre ellos el prostíbulo marbellí Play Boy; el todoterreno de Jean-Gilbert Para apareció acribillado con cinco tiros, con sangre suya dentro, aunque el cadáver no lo encontraron.
Ambos habían sido socios de otro oscuro miembro del hampa franco-argelina arraigada en Málaga, Carlos Gaston, al que hallaron ahogado en la piscina de su mansión de Estepona en 1995 y que al igual que ellos había colaborado con el terrorismo de Estado español de los GAL en los 80, reclutando para el Ministerio del Interior sicarios que matasen a miembros reales o supuestos de ETA refugiados en Francia. De El Chacal se sabe, por la información revelada por el periódico Libération el año pasado, que tras escapar ileso del atentado de Marbella ha colaborado como informante destacado de la policía antidroga francesa en operaciones entre la Costa del Sol y la Costa Azul. Es un viejo protegido de las fuerzas de seguridad. Cuando horas después del ataque se presentó en la comisaría en Marbella, dijo que no sabía por qué querían matarlo.
En 2013 los investigadores barajaban que un hombre asesinado años antes en Francia en otro ajuste de cuentas podría ser uno de los cuatro sicarios del ataque de Marbella, según informó entonces una fuente policial a La Opinión de Málaga. No se ha divulgado nada más desde entonces.
Dejar atrás el miedo
Para la familia sevillana sería un sueño que los juzgaran y se hiciera justicia. De momento, su mayor objetivo es dejar atrás el miedo. “Me entrevisté con un jefe policial de la Udyco en Madrid y me dijo que había sido obra de la banda de Los lobos grises. Me dijo que iba a ser muy difícil detenerlos”, dice María José.
No han recibido ninguna indemnización. “Ni un duro”. No tenían seguro de viaje (ahora, por exceso, tiene tres); el hotel no se hacía responsable porque los atacantes dispararon desde fuera de sus instalaciones hacia dentro; no hay culpables sentenciados y solventes que les paguen por su sufrimiento, y tampoco el Estado se hace cargo de las víctimas civiles de este narcoterrorismo de las bandas organizadas.
“Me siento como si fuera un perro al que han atropellado y tirado en la cuneta. No intereso a nadie. Soy un ama de casa y no cotizo. Como no nos consideran víctimas de atentado ni de ETA ni de nadie, sino de un ajuste de cuentas, que nos parta un rayo”, dice dolida. Hasta las compañías de seguros tienen un fondo de compensación para los afectados de accidentes de tráfico cuyos responsables no están asegurados. Si fueran víctimas de ETA, el Estado Islámico o cualquier otro grupo terrorista, o de la violencia machista; si fueran agentes de las fuerzas de seguridad o militares caídos en acto de servicio, o periodistas y cooperantes atacados en zonas de conflicto, recibirían indemnizaciones, compensaciones, ayudas y reconocimientos de diferente tipo. Pero, a día de hoy, las víctimas de las mafias no están amparadas. Madre e hija piden por eso que el Estado incluya también bajo su protección solidaria a los inocentes que padecen el crimen organizado, en situaciones análogas a las suyas.
“¿Qué he tenido, buena suerte o mala suerte?”, se pregunta María José con sonrisa agridulce. “Me siento afortunada de vivir, pero estaba en la flor de la vida y esos años no hay quien me los devuelva”. Ahora, al menos, ya puede levantarse y, aunque sea cojeando un poco, caminar, mirar a la cara y contarlo.
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