Laura tuvo un accidente de tráfico, Francisco sufrió un infarto y Pepe (nombre ficticio), depresión. Los tres eran policías, los tres trabajaban en la calle y los tres tuvieron que jubilarse forzosamente. No querían. Habrían aceptado, de buena gana, seguir en otros puestos, terminar su carrera desempeñando labores de oficina –aunque, en efecto, ya no estuvieran para ir detrás de los ‘malos’–. Pero no les quedó otra. Las circunstancias los condujeron a una retirada temprana. Ninguno había cumplido 50. Eran jóvenes, pero ya no servían. Eso es lo que les dijeron. El Tribunal Médico los mandó a su casa cercenando cualquier posible camino de regreso. A ellos y a otros muchos de sus compañeros. Todos, callados durante algún tiempo; pero, ahora, unidos para reclamar una jubilación apropiada, denunciar un copago que consideran excesivo y unas condiciones que no entienden.
Su profesión les conmina hacia el ocultismo. Muchos se animan a hablar, pero pocos a ceder su imagen. Tienen miedo a las posibles consecuencias. Laura Giménez (Barcelona, 1971), sin embargo, no titubea pese al temor general. Es vicepresidenta de la Asociación de Jubilados de la Policía Nacional (AJPNE) y no tiene reparos en contar su historia, paradigmática dentro del oficio. Tuvo que entregar su placa con 45 años; 20 antes de lo que le correspondía. “Mi vida cambió de un plumazo. De repente, me vi fuera. Todos mis amigos, mi pareja, se dedican a esto. Y yo me siento impotente. Me dicen que no valgo y que no puedo seguir trabajando”, explica en conversación con EL ESPAÑOL.
Su historia, en origen, no dista mucho de la de cualquier otro compañero. Ella quería ser Policía, lo llevaba en la sangre. Su decisión fue plenamente vocacional. Cuando tenía 13 años, se presentó en una comisaría y preguntó: “¿Cómo puedo entrar en el cuerpo? Me dijeron: ‘Primero tienes que crecer”. Desde entonces, supo que el camino era muy largo, que le iba a costar. Era mujer y tenía que pasar por la siempre exigente criba de las oposiciones. Reconocía su objetivo, pero tardó mucho tiempo en vislumbrarlo. Antes, acumuló infinidad de trabajos. A los 16 años, en una empresa de montaje de lavadoras; y, después, en muchas otras cosas: seguridad privada, limpieza…
Hasta 2002, cuando entró a formar parte del cuerpo como Policía de la escala básica. Hizo las prácticas en Barcelona, después estuvo ejerciendo en Madrid y, finalmente, acabó en Ávila, donde reside actualmente. Su vida, profesionalmente hablando, regateaba cualquier quiebro fatal. Sin embargo, todo se torció en octubre de 2010. “Estaba patrullando con un compañero y una señora paró en doble fila y abrió la puerta. Yo iba con la moto. No me dio tiempo a frenar y salí disparada. Me dejó todo el lado derecho destrozado”, explica.
Pese al accidente, intentó seguir en su puesto. “Me pusieron tratamiento porque era joven”, recuerda. Pero aguantó tan solo un año así. Tuvo que operarse. Durante tres años, visitó el quirófano. Y, al mismo tiempo, comenzó una lucha que capituló con su jubilación. Primero, no obstante, la pasaron a segunda actividad –es decir, a “estar en casa sin hacer nada esperando”– y le bajaron el sueldo de alrededor de 1.600 euros a poco más de 1.200.
Entonces, a Laura no le quedó otra que ir a juicio. “Me dicen que no me van a reincorporar y yo digo: ‘Si no valgo para trabajar, que me jubilen. Y me dan la razón”. Con 45 años, entregó la placa. Se retiró y asumió que, el resto de su vida, no podría ganar más de 1.600 euros. “Yo no lo hubiera hecho. Si me hubieran dado un puesto, pero… De repente se acaba todo. Te cuesta mucho asimilar que has luchado para ser Policía y que, después de tanto, te quedas fuera. A nivel psicológico te afecta mucho”, explica ahora, obligada a tener como única ocupación posible la vicepresidencia de la asociación.
Desde allí, intenta luchar por los derechos de sus compañeros y para ayudarlos en la medida de lo posible. Pide, junto al resto de miembros de la asociación, que les bajen el copago farmacéutico –de hasta el 30%– al 8% que tienen muchos de los jubilados. “Con el agravante de que a nosotros nos han obligado a dejarlo mucho antes y tienen que hacer frente a sus enfermedades con ese incremento”. Reclama, también, que haya puestos para los compañeros que quieran ejercer su profesión y ya no puedan estar en la calle. Y, por último, que su jubilación no sea tan raquítica –a algunos de los más jóvenes tan solo les queda el 55% de su pensión–.
Pepe, jubilado con 31 años
Pepe, que prefiere no hacer público su nombre por miedo, es uno de los más perjudicados por este tipo de jubilaciones ‘forzosas’. Él entró en el cuerpo en 2007, con 21 años, por vocación. “Estaba destinado a detenidos. Las celdas tenían un límite. Pero, como yo era nuevo, empecé a ver negligencias. Las denuncié a nivel interno por el hacinamiento de inmigrantes. No sentó bien y empecé a tener problemas de ansiedad...”, cuenta a EL ESPAÑOL. Se dio de baja y le empezaron a presionar para que se reincorporara. Entonces, le cambiaron de unidad. Y, de nuevo, volvió a tener problemas. Pero lo peor llegó cuando se fue de vacaciones…
“Al llegar, me encuentro con que me denuncian por delito de hurto de un chaleco antibalas de un compañero”. En ese instante comienza su calvario. A la denuncia falsa, se le añaden el acoso laboral y sus problemas de ansiedad. En un juicio rápido, lo exculpan porque ven cosas raras. Pero, el Tribunal Médico de la Policía le diagnóstica trastorno bipolar. Lo jubilan a sus 31 años y le quedan poco más de 1.200 euros brutos de salario. Para toda la vida. Sin poder volver a ejercer su profesión. “Y si quieres hacer otra cosa, te exigen una compatibilidad que tiene que aprobar la administración y que lleva meses. En ningún trabajo esperan tanto para contratarte”, cuenta Pepe, también Policía de la escala básica.
Él, si le dejaran, volvería al cuerpo. Pero renuncia a la lucha por la complejidad del asunto. Sólo unos pocos consiguen que les den el reingreso. Es el caso de Rafael Prieto, que recurrió la decisión del Ministerio del Interior de jubilarse con 31 años tras perder una pierna en un accidente de tráfico. El agente, al recuperar la movilidad, solicitó volver a prestar servicio y se lo concedieron. “Es de los pocos que lo han conseguido”, apostilla Pepe y ratifica el secretario de la Asociación de Policías Jubilados, Francisco González.
Precisamente, Francisco es uno de los muchos que sufren el excesivo copago de medicamentos. Tuvo que jubilarse a los 49 años y después de 32 de servicio. Sufrió un infarto y no le dieron otro puesto. “Pasé el Tribunal médico y, a los 14 meses, me jubilaron. Me fui con 15 años menos cotizados y, claro, eso repercute en el sueldo”, explica a EL ESPAÑOL.
Las medicinas, como sus compañeros, las tiene que pagar al 30%. Mucho más que el resto. Por eso pide que se cambie el criterio, que “les dejen seguir trabajando” o que no les perjudiquen. “Toda la vida prestando servicio y luego...”. Se quedan sin nada. "Qué se lo digan si no a las viudas", apostilla. Muchas de ellas cobran tan solo 500 euros. Otras no pasan de 800 (incluso cuando su marido se ha jubilado por un acto terrorista). Y así tienen que hacer cargo a los medicamentos y a vivir. Nada fácil.
Ellas, como Francisco, Pepe y Laura están condenados a ver el resto de su vida desde el sofá. Les dejan sin placa, sin trabajo y con la obligación de asumir una existencia sin ocupación. Son tres de los muchos afectados por un sistema que consideran injusto. Y que esperan cambiar a través de su lucha en la asociación.